IGNAZI, P. (2021)

Partido y democràcia: el desigual camino a la legitimación de los partidos.

Madrid: Alianza Editorial

496 p.

PARTIDO Y DEMOCRACIA: EL DESIGUAL CAMINO A LA LEGITIMACIÓN DE LOS PARTIDOS (recensión)

Olga Herráiz Serrano

Cortes de Aragón

Cómo citar / Nola aipatu: Herráiz Serrano, O. (2021). Ignazi, P. (2021). Partido y democracia.
El desigual camino a la legitimación de los partidos. Madrid: Alianza.
Legebiltzarreko Aldizkaria - LEGAL - Revista del Parlamento Vasco,
2: 262-265
https://doi.org/10.47984/legal.2021.010

Como ya sabemos, desde hace unos años la llamada desafección política se encuentra instalada en nuestra sociedad y “los partidos políticos” o “el mal comportamiento de los políticos” pueblan las encuestas del CIS sobre los principales problemas para los españoles. No es tan solo una realidad en España, sino que caracteriza a otras democracias consolidadas, como analiza la monografía del politólogo italiano Piero Ignazi. Quizá, como señala el autor, el problema estuviera ya apuntado en el propio nombre porque los partidos, etimológicamente, encierran la idea de la parcialidad y la división, pero la progresiva pérdida de legitimidad y de confianza que han sufrido es cada vez más preocupante.

Partido y democracia se publicó en 2017 en inglés, pero se ha traducido este año al español, ocasión que ha brindado al autor la posibilidad de añadir un capítulo sobre los nuevos partidos aparecidos en Francia, Italia o España y la escasa incidencia que ello ha tenido para solucionar los males de que estamos hablando.

Como experto en política comparada, Ignazi utiliza el recurso al estudio de la situación en distintos países en el libro, analizando sobre todo los casos de Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia como eje para ejemplificar sus afirmaciones. La monografía no nos ofrece la panacea al problema de la desafección hacia los partidos políticos. Ni siquiera es posible pensar en una única solución, sino en una variedad de herramientas. Pero el autor sí realiza un profundo estudio histórico de la aparición y evolución de los partidos para reparar en cuándo, cómo y por qué se han sentado las bases o ido agravando los errores cometidos, lo que explica el actual estado de la cuestión.

Hasta llegar al siglo XX, el autor nos ilustra sobre los esfuerzos que tuvieron que hacerse para aceptar a los partidos como entidades legítimas de canalización de la representación de los ciudadanos en las instituciones del Estado. En busca de la idea del partido político en la antigüedad, refiere los numerosos estudios que niegan la existencia de realidades parecidas en Grecia o en Roma, pero que han rastreado y puesto de relieve los casos asimilables a la formación de grupos que escenificaban las diferencias políticas del momento. Justo el disenso y la oposición fueron imposibles en la Edad Media cuando regía el orden establecido por Dios y, por tanto, se prohibían las facciones porque perjudicaban a la comunidad. En los siglos XVI y XVII se usó el mismo argumento para garantizar la potestas del soberano. El gobierno era único e incontestable y anulaba toda expresión pluralista. Sin embargo, los siglos XVIII y XIX, con diferencias temporales según los países que se consideren, dieron pie, primero, a la aceptación selectiva de los partidos políticos (solo de aquellos que defendían intereses generales), para pasar después a su aceptación general sobre la base de la universalización de los derechos políticos. El desarrollo cultural de la sociedad, el reconocimiento de las libertades de expresión y asociación, y el respeto al pluralismo fueron premisa para el desarrollo de los partidos políticos en el siglo XIX. Pese a esas claves comunes, su formación en cada país siguió un calendario, ritmo y modalidades adaptados a su historia y características particulares. Fue, posteriormente, con la consolidación de los partidos de masas, cuando se vio en los partidos una herramienta indispensable para la representación ciudadana.

Cuando el autor nos sitúa en el siglo XX, se pregunta por qué los partidos desperdiciaron el aura que adquirieron después de la Segunda Guerra Mundial. Seguramente los ciudadanos no les han perdonado la progresiva intrusión en el Estado, y el aumento de poder y de financiación han sido a costa de su legitimidad, pero es imperioso que encontremos la forma de que la recuperen para frenar la ola populista que invade la política.

Después de la Segunda Guerra Mundial, se vio en los partidos políticos la herramienta para recuperar el pluralismo. El multipartidismo y la competencia partidaria se consideraron sinónimos de democracia. Los partidos receptores de esa confianza fueron los de masas, por lo que todos empezaron a organizarse como tales. Sin embargo, pronto la estructura del partido de masas tal y como había surgido tras la Revolución Industrial dejó de servir para la sociedad del siglo XX, provocando el surgimiento del partido “atrapalotodo”, con una ideología más diluida, que accedía a los medios de comunicación de masas para difundir su mensaje a todos los ciudadanos y no solo a sus partidarios, en un intento por atraer el máximo número posible de votos. Había surgido una nueva finalidad: la captación del mayor apoyo popular, de votos y de cargos, perdiendo importancia la identificación de los miembros con el partido, el reclutamiento de afiliados o las relaciones internas. Así se sembró la primera semilla de la desafección ciudadana.

Constata el autor que, en la década de los setenta del siglo XX, ya no se criticaba a los partidos por su división del cuerpo político, sino por lo opuesto, por no dividir lo suficiente en un intento de “captar” al mayor electorado posible (p. 225). Se criticaba que los partidos no se diferenciaran tanto ideológicamente y que colaboraran mucho entre sí. Es curioso que una de las prácticas que se han perdido hoy, como la capacidad de pacto entre partidos ideológicamente dispares, llegara a ser vista entonces como problemática.

El autor subraya que pudo haber supuesto un cambio en los partidos tradicionales la irrupción de los partidos verdes (con die Grunen en Alemania a la cabeza) o de los partidos populistas de extrema derecha (de los que fue prototipo el Frente Nacional francés), pero concluye que apenas influyeron en la organización y funcionamiento interno de aquellos. Unos y otros pudieron dejar su impronta ideológica en los partidos tradicionales: en un caso, obligándoles a incorporar las preocupaciones ambientales; en el otro, influyendo en sus posiciones sobre políticas de seguridad y de inmigración. Sin embargo, fueron igualmente ineficaces a la hora de modificar su estructura organizativa o su funcionamiento (p. 258).

La siguiente etapa que analiza el autor es la de aparición de los partidos cártel, expresión con la que alude a su excesiva implicación en las estructuras estatales para captar recursos y funciones desde las últimas décadas del siglo XX. Podemos identificar en esa intrusión masiva en el Estado la segunda semilla de la desafección ciudadana.

El autor realiza un interesante estudio sobre la evolución de la militancia en los partidos de los albores del nuevo milenio para comprobar la apertura general de todos estos a formas de pertenencia light, que han diluido el compromiso que tenían en su día los militantes de los partidos de masas, acostumbrados a participar de lleno en la vida interna y en los actos que aquellos organizaban. Afiliarse ha pasado a ser un acto de búsqueda de beneficios en buena medida y los partidos han ofrecido la promesa de dinero o de poder.

La consecuencia ha sido, como dice el autor, un desajuste entre la oferta del partido y la demanda del ciudadano (p. 320). Ya porque los partidos no son capaces de responder a las necesidades de los ciudadanos, o porque los afiliados buscan incentivos que el partido no proporciona, el resultado es la desconexión ciudadana de la vida política. Esto también ha afectado a los ingresos de los partidos, que no pueden subsistir con las cuotas de los afiliados y que dependen de la financiación pública. Inicialmente concebida para liberar a los partidos de las influencias particulares de los donantes, ha contribuido a hacerlos dependientes del Estado. La progresiva evolución desde organizaciones centradas en los recursos humanos a otras centradas en el dinero acentúa la deslegitimación de los partidos. Estos han colonizado el Estado y han sido los promotores de normas legales que les favorecen. Asimismo han desarrollado prácticas que el autor califica de patronazgo y clientelismo, llevando a cabo nombramientos discrecionales en la Administración pública y en las altas instituciones.

El autor concluye así que la principal razón de la caída de popularidad de los partidos reside en ese viraje de estos hacia el Estado con la consiguiente pérdida de los lazos que tenían con la sociedad civil. En lugar de reinventarse a medida que la coyuntura lo exigía, se refugiaron en el Estado. Es verdad que, en las dos últimas décadas, se han llevado a cabo reformas internas (con la introducción de elecciones primarias, por ejemplo) en un intento de dar mayor protagonismo a la militancia o de aumentar la participación y transparencia, pero verdaderamente no han supuesto una mayor democratización efectiva. Antes al contrario, ha hecho a los líderes más líderes, ha debilitado a los niveles intermedios de los partidos y ha fomentado el enfoque plebiscitario de la política, con el consiguiente ascenso de partidos populistas. Afortunadamente de momento, los ciudadanos siguen considerando a los partidos como una herramienta indispensable del sistema democrático, pero desconfían de los existentes. La mala gestión interna, sus malas prácticas políticas (que en último extremo incluyen hasta la corrupción), el uso de la financiación para mantener sus estructuras, lastran la imagen que tenemos de ellos de forma irremediable.

Tampoco han reconducido el tema los llamados partidos de internet, calificados así por haber desarrollado toda su estructura sobre esta herramienta, y entre los que el autor sitúa al francés La República en Marcha, al italiano Movimiento 5 Estrellas o al español Podemos. Han podido introducir algunas prácticas asamblearias internas, pero no siempre ello conlleva, por ejemplo, la mayor implicación no solo de los afiliados sino de los niveles intermedios en la toma de decisiones, puesto que no necesariamente se introduce verdadera deliberación. Tampoco han solucionado el otro gran problema de los partidos tradicionales, como es la falta de reconocimiento del derecho al disentimiento interno organizado, pues al que discrepa no es fácil aceptarlo en los cargos orgánicos para representar los contrastes internos.

En definitiva, los ciudadanos siguen esperando cambios de los partidos políticos. Fundamentalmente, mayores dosis de democracia interna verdadera, pero también, hacia el exterior, mayor coherencia ideológica, lo que no es óbice, sino todo lo contrario (porque es altamente demandado en nuestras democracias), a la celebración de acuerdos en temas de Estado; así como una menor colonización de las instituciones públicas. La crisis actual es de tal magnitud que la solución a la misma requiere una pluralidad de actuaciones, que pasan por la aprobación de reformas legislativas, pero fundamentalmente por una reeducación en el compromiso con el servicio público, por una revisión del proceso de selección de los líderes políticos, y por un sinfín de cambios de comportamientos en la vida interna de los partidos que permita acercarlos a los ciudadanos.