ANALYSIS OF THE FUNCTIONING AND EVOLUTION OF AMERICAN EXCEPTIONALISM
María Corres-Illera
Universidad Carlos III de Madrid
Cómo citar / Nola aipatu: Corres-Illera, M. (2022). Análisis del funcionamiento y evolución del excepcionalismo americano. Legebiltzarreko Aldizkaria - LEGAL - Revista del Parlamento Vasco, 3: 8-35
https://doi.org/10.47984/legal.2022.001
RESUMEN
Este estudio analiza las particularidades y evolución del excepcionalismo americano, proporciona una visión comparada respecto a los sistemas parlamentarios que ayuda a ilustrar su singularidad. Destacamos que el presidente tiene la singularidad de ser, a la vez, jefe del Estado y jefe del Gobierno, además de ser escogido de manera indirecta en unos comicios diferentes a los del Congreso, haciendo, así, efectiva la separación de poderes. Los escaños del Congreso determinan el reparto de compromisarios que elegirán al presidente y, en caso de que ningún candidato alcance la mayoría de votos electorales, la Cámara Baja dirime la elección presidencial. Desde la redacción de la Constitución estadounidense, hace más de doscientos años, el electoral college, independientemente del resultado electoral, ha proporcionado una estabilidad al sistema. La evolución de la democracia americana ha sido posible gracias a las enmiendas constitucionales que han permitido que el derecho de sufragio se haya ido actualizando con el paso de los años, sin necesidad de dotarse de una nueva constitución. Sin embargo, el clima de polarización actual podría suponer una amenaza para el sistema político estadounidense que podría desembocar en una crisis del régimen presidencialista. Adicionalmente, en caso de aplicarse el plan de contingencia para elegir al presidente, los votos de Washington DC quedarían sin efecto, y la representación de los estados se reduciría a un único voto por estado. Es por todo esto que el sistema americano debe realizar los cambios necesarios para actualizar su marco legislativo a las prácticas democráticas del siglo XXI.
PALABRAS CLAVE
Presidencialismo, parlamentarismo, Estados Unidos, polarización, reforma constitucional.
LABURPENA
Azterlan honek amerikar salbuespentasunaren berezitasunak eta bilakaera aztertzen ditu, sistema parlamentarioekiko ikuspegi konparatua emanez, zeina lagungarria baita haren berezitasuna azaltzeko. Berezitasun horien artean nabarmentzen dugu lehendakaria aldi berean dela Estatuburu eta Gobernuburu eta, gainera, zeharka hautatzen dela Kongresuko hauteskundeez bestelako hauteskunde batzuetan, era horretan botere-banaketa gauzatuz. Kongresuko jarlekuek zehaztuko dute lehendakaria hautatuko duten konpromisarioen banaketa eta, hautagaietako batek ere ez badu lortzen hauteskundeko botoen gehiengoa, banaketa horrek erabakiko du lehendakariaren hautaketa. Estatu Batuetako Konstituzioa idatzi zenetik, duela berrehun urte baino gehiago, electoral college delakoak eman dio egonkortasuna sistemari, hauteskundeen emaitza edozein izanda ere. Amerikako demokraziaren eboluzioa posible izan da botoa emateko eskubidea urteekin eguneratzea ahalbidetu duten zuzenketa konstituzionalei esker, konstituzio berri bat egiteko beharrik gabe. Hala ere, egungo polarizazio-giroa mehatxua izan liteke sistema politiko estatubatuarrarentzat, eta horrek erregimen presidentzialistaren krisia eragin lezake. Horrez gain, lehendakaria hautatzeko kontingentzia-plana aplikatu beharko balitz, Washington DCko botoak ondorerik gabe geratuko lirateke, eta estatuen ordezkapena estatu bakoitzeko boto bakarrera murriztuko litzateke. Horregatik guztiagatik, amerikar sistemak beharrezko aldaketak egin behar ditu bere legegintza-eremua XXI. mendeko praktika demokratikoaren arabera eguneratzeko.
GAKO-HITZAK
Presidentzialismoa, parlamentarismoa, Estatu Batuak, polarizazioa, konstituzio-erreforma.
ABSTRACT
In this inquiry, we analyze the characteristics of US presidentialism. Moreover, we use comparisons with parliamentary systems throughout the paper, in order emphasize the singularities of American exceptionalism. In addition to illustrate the advantages and disadvantages of each system, we accentuate the fact that the US President is both the Head of State and the Head of Government. Furthermore, Congress and the President are chosen separately, as a consequence of the separation of powers. Whilst, the former plays a pivotal role in the presidential election. Since the drafting of the US Constitution, more than two hundred years ago, no matter the outcome of the election, the electoral college has brought stability to the presidential system. In addition, the evolution of American democracy has been possible thanks to Constitutional Amendments. As such, the right to vote has evolved throughout the years without the need to draft a new Constitution. Nonetheless, the current polarization purports a threat to the American political systems since it could lead to a regime crisis of American presidentialism. Withal, if the president is to be chosen in a contingent election, Washington DC loses its representation, and state representation is reduced to a single vote per state. For these reasons, the US must undergo necessary changes to update its legal system to the democratic practices of the 21st century.
KEYWORDS
Presidentialism, parliamentarism, United States, polarization, constitutional reform.
SUMARIO
I.INTRODUCCIÓN.
II.CARACTERÍSTICAS DEL SISTEMA PRESIDENCIALISTA ESTADOUNDENSE. 1. El Congreso de los Estados Unidos como eje vertebrador del sistema. 2. El tipo de estructura de la Jefatura del Gobierno: primus solus. 3. Democracia y separación de poderes: las elecciones como mecanismo de independencia de las instituciones. 3.1. Consecuencias de las elecciones separadas. 4. El método de elección del Poder Ejecutivo. 4.1. Resultados electorales y estabilidad del sistema. 4.1.1. Relación entre el método de elección del Ejecutivo y la estabilidad del sistema. 4.2. La influencia del Congreso en la elección del presidente. 4.2.1. El plan de contingencia de las elecciones presidenciales.
III.EVOLUCIÓN DEL EXCEPCIONALISMO AMERICANO. 1. Reformas y enmiendas constitucionales. 2. Evolución de la democracia: el derecho de sufragio. 3. Partidos políticos estadounidenses y la polarización actual. 3.1. Los efectos y consecuencias de la polarización.
IV.CONCLUSIONES.
BIBLIOGRAFÍA.
I. INTRODUCCIÓN
Los Padres Fundadores, al redactar la Constitución, pensaron que sería una buena idea instaurar un sistema político presidencialista, como una nueva forma de gobierno en el continente americano. La Constitución estadounidense (promulgada en 1788 y aún en vigor) está inspirada en la separación de poderes de Montesquieu. Por ello, regula los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, respectivamente, en los artículos primero, segundo y tercero. Además, el texto incluye lo que se conoce como sistema de controles y equilibrios o pesos y contrapesos (checks & balances) para impedir que ninguno de los poderes del Estado se vuelva tiránico y predomine sobre los demás.
Realizamos un estudio cualitativo sobre el excepcionalismo americano proporcionando una visión comparada respecto a los sistemas parlamentarios, que ilustra la singularidad del sistema estadounidense, destacando sus virtudes y defectos. Comenzamos por explicar el papel del Congreso estadounidense como eje vertebrador del sistema, después, analizamos las características del presidencialismo norteamericano, utilizando como hoja de ruta las tres propiedades que describen a los EE. UU. como presidencialismo puro: 1) el tipo de estructura de la jefatura de Gobierno, primus solus; 2) las elecciones como fórmula para asegurar la separación de poderes, y 3) la elección del presidente a través del electoral college (Sartori, 1994 y 1997).
Una vez vistas las características del sistema, analizamos la estructura del ordenamiento jurídico estadounidense, partiendo de la Constitución, y hacemos especial hincapié en las tareas pendientes que deben llevarse a cabo para actualizar el sistema a la práctica democrática del siglo XXI, como son la reforma del sistema de elección presidencial, acortar el período de transición entre Gobiernos, así como incluir definitivamente en la Constitución la igualdad ante la ley entre hombres y mujeres. Todas estas reformas destacan por contar con enmiendas constitucionales como precedentes que podrían indicar que serían más susceptibles de reforma.
Por último, estudiamos los partidos políticos estadounidenses, así como el rol que está teniendo la polarización sobre el excepcionalismo americano, y analizamos si supone una amenaza para el mantenimiento del régimen presidencialista.
II. CARACTERÍSTICAS DEL SISTEMA PRESIDENCIALISTA ESTADOUNIDENSE
1. EL CONGRESO DE LOS ESTADOS UNIDOS COMO EJE VERTEBRADOR DEL SISTEMA
Los Padres Fundadores quisieron darle la máxima importancia situando al Congreso en el primer artículo de la Constitución, como anclaje principal del sistema presidencialista. Es irónico que el eje vertebrador del sistema provenga de su Parlamento.
Para entender correctamente el Congreso de los Estados Unidos de América es importante tener en cuenta unas cuestiones de vocabulario específico. En los sistemas parlamentarios es común referirse al “Parlamento” cuando describimos al Legislativo, es decir, el órgano que engloba tanto a la Cámara Alta como a la Baja. En España, por ejemplo, se utiliza la denominación “Cortes Generales” para definir al Legislativo en su conjunto; mientras que el “Congreso de los Diputados”, o “Congreso” en su versión abreviada, se refiere a la Cámara Baja, y “Senado” es la denominación de la Cámara Alta. De manera similar, en el Reino Unido, se utiliza la denominación de “Parlamento” cuando se hace referencia al conjunto de la “Cámara de los Comunes” (Cámara Baja) y la “Cámara de los Lores” (Cámara Alta). Sin embargo, esto puede llevar a confusión, porque los estadounidenses utilizan la palabra “Congreso”, en vez de “Parlamento”, para referirse al conjunto de las dos Cámaras que componen el Legislativo, refiriéndose, así, tanto al Senado como a la Cámara de Representantes (House of Representatives), con el mismo vocablo que en España utilizamos para referirnos únicamente a la Cámara Baja (Corres-Illera, 2015: 39).
Tal y como dicen las primeras palabras de la Constitución estadounidense: “Todos los poderes legislativos otorgados en la presente Constitución corresponderán a un Congreso de los Estados Unidos, que se compondrá de un Senado y una Cámara de Representantes” (U.S. Const., art. I, sec. I).
Siguiendo una interpretación literal de la norma constitucional, el Legislativo estadounidense está compuesto por una Cámara de Representantes o Cámara Baja, y un Senado o Cámara Alta, cada uno de ellos con diferentes funciones, formando, así, un Legislativo bicameral asimétrico, donde, además, los miembros de cada una de las Cámaras se eligen por separado utilizando sistemas electorales, requisitos de sufragio y mandatos distintos para cada una de ellas.
El objetivo de este diseño es cumplir escrupulosamente con la separación de poderes, tal y como refleja El Federalista (51):
Dividir a la rama legislativa, haciendo que sus partes tengan diversos métodos de elección y principios de acción que difieran entre sí, estando tan inconexos unos con respecto a los otros como permita la naturaleza de sus funciones comunes y su común dependencia de la sociedad (Hamilton, 2015/1788a: 399).
La redacción del art. I nace del Acuerdo de Connecticut (Connecticut Compromise) establecido en la Convención de Filadelfia (1787), mediante el cual se reconciliaron las posiciones de estados grandes y pequeños, con un sistema proporcional respecto a la población de cada estado para elegir a los representantes en la Cámara Baja, y un sistema equitativo por el cual se le conceden dos senadores a cada estado, independientemente de su población o territorio, que, además, queda blindado por el art. V de no poder ser susceptible de enmienda constitucional sin el consentimiento de los estados afectados (U.S. Const., art. V). A su vez, esta división aunaba las aspiraciones de la nueva nación de ser un Gobierno con elementos nacionales y federales, respectivamente (Madison et al., 2003/1787: 92-109).
Los Padres Fundadores diseñaron el Senado como pilar fundamental del Gobierno americano con mandatos de seis años para los senadores, lo que está a medio camino entre la volatilidad de los representantes de la Cámara Baja, quienes ostentan su cargo por dos años, y la Presidencia de los EE. UU., que debe renovarse cada cuatro. El Senado se renueva parcialmente por tercios, evitando que concurran a la vez los dos senadores del mismo estado, asegurando la representación permanente de todos los estados en el Congreso.
La circunscripción electoral para las elecciones al Senado y a la Presidencia es el estado y así viene fijado en la Constitución. Sin embargo, la circunscripción para la Cámara Baja son los distritos electorales, que serán dibujados atendiendo a las leyes de cada estado. De esta manera, a partir de los resultados del censo electoral las asambleas legislativas de los estados, podrán distribuir su territorio en tantos distritos como escaños les hayan correspondido en el prorrateo. Debiendo respetar el mínimo de un escaño por estado (U.S. Const., art. I, sec. 2, cl. 3). Si se produce un cambio en el número de escaños que obtiene cada estado, las autoridades estatales competentes (generalmente, las asambleas legislativas, que son equivalentes a los parlamentos regionales) pueden redibujar los mapas de sus distritos electorales, con altas probabilidades de caer en lo que comúnmente se conoce como gerrymandering o “manipulación en el diseño de los distritos” (Ramos Josa, 2016: 134). Según apunta un informe del Brennan Center for Justice (2021): los estados que han variado su asignación de escaños tienen oportunidad de redibujar sus distritos. Estados del sur de los EE. UU., como, por ejemplo, Carolina del Norte, Georgia, Florida y Texas, tienen una alta probabilidad de producir distritos distorsionados (Li, 2021: 4), debido a que la decisión del nuevo trazado de estos corre a cargo de las asambleas legislativas, que están controladas por una mayoría monocolor (Ibid.: 7-8). Mientras que en estados como Nueva York, California y Colorado han adoptado reformas para que el procedimiento se lleve a cabo por una comisión bipartidista, que compruebe que no se producen distorsiones a favor de un partido u otro (Ibid.: 5-6).
La Constitución estadounidense guarda silencio sobre otros rasgos electorales, que podrán ser modificados por ley ordinaria, sin necesidad de una reforma constitucional, como son el número total de miembros de la Cámara Baja y el método de prorrateo de escaños.
En la Unión Europea, los requisitos electorales para la configuración de la Eurocámara quedan descentralizados, de manera similar a lo que ocurre con el Congreso americano. El derecho comunitario europeo no define una ley uniforme para todo el territorio de la UE, cada Estado miembro marca sus propias reglas para la elección de los representantes que enviará al Parlamento Europeo.
Los sistemas parlamentarios, por el contrario, suelen ser más rígidos, estableciendo en la Constitución unos requisitos mínimos sobre la representación de cada circunscripción y los números totales para la Cámara Baja, así como unas nociones básicas sobre el sistema de reparto. En el sistema español, por ejemplo, el art. 68 de la Constitución recoge: la horquilla de escaños en la que se debe mover el número total del Congreso de los Diputados; que la circunscripción electoral es la provincia, y cómo se distribuyen los escaños inicialmente por provincia, así como el establecimiento de un reparto proporcional de los escaños según la población. Por lo que, en caso de querer modificar la ley electoral sin emprender una reforma constitucional, habrá que proponer siempre un sistema que respete estos elementos (art. 68 CE).
En EE. UU., la mayoría de los estados norteamericanos utiliza un sistema uninominal mayoritario para elegir a los representantes del Congreso, este sistema también es conocido como first-past-the-post o sistema de pluralidad (plurality system), donde el primer candidato/partido en obtener la mayoría de los votos obtiene el escaño. Este sistema también es utilizado en las elecciones parlamentarias del Reino Unido, aunque la mayoría de los sistemas parlamentarios utilizan un sistema proporcional, en vez de plural, para elegir a sus representantes. La ventaja que tiene un sistema de pluralidad como el americano es que resulta más sencillo de comprender para los votantes, al producir ganadores absolutos. Mientras que lo bueno de los sistemas proporcionales es que desprecian menos votos que los sistemas plurales, facilitando que un mayor número de opciones políticas pueda acceder a representación. No está previsto que EE. UU. cambie a un sistema proporcional, sin embargo, Duverger pronosticó que, en el hipotético caso de que llegara a producirse ese cambio, daría lugar a una completa renovación del sistema político americano (1984: 36), sin necesidad de incurrir en cambios constitucionales.
En la Carta de Derechos Fundamentales (Bill of Rights) de los EE. UU. se trató de regular el método de prorrateo de escaños. Así, el texto que se aprobó en el Congreso en 1789 contenía una enmienda que, finalmente, no fue ratificada, donde regulaba cómo debería ser la distribución de escaños a medida que crecía la población (Corres-Illera, 2016: 46-52). Si se hubiera adoptado ese sistema de prorrateo, la Cámara de Representantes habría crecido hasta unos números desorbitados, multiplicando por 15 los números del Congreso actual (Ibid.: 53), con la rigidez que implica que la regulación provenga de la Constitución.
2. EL TIPO DE ESTRUCTURA DE LA JEFATURA DEL GOBIERNO: PRIMUS SOLUS
Hoy en día existen diferentes modelos entre las formas de parlamentarismo y presidencialismo. Generalmente, el tipo de estructura de la Jefatura del Gobierno en un sistema parlamentario es el de primus inter pares, donde un diputado es investido presidente del Gobierno o primer ministro por el jefe del Estado.
La característica más singular del presidencialismo estadounidense es la combinación en una única persona de la Jefatura de Estado y la Jefatura de Gobierno, o lo que se conoce como fórmula primus solus (Sartori, 1997: 102). Este diseño es fruto del contexto histórico de redacción de la Constitución estadounidense, ya que, durante las discusiones de la Convención de Filadelfia, no existían otros modelos en los que fijarse. En la Convención Constitucional se propuso un modelo parlamentario para la elección del presidente en diversas ocasiones, cuestión a la que se le presta poca atención en la literatura (Dahl, 2003: 66-70). Sin embargo, uno de los problemas que existía con este modelo era la cuestión de que el Monarca (jefe de Estado) es quien se encarga de revestir de legitimidad los actos del Parlamento al sancionar de manera ceremonial las leyes aprobadas por el Legislativo (Ibid.: 71). En aquel entonces, si había una cosa que los Padres Fundadores tenían clara a la hora de redactar la Constitución, era que no querían otro Rey, aunque este tuviera poderes limitados.
Finalmente, los legisladores constituyentes decidieron fusionar las funciones de jefe de Estado y jefe de Gobierno en la persona del presidente de los EE. UU., concediéndole de manera única e inusual (Dahl, 2003: 72) grandes poderes mediante la ambigua redacción del artículo II de la Constitución, que otorga al presidente la posesión de unas “prerrogativas casi reales” (Tocqueville, 2009/1835: 190).
3. DEMOCRACIA Y SEPARACIÓN DE PODERES: LAS ELECCIONES COMO MECANISMO DE INDEPENDENCIA DE LAS INSTITUCIONES
En un sistema parlamentario, a través de las elecciones generales, los ciudadanos eligen de forma directa a sus representantes en el Parlamento y de manera indirecta al jefe del Ejecutivo. Una vez que termina el mandato del Gobierno, bien porque se agota la legislatura, o por convocatoria anticipada de elecciones, el jefe del Estado está facultado para disolver las Cámaras y convocar nuevas elecciones generales. En España, por ejemplo, al ser una monarquía parlamentaria, esta función corresponde al Monarca (art. 62 CE), mientras que en Francia, al tratarse de un sistema semipresidencialista, es el presidente de la República quien disuelve la Asamblea Nacional (art. 12 Const. francesa).
La Constitución estadounidense recoge que las elecciones al Congreso y a la Presidencia son completamente independientes entre sí, evitando, además, la capacidad que pudiera tener uno de los poderes del Estado de nombrar o disolver al otro, sobre todo teniendo en cuenta que el presidente norteamericano es jefe del Estado y jefe del Ejecutivo. De esta manera se establecen las elecciones como mecanismo de independencia de las instituciones (Corres-Illera, 2015: 43), a la vez que se consigue la efectiva separación de poderes de la que hablaba Montesquieu, y que tanto inspiró a los Padres Fundadores (Guardia Herrero, 2016: 27 y 35), siendo esta la característica que mejor define al presidencialismo estadounidense (Sartori, 1997: 86).
En un minucioso análisis jurídico entre los artículos primero y segundo de la Constitución, encontramos que el país llevará a cabo elecciones generales cada dos años (U.S. Const., art. I, sec. 2; 2 U.S.C. 7), celebrándose el mismo día en todo el territorio nacional (U.S. Const., art. II, sec.1, cl. 4). Gracias a la Ley del Cómputo Electoral de 1887 –con sus posteriores actualizaciones– (Electoral Count Act) (U.S. Const., art. II, sec.1, cl.4; 2 U.S.C. 7), se obtiene una detallada cronología de las elecciones al Congreso y a la Presidencia (Ross, 2004: 3), que presenta pequeñas variaciones para acomodar los distintos mandatos de cada institución. Así, las elecciones en EE. UU. tienen lugar “todos los años pares” (U.S. Const., art. I, sec. 2; 2 U.S.C. 7), “el martes después del primer lunes de noviembre” (2 U.S.C. 7), para eliminar el día 1 de noviembre de las posibles fechas electorales, dado que en esa época la sociedad americana era mayoritariamente cristiana y el día 1 es la festividad de Todos los Santos (Edwards, 2019: 19). Por lo que, cada dos años, habrá elecciones para ambas Cámaras del Legislativo, y cada cuatro coinciden, además, con las presidenciales, que se celebran entre los días 2 y 8 de noviembre, dependiendo del día de la semana en que dé comienzo el mes.
La única forma de alterar los ciclos electorales o los mandatos de estas instituciones sería mediante una reforma constitucional, que solo ha tenido lugar con la entrada en vigor en 1951 de la enmienda XXII, que limita los mandatos presidenciales a dos consecutivos. Han existido propuestas para imponer un límite de mandatos a los miembros del Congreso, las últimas, procedentes del Partido Republicano, durante la presidencia de Bill Clinton, pero, como la regulación de esta materia depende de que los propios miembros del Congreso den su consentimiento para la reforma, aún no se ha conseguido. Son los propios congresistas y senadores quienes, si sospechan que no van a revalidar su escaño, no se presentan a la reelección (Dodd y Oppenheimer, 2021: 61).
Un proceso de impeachment o juicio político contra el presidente tampoco supondría una justificación para un adelanto electoral. En caso de que el Congreso le encontrara culpable, este sería destituido del cargo a nivel individual, y se pondrían en funcionamiento los mecanismos de sustitución de la enmienda XXV, habilitando, en primer lugar, al vicepresidente para asumir las funciones de la Presidencia. A diferencia de lo que ocurre en los sistemas parlamentarios, que, al presentarse una moción de censura, proceso que va dirigido contra el colectivo del Gobierno, este, en caso de perder la moción, será sustituido por la alternativa que la interpuso.
3.1. Consecuencias de las elecciones separadas
Una de las consecuencias de la separación de poderes es que brinda al ciudadano una mayor oportunidad de elección, pudiendo votar a partidos diferentes para el Congreso y el Gobierno.
La posibilidad de un Legislativo de diferente color al del Ejecutivo es impensable en un sistema parlamentario por su propia naturaleza, por eso suele llamar mucho la atención que en EE. UU. el presidente y el Congreso sean, cuando así sucede, de partidos diferentes, a pesar de que los estadounidenses lo consideren una situación normal, e incluso habitual desde la segunda mitad del siglo XX. Estos casos provocan que el Capitolio y la Casa Blanca tengan que negociar y llegar a consensos más frecuentemente, lo que, en ocasiones, puede desencadenar en dificultades para aprobar leyes, dado que las dos Cámaras del Congreso disponen de iniciativa legislativa y cualquiera puede bloquear las iniciativas de su homóloga por razones puramente partidistas.
Debido al clima de polarización actual, es más fácil contar con las acciones y poderes unilaterales de estas instituciones. En el Senado, el reglamento interno de la Cámara permite hacer uso de técnicas como filibustering o cloture para bloquear o invocar, respectivamente, la votación de una iniciativa legislativa. Mientras que en la Cámara de Representantes es el presidente de esta (speaker) quien tiene la potestad de decidir cuándo se convoca la votación sobre un determinado proyecto de ley, pudiendo dificultar el entendimiento con el resto de instituciones. Además, hay que tener en cuenta el papel que puede jugar el presidente, ya que debe sancionar las leyes para su entrada en vigor, pudiendo también rechazarlas por acción, a través del veto presidencial, o por omisión, a través del conocido como veto de bolsillo (pocket veto). A su vez, el Congreso está facultado para poder levantar un veto presidencial con mayoría de dos tercios en ambas Cámaras. Sin embargo el quid del veto de bolsillo consiste en que la decisión juega con los plazos que tiene el presidente para la firma o veto de las leyes, así como con los recesos del Congreso. Si estos coinciden en el tiempo, el veto no podrá ser disputado por el Legislativo, y no habrá necesitado de acción en positivo por parte del presidente.
En definitiva, si las mayorías del Congreso no coinciden con el partido que gobierna, se puede predecir que, hasta las siguientes elecciones, el presidente hará uso de órdenes ejecutivas y vetos para sacar adelante su agenda política. Si un partido cuenta con mayoría en ambas Cámaras, y es opuesto al de la Casa Blanca, redactará leyes para tratar de contrarrestar las acciones presidenciales, sabiendo que si el presidente hace mucho uso de su poder de veto acabará suponiéndole un coste político. El procedimiento resulta menos contencioso si un partido ha obtenido la mayoría en una de las Cámaras y en la Presidencia, al formarse una alianza entre ambos para llevar a cabo las políticas públicas de su programa electoral.
4. EL MÉTODO DE ELECCIÓN DEL PODER EJECUTIVO
Los Padres Fundadores eran extremadamente críticos con la democracia directa. Es por esto que, a pesar de que hoy en día asociamos la palabra democracia con EE. UU., dicho vocablo no aparece ni una sola vez en la Constitución estadounidense, puesto que los legisladores constituyentes consideraban que tenía unas connotaciones peyorativas. Veían este sistema como la personificación del mal gobierno y la tiranía, pero, sobre todo, temían que las deficiencias que habían acabado con la Grecia clásica destruyeran la nueva sociedad que intentaban implantar en el continente americano. Se le presta poca atención al hecho de que durante toda la Convención Constitucional se mantuvo sobre la mesa la propuesta de votación directa para la elección del presidente, así como una propuesta de sistema parlamentario, siendo ambas opciones desplazadas por el sistema presidencial actual en el último momento (Dahl, 2003: 74-76). El método de elección a través del electoral college quedó plasmado en el art. II con minucioso detalle, y explicado por El Federalista, donde Alexander Hamilton concluyó: “[…] no dudaría en afirmar que la manera establecida para ello, si no perfecta, es cuanto menos excelente” (U.S. Const., art. II; Hamilton, 2015/1788b: 493).
La respuesta a este diseño explica que, en realidad, pretendían evitar dejar en manos del pueblo la elección del presidente, considerando más apropiado encomendarla a un grupo selecto de hombres ilustrados y buenos ciudadanos que supieran cómo juzgar lo que mejor convenía a la nación (Dahl, 2003: 76); según su interpretación, hombres blancos y con títulos de propiedad, que serían el reflejo de su imagen y semejanza. Sin embargo, lo que desconocían a finales del siglo XVIII era que todos los defectos que pretendían evitar con el sistema de elección indirecta darían lugar, con el paso del tiempo, a una interpretación lo más democrática posible del sistema de elección presidencial.
El nombre de electoral college –traducido habitualmente como “colegio electoral”– no aparece en la Constitución. Cobró popularidad como término de designación coloquial desde comienzos de 1800, aunque no fue oficialmente reconocido por la legislación hasta 1845. Actualmente forma parte del Código Legislativo de los Estados Unidos (U.S. Code) como “colegio de electores” (college of electors) (3 U.S. Code, § 4). Según el art. II de la Constitución de los Estados Unidos: “Cada estado designará, en la forma que prescribiere su Asamblea Legislativa, un número de compromisarios igual al número total de Senadores y Representantes que le corresponda en el Congreso” (U.S. Const., art. II).
El lenguaje ambiguo de la Constitución, “en la forma que prescribiere su Asamblea Legislativa”, transfiere explícitamente la competencia para designar a los compromisarios del electoral college discrecionalmente a las asambleas legislativas de los estados, según el método que estas elijan. Por esta razón, desde que se celebraron las primeras elecciones presidenciales en 1789, no ha existido un método homogéneo para la selección de compromisarios que sea aplicable a escala nacional.
Lo mismo ocurre con las elecciones al Parlamento Europeo, donde cada Estado miembro tiene delegada la facultad de escoger el método por el cual llevará a cabo la selección de eurodiputados. Lo que significa que estos tienen discrecionalidad para elegir el umbral de edad para votar, el día o días en los que se celebrará la elección, si el voto es o no obligatorio, el sistema electoral que aplicarán, etc. Todo ello, teniendo en cuenta que la única directriz que marca la Unión Europea es que la circunscripción será el Estado miembro.
Por esta razón, la elección presidencial en EE. UU. tiene lugar en contra del principio una persona, un voto, tantas veces citado en la jurisprudencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos para resolver contiendas electorales (Baker v. Carr, 1962; Reynold v. Sims, 1964; Department of Commerce v. Montana, 1992), ya que no cuentan lo mismo los votos de la circunscripción de Wyoming que los de California, puesto que lo importante es hacerse con la mayoría de los votos electorales del estado, independientemente del margen de votos por el que se obtenga la victoria. Por ello, según los números actuales, el presidente de los EE. UU. debe reunir 270 votos electorales para llegar a la Casa Blanca.
Cada vez más estados han adoptado la fórmula de elección por votación popular para la selección de sus compromisarios. Hoy en día, todos los estados usan el sistema del winner-take-all, donde el ganador de la elección popular consigue todos los votos electorales del estado, a excepción de Maine y Nebraska, que siguen un sistema de distritos.
Transcurridos 34 días de la elección de noviembre, “el lunes después del primer miércoles de diciembre” (Edwards, 2019: 18), los compromisarios emiten sus votos para la Presidencia. Esta elección, ahora televisada, históricamente se hacía en cada estado evitando que los compromisarios pudieran influir los unos en los otros[1]. Solo en caso de que exista una disputa de votos, como ocurrió en las elecciones del año 2000 (Foley, 2016: 286-300), es bueno contar con esos días entre noviembre y diciembre para poder dilucidar las controversias. Sin embargo, teniendo en cuenta que vivimos en la era de la inmediatez, en la mayoría de los casos, al no haber incidencias, el período de traspaso de poderes resulta extremadamente largo.
Pueden darse casos de compromisarios “ ‘desleales’ a la voluntad popular mayoritaria del estado” (Casado Rodríguez, 2016: 69), conocidos como faithless electors. Se trata de casos excepcionales a lo largo de la historia, que nunca han llegado a influir en el resultado final. Las razones que pueden llevar a la deslealtad de los compromisarios pueden deberse a la emisión de un voto de protesta, para poner de manifiesto algún tipo de política o petición (issue), como ocurrió en las elecciones del año 2000, cuando un compromisario del distrito de Columbia (Washington DC) se abstuvo para dar visibilidad a la petición de que se integre a Washington DC con voz y voto en el Congreso. También puede deberse a errores, como en 2004, cuando un elector votó para presidente a un candidato que se presentaba a vicepresidente. O, simplemente, al no existir ningún mecanismo de castigo para los votos díscolos, en ocasiones, los compromisarios, intencionadamente, votan a otros candidatos, como ocurrió en las elecciones de 2016, al haber ganado Donald Trump por 306 votos electorales frente a los 232 de Hilary Clinton. Los compromisarios eran conscientes de que un voto arriba o abajo no afectaba al hecho de que Trump llegara a la Casa Blanca. Así, siete electores en total (dos de Trump y cinco de Clinton), el número más alto de la historia, rompieron el mandato del escrutinio popular de sus estados votando a otros candidatos (Schmidt y Andrews, 2016).
El recuento oficial de votos tiene lugar otro mes más tarde, el día 6 de enero, en sesión conjunta de las Cámaras, donde se produce la proclamación oficial del ganador de las elecciones, que deberá esperar hasta el 20 de enero para tomar posesión del cargo. Los asaltantes del Capitolio eligieron el día 6 de enero para llevar a cabo su ataque, tratando de evitar que Biden fuera oficialmente proclamado presidente (Capitol riots, 2021).
Se entiende que, cuando se ideó el sistema, había que dotar a los votantes de suficiente tiempo para trasladarse al colegio electoral a emitir sus votos, estimando que podían llegar a tardar un día completo en desplazarse. En la actualidad, si de los comicios de noviembre resulta un claro ganador, el resto de los pasos quedan en una mera formalidad.
La promulgación en 1932 de la enmienda XX sentó un interesante precedente, adelantando tres meses la fecha de investidura, desde marzo hasta enero (Ritchie y JusticeLearning.org, 2006: 12). Dados los antecedentes de esta enmienda, sería factible una nueva (y necesaria) reforma que acortara el período de transición entre el Gobierno saliente y entrante al mismo año en que se celebran las elecciones.
4.1. Resultados electorales y estabilidad del sistema
Si un presidente llega a la Casa Blanca haciéndose con menos de la mitad del apoyo popular, gobernará hasta agotar su mandato, siendo frecuente que la oposición lo tilde de “presidente ilegítimo”.
Consecuentemente, el descontento con los resultados electorales ha dado lugar a episodios violentos que fragmentan a la sociedad norteamericana entre los que confían en la legitimidad de los resultados electorales y quienes piensan que ha habido algún tipo de fraude que ha impedido que su candidato ganara merecidamente.
Los casos ilustrados por la figura 1 muestran las elecciones con mayor competición de la historia, donde las victorias se han obtenido con los márgenes más escasos de todos los tiempos, dando lugar a acusaciones de mandato ilegítimo.
Las elecciones de 1960, 1968, 1976 y 1992 fueron singulares por la influencia que tuvieron los candidatos de terceros partidos en fragmentar el voto, haciendo que, finalmente, la victoria se obtuviera por unos límites muy ajustados (Boller, 2004: 390; Edwards, 2019: 88-97).
Destacan las elecciones de 1860 y 1960, dado que los controvertidos resultados llevaron a Lincoln y a JFK a la Casa Blanca con un 39,87 % y un 49,69 % de los votos populares, respectivamente, provocando que el descontento de sus detractores, sin duda, influyera en que ambos acabaran siendo víctimas de asesinato mientras ostentaban el cargo.
Recientemente, EE. UU. ha sufrido situaciones que han supuesto desgaste y cuestionamiento de la solidez del sistema democrático americano a nivel internacional, como las vividas en los últimos años: el escándalo del hackeo en las elecciones de 2016, con la injerencia de Rusia en el proceso electoral (Torres-Soriano, 2017), o el cuestionamiento de los resultados electorales y las acusaciones de fraude vertidas por Trump y sus abogados tras los resultados de las elecciones de 2020 (International IDEA, 2021a: 15; US judge reprimands Trump election fraud lawyers, 2021), que desembocaron en uno de los ataques contra el Gobierno americano más violentos de la historia: el asalto al Capitolio. Hay que señalar que estas últimas elecciones no se ganaron con un margen tan escaso como para ser recogido en la figura 1, al ganar Biden con un 51,31 % de los votos populares (Wolley y Peters, 2021). Sin embargo, al ser esto puesto en cuestión por el propio perdedor de las elecciones, han supuesto un hito histórico, en que, por primera vez desde 1800, un candidato a la Presidencia no realizó un discurso donde admitía la victoria de su oponente.
Estos resultados demuestran que debería abrirse una profunda reflexión sobre las reformas necesarias que habrían de acometerse respecto al método de elección presidencial en EE. UU.
4.1.1. Relación entre el método de elección del Ejecutivo y la estabilidad del sistema
Como vimos en la figura 1, el colegio de electores amplía hasta una media del 61 % la escasa mayoría de votos populares obtenidos, aportando, así, un halo de legitimidad y solidez a la Presidencia.
La figura 2 ilustra cómo, en el caso de que los candidatos hayan obtenido alrededor de un 60 % de votos populares, el electoral college amplía esa mayoría hasta un 90 %, aproximadamente, dando la impresión de que los comicios han dado lugar a un ganador indiscutible elegido por prácticamente todos los votantes estadounidenses.
En la historia americana ha habido veces en que el electoral college ha contradicho el resultado del voto popular, lo que se conoce como “inversiones electorales” (Miller, 2012), ilustrado por la figura 3, donde podemos contabilizar cinco ocasiones, que representan apenas un 8,5 %, de las 59 elecciones presidenciales de la historia norteamericana, donde los presidentes llegaron a la Casa Blanca perdiendo el voto popular, pero ganando en votos electorales.
Por tanto, se puede concluir que, al convertir el colegio electoral los resultados de la inversión en una mayoría que puede oscilar entre el 50 y el 60 %[2] del voto electoral, como muestran los resultados de la figura 3, da una apariencia de mayoría consolidada y contribuye a solidificar la victoria presidencial.
En cualquiera de los escenarios, el colegio de electores ha sido capaz a lo largo de la historia de consolidar la posición de los presidentes electos produciendo mayorías estables.
4.2. La influencia del Congreso en la elección del presidente
La importancia de este procedimiento tan peculiar es la influencia que puede llegar a tener el Congreso en la elección presidencial. El electoral college se diseñó como una institución independiente y libre de las influencias del Congreso, inhabilitando, así, a quienes estén ocupando el escaño para ser miembros del colegio electoral. Ahora bien, los números correspondientes a cada estado en el Congreso afectan directamente a la composición de compromisarios (U.S. Const., art. I, sec. 3, cl.1), como refleja la figura 4. Aquí podemos observar que, para obtener la composición del electoral college actual, hay que sumar la representación territorial de todos los estados, equivalente a 100 senadores, más la representación proporcional correspondiente a los 435 escaños de la Cámara de Representantes, a los que hay que añadir 3 electores concedidos por la enmienda XXIII en 1961 al distrito de Columbia, que vienen a dar lugar a los 538 votos electorales totales, de los cuales se necesitan 270 para convertirse en presidente.
Muchos políticos de primer nivel se han involucrado en la elaboración de leyes electorales, puesto que, como se observa en la figura 4, dependiendo de qué método de prorrateo se aplique, es posible ganar o perder un escaño por estado, pudiendo, potencialmente, acabar decantando la elección presidencial. Un ejemplo actual se ve con los dos últimos presidentes estadounidenses, que han emitido órdenes ejecutivas para modificar el censo decenal.
Siguiendo las directrices constitucionales, a partir de 1790 se empezó a censar cada diez años, adquiriendo el censo el nombre del año en que se elabora, y entrando en vigor al año siguiente. Actualmente, y hasta 2031, todas las elecciones se llevarán a cabo con el reparto poblacional arrojado por los datos del censo de 2020, que ha entrado en vigor en 2021. Este censo fue modificado por el presidente Trump mediante orden ejecutiva o executive order (E. O.) (E. O. 13880, 2019), impidiendo que los inmigrantes ilegales que residían en el país pudieran ser censados. Salta a la vista cómo California y Nueva York, estados tradicionalmente “azules”, feudos del partido demócrata, pierden un escaño cada uno con los resultados de este censo, mientras que Texas, considerado un estado tradicionalmente conservador o “rojo”, gana dos escaños (U.S. Census Bureau, 2021). A pesar de que el presidente Biden haya revocado la modificación de Trump a través de otra orden ejecutiva (E. O. 13986, 2021), sus efectos seguirán en vigor hasta la realización del nuevo censo, en 2030.
A fin de comprender mejor la influencia que tiene el reparto de asientos en la Cámara Baja para la elección presidencial, vamos a repasar unas nociones básicas sobre cómo se reparten proporcionalmente los escaños en EE. UU. Para determinar cuántos de esos 435 asientos le corresponden a cada estado, cuyo número puede variar desde los estados que cuentan con un único escaño, o “escaño constitucional” (Illera, 2020: 172), como Alaska, las Dakotas, Delaware, Vermont o Wyoming, hasta los 38, como en el caso de Texas, o los 52, como en el caso de California[3], se toma la población total de EE. UU. (331 108 434 habitantes), que previamente viene determinada por el censo decenal, y se divide entre el número total de escaños de la Cámara, obteniéndose, así, la ratio de representación total del país (761 169), que es la proporción de a cuántas personas representa cada escaño.
Una vez tenemos la ratio de representación de EE. UU., se utiliza para dividir la población del estado (39 576 757 habitantes para California, por ejemplo) entre la ratio de representación nacional, para obtener la cuota de representación de ese estado (51,99), que siempre es un número decimal, y, como los diputados no pueden ocupar escaños decimales, hay que utilizar técnicas de redondeo para transformar las cuotas de representación en números enteros lo más fieles posible a la realidad. Delegar en la legislación ordinaria el método de prorrateo de escaños ha permitido reformar y parchear las leyes y métodos electorales a lo largo de la historia, dando lugar a cuatro sistemas de prorrateo distintos. Según el método de prorrateo utilizado, podríamos obtener para la cuota de representación de California los siguientes resultados: 50, 51, 52 o 54 escaños[4]. Esta cuestión resulta de gran importancia, sobre todo cuando donde se ganan o pierden escaños es en estados considerados como “sólidamente republicanos”, como Texas, o “sólidamente demócratas”, como California.
4.2.1. El plan de contingencia de las elecciones presidenciales
Cuando ningún candidato ha obtenido la mayoría absoluta en el electoral college (plan A), o en caso de empate (Miller, 2012), se ponen en marcha los mecanismos para el plan B o plan de contingencia, donde la elección del presidente, finalmente, será decidida por los representantes de la Cámara Baja (Tocqueville, 2009/1835: 200).
El plan B es la ocasión más cercana que tiene el sistema presidencialista estadounidense de asimilarse a un sistema parlamentario, aunque en ningún caso los candidatos a la Presidencia son primus inter pares. Este método reduce la voz individual de los 435 miembros de la Cámara Baja a 50, ya que únicamente se puede emitir un voto por estado (Edwards, 2019: 78). Los diputados solo pueden elegir entre los tres candidatos con más votos electorales, hasta que uno de ellos consiga la mayoría (Tocqueville, 2009/1835: 200-201).
La enmienda XII recoge el concepto jurídico indeterminado de la “inmediatez” con la que la Cámara de Representantes deberá escoger al presidente (U.S. Const., enmienda XII), pudiendo dar lugar a dos interpretaciones: la primera hace referencia a que la elección correrá a cargo de la Cámara saliente, por lo que los diputados tendrían hasta el 6 de enero para decidir, ya que en esta fecha toman posesión los nuevos congresistas y senadores; la segunda interpretación entiende que la elección corre a cargo de la Cámara entrante, por lo que sus miembros solo cuentan con dos semanas –desde el día 6 hasta el día 20 de enero– para tomar la decisión. Esta interpretación cobra relevancia en la actualidad porque en las dos ocasiones en las que se hizo uso del plan de contingencia (Roseboom y Eckes, 1979: 26) fue la Cámara saliente la que escogió al presidente, dado que la nueva no tomaría posesión hasta marzo del año siguiente (Edwards, 2019: 78). Desde la promulgación en 1933 de la enmienda XX, que adelantaba la fecha de investidura a enero, no ha vuelto a haber elecciones que hayan requerido el uso del plan de contingencia, por lo que, de darse en este momento, cobraría relevancia, al poder ser considerado más expeditivo el segundo método.
Aunque esta situación es posible, y por ello está recogida en la Constitución norteamericana, es muy poco probable, como demuestra la historia, ya que únicamente ha hecho falta hacer uso de este mecanismo en dos ocasiones[5]: las elecciones de 1800 y las de 1824 (Boller, 2004: 406; Tocqueville, 2009/1835: 201). De tener que utilizar el plan de contingencia en la actualidad, surgirían otros dos problemas: el primero de ellos es la equiparación de estados grandes y pequeños, por lo que se despreciarían miles y miles de votos populares, dando lugar, consecuentemente, a mayor desafección y desconfianza en el sistema electoral; el segundo resulta de la pérdida de voto de Washington DC, ya que no es un estado. Este vacío legal debería cubrirse a la mayor brevedad posible, o solucionarse con la plena incorporación de Washington DC como estado. En ambos casos se necesitaría enmendar la Constitución.
III. EVOLUCIÓN DEL EXCEPCIONALISMO AMERICANO
1. REFORMAS Y ENMIENDAS CONSTITUCIONALES
Hay que remarcar que los requisitos para una reforma constitucional en EE. UU. son tan difíciles como en un sistema parlamentario. La principal virtud con la que cuenta la Constitución americana es que, al tratarse de un texto más corto y conciso –con tan solo siete artículos–, ha permitido mucha flexibilidad para su reforma, sin necesidad de tener que trazar un nuevo documento, pudiendo, así, salvar deficiencias del marco jurídico-constitucional inicial con la incorporación de 27 enmiendas, haciendo que la Constitución estadounidense perviva hasta nuestros días.
Hay tres procedimientos de enmienda constitucional que se encuentran recogidos en el art. V, que permite la inclusión o modificación de cualquier parte de su articulado, a excepción del número de senadores. De los tres, el primer procedimiento y el segundo consisten en la aprobación de un texto por mayoría de dos tercios en ambas Cámaras del Congreso, que, posteriormente, será sometido a ratificación estatal, otorgada, bien por las asambleas legislativas de los estados (primer método), bien por convenciones estatales (segundo método). En ambos casos la propuesta de enmienda deberá obtener la aprobación en tres cuartas partes de los estados. El método primero u ordinario ha sido el utilizado para la mayoría de las enmiendas constitucionales, a excepción de la enmienda XXI, que se tramitó por el segundo procedimiento. Existe un tercer procedimiento recogido en el texto constitucional donde se convocaría una convención nacional que, a propuesta de dos tercios de los estados, aprobaría un texto de reforma constitucional, para ser sometido a ratificación por cualquiera de las vías descritas anteriormente. Este último método no ha llegado a utilizarse debido a que la última vez que se convocó una convención constitucional fue en 1787, en Filadelfia, donde el objetivo era reformar los artículos de la Confederación, y los delegados acabaron confeccionando un texto constitucional completamente nuevo, correspondiente a la actual Constitución estadounidense.
Los textos de los sistemas parlamentarios europeos suelen ser más extensos, al recoger y regular con el máximo rango en el ordenamiento jurídico toda una serie de derechos fundamentales y deberes de los ciudadanos acordes con el correcto funcionamiento de las democracias modernas. La regulación de derechos fundamentales en la Constitución estadounidense corre a cargo de las diez primeras enmiendas, o Carta de Derechos Fundamentales. Por esta razón, el artículo V guarda silencio sobre la especial protección de la reforma de estos derechos, al no encontrarse recogidos en el texto inicial.
La revisión judicial (judicial review) juega un papel crucial en el sistema de interpretación constitucional, evitando, en ocasiones, la redacción de una enmienda. Es importante señalar que esta competencia no nace de la propia Constitución, sino de la sentencia Marbury v. Madison (1803), donde el Tribunal Supremo se autoerige como único y exclusivo intérprete de la Constitución norteamericana. Esta modificación informal de la Constitución es la más utilizada, al permitir revisar la constitucionalidad de las leyes a lo largo del tiempo (Corres-Illera, 2015: 115).
2. EVOLUCIÓN DE LA DEMOCRACIA: EL DERECHO DE SUFRAGIO
La democracia americana ha evolucionado mucho desde el restringido diseño de los Padres Fundadores hasta la práctica de nuestros días. Los legisladores constituyentes solo incluyeron los requisitos de sufragio pasivo, entendiéndose que por vía del art. X se delegaba la regulación pormenorizada del sufragio activo a los estados (U.S. Const., art. X). Es importante conocer la evolución del derecho de sufragio activo, ilustrada por la figura 5, que, de nuevo, nos muestra el largo camino recorrido por EE. UU., así como sus tareas pendientes.
Para poder ejercer su derecho fundamental al sufragio activo, los ciudadanos norteamericanos deben inscribirse previamente en el censo de votantes. Este prerrequisito es una de las principales causas de la baja participación de los estadounidenses, al suponer un coste adicional para el votante, especialmente si lo comparamos con la mayoría de las democracias europeas, donde el registro de votantes se lleva a cabo de oficio por el Estado (International IDEA, 2021b).
En la figura 5 podemos observar que desde la aprobación de la Constitución en 1787 –con su posterior ratificación al año siguiente– transcurre casi un siglo hasta la promulgación de las conocidas como “Enmiendas de la Reforma” (enmiendas XIV y XV), donde se establece el derecho a sufragio sin discriminación por motivos raciales, a la vez que, por primera vez, el texto constitucional sitúa la palabra “varón” junto a “ciudadano”, dando a entender que hombres y mujeres no son iguales ante la ley (Ginsburg 1974:12). Esta redacción va a traer consecuencias para las mujeres a largo plazo, ya que hasta 1920 no se incluirá una enmienda que hable sobre la prohibición de discriminación por razones de sexo en el derecho de sufragio. Hasta 1972 el Congreso no aprobó un texto de enmienda constitucional que recogiera el estatus igualitario entre el hombre y la mujer. Esta, conocida como Enmienda por la Igualdad de Derechos (Equal Rights Amendment –ERA–), debía ser ratificada por 38 estados antes de 1982 (Valdés, 2018), y hoy no forma parte de la carta magna, al quedarse a falta de la ratificación en tres estados para poder entrar en vigor.
La enmienda XXVII demuestra cómo un texto puede quedar en un limbo jurídico por no haber recibido la ratificación en el período establecido, y, sin embargo, ser resucitado e incorporado a la Constitución, años después (Corres-Illera, 2016: 53). Al conseguirse en 2020 el último estado necesario para la ratificación de la Enmienda por la Igualdad de Derechos, se mantiene la esperanza de que pueda correr la misma suerte que la actual última enmienda constitucional. Habrá que observar si durante los próximos años podemos ver recogida en la norma suprema estadounidense la igualdad ante la ley entre hombres y mujeres, ya que, durante la campaña electoral de 2020, Biden se comprometió a que, si salía elegido, lucharía por incorporarla en la Constitución (The Biden Agenda for Women, 2020).
En 1913 se consigue el sufragio universal masculino directo para el Senado, que hasta entonces había tenido lugar de manera indirecta a través de las asambleas legislativas de los estados. Este cambio hacia un modelo de elección directa podría considerarse el antecedente de la reforma necesaria del sistema de elección presidencial; desde que salieron a la luz sus primeros fallos, con las elecciones de 1800, el electoral college ha sido muy criticado por ser una institución “arcaica, antidemocrática, compleja, ambigua, indirecta y peligrosa”, como señalaba el informe redactado por el Colegio de Abogados de EE. UU. (American Bar Association) de 1967 (Peirce y Longley, 1981: 5; Ross, 2004: 1). A lo largo de la historia se han propuesto tres alternativas al sistema de elección indirecta y “al menos una vez cada cuatro años se propone la reforma para la derogación del electoral college” (Adkison y Elliott, 1997: 77-80), pero rara vez triunfa o se oye hablar de este tema. Sin embargo, teniendo en cuenta que durante las dos últimas elecciones consecutivas (2016 y 2020) el sistema del colegio electoral ha dejado insatisfecho al pueblo americano en general, no es descabellado pensar que ha llegado la hora de actualizarlo. Es interesante apuntar que las dos propuestas para reformar el electoral college que consiguieron llegar a la fase de ratificación fueron incorporadas como enmiendas XII y XXIII. Lo que nos lleva a concluir que, si una propuesta para reformar el método de elección presidencial consigue la aprobación del Legislativo, lo más probable es que sea ratificada por los estados. Debido a la intensa polarización que sufre el país en estos momentos, lo más probable es que no se plantee, puesto que una reforma de esta envergadura requeriría de un gran consenso bipartidista. Cambiar el sistema de elección presidencial a un modelo de elección directa no afectaría a las características del presidencialismo americano (Sartori, 1997: 83).
Durante los años sesenta y setenta, derivadas de los movimientos por los derechos civiles y anti-Vietnam, se aprobaron las enmiendas XXIV y XXVI, por las que se reduce la edad para participar en la fiesta de la democracia de 21 a 18 años, y se eliminaba el requisito de estar libre de deudas con Hacienda para poder ejercer el derecho de voto, acabando por el momento, con un período de lucha por la ampliación de derechos políticos que ha durado un siglo, y al que aún le queda camino por recorrer.
3. PARTIDOS POLÍTICOS ESTADOUNIDENSES Y LA POLARIZACIÓN ACTUAL
De la misma manera que los legisladores constituyentes eran recelosos de la democracia, también desconfiaban de los partidos políticos, ya que los consideraban los destructores de la armonía social y, en última instancia, los culpables de desbaratar los sistemas democráticos (Madison 2005/1787; Washington, 2008/1796). Inicialmente, EE. UU. se funda sin partidos políticos, pero ya para las elecciones al Congreso de 1792 los intereses divergentes de las facciones se transformaron en partidos, que han ido evolucionando hasta convertirse en el Partido Demócrata y el Partido Republicano.
Hasta hace poco estos grandes partidos eran partidos atrápalo-todo (“catch all” parties) que se situaban muy cerca del centro político, discrepando solo en alguna política o cuestión, siendo capaces de reducir la polarización intrabloques al incorporar propuestas de los partidos más extremistas en sus programas, y, de esa manera, mantenerse como partidos hegemónicos, eliminando la competencia. Según la ley de Duverger, el sistema estadounidense favorece la perpetuación del bipartidismo (Dahl, 2003: 48; Duverger, 1984: 35), dado que el sistema electoral produce vencedores indiscutibles. Lo único que hace la disputa intrabloques es fraccionar el voto y garantizar la victoria del contrario. Por esto, tanto a políticos como a votantes les interesa tener menos competición dentro del mismo bloque, para que su opción política pueda tener mayores posibilidades de hacerse con la victoria. No obstante, no significa que en EE. UU. existan únicamente dos partidos políticos, lo que ocurre es que, como los que obtienen la mayoría de la representación son los dos grandes, los partidos minoritarios apenas captan la atención mediática.
En los sistemas parlamentarios, se mantiene un enfoque desde arriba hacia abajo (top-down approach), siendo la cúpula de los partidos la encargada de elaborar las listas con los candidatos que han de presentarse al Parlamento. En España, por ejemplo, contamos con un sistema de listas cerradas y bloqueadas para el Congreso de los Diputados donde los partidos diseñan la composición y el orden de sus listas electorales, teniendo en cuenta las estimaciones de escaños que pueden obtener en las próximas elecciones, basadas en el sistema D’Hondt.
En EE. UU. los escaños se eligen de manera uninominal por distritos con listas abiertas, lo que permite un enfoque desde abajo hacia arriba (bottom-up approach), donde se produce una mayor identificación con el carisma del candidato que con las siglas de un partido, ya que son los candidatos quienes deciden individualmente si se presentan o no a las elecciones, siendo ellos quienes “se la juegan” (Dodd y Oppenheimer, 2021: 79). En caso de que un candidato decida presentarse a un proceso electoral en EE. UU., deberá, primero, ganar unas primarias, de las que obtendrá el apoyo de un partido, y, después, ganar la elección general para obtener el escaño. Por lo que, una vez elegidos, los congresistas suelen mantenerse muy fieles a su electorado, incluso por encima de la disciplina de partido, ya que de sus seguidores, votantes y donantes en las campañas depende que vuelvan a ocupar su escaño. Además, los partidos tienen pocas herramientas a su disposición a la hora de sancionar a aquellos que no respeten la disciplina de partido (English, 2003: 19 y 100). Es por esto que el transfuguismo en EE. UU. no está tan mal visto como en los sistemas parlamentarios. Un ejemplo de ello es el de Bernie Sanders, quien durante la mayor parte de su carrera ha sido senador independiente por el estado de Vermont, sin embargo, en 2015 se afilió al Partido Demócrata para poder presentarse como candidato a la presidencia en 2016 por uno de los grandes partidos. Al no conseguir su objetivo, en 2018 volvió a obtener su escaño como senador independiente (About Bernie, 2020).
3.1. Los efectos y consecuencias de la polarización
La gran polarización que se vive en la actualidad está cambiando las preferencias de los votantes americanos, que cada vez más se identifican con los partidos políticos afines a su ideología y tienden a escuchar y elegir únicamente las propuestas de los candidatos que se alinean con su forma de pensar (Ellis y Ura, 2021: 84), perdiéndose ese “excepcionalismo” donde los votantes podían ver más allá de las siglas que llevara el candidato (Dodd y Oppenheimer, 2021: 84). Este fenómeno de polarización no es exclusivo de los EE. UU., sino que todos los países están viendo un auge de partidos populistas, los cuales cuentan con un electorado más activo y movilizado, con mayores probabilidades de ir a votar (Abramowitz y Saunders, 2008).
Es cierto que el clima político es el más tenso que se ha vivido en esta época, donde los candidatos prestan menos atención a las preferencias económicas de los votantes (Ellis y Ura, 2021: 86), pudiéndose permitir hacer propuestas más populistas, ideológicas e irrealizables, en vez de perseguir una agenda de políticas públicas que produzca una mayor prosperidad para el país (Ibid.: 88).
La brecha ideológica también está cambiando las tendencias intrabloques, donde, para tratar de suprimir a sus competidores, tanto demócratas como republicanos incorporan cada vez más propuestas que les obligan a desplazarse hacia sus respectivos extremos. En consecuencia, autores como Groenendyk et al. opinan que podría haber espacio en el codiciado centro político, donde existe mayor volatilidad, para que un candidato independiente ocupara el lugar dejado huérfano por el alejamiento de las posiciones tradicionales de los partidos hegemónicos (2020: 5).
Sartori afirma que el presidencialismo puede ser preferible al parlamentarismo, puesto que es un sistema más estable y menos propenso a la parálisis (1994), mientras que la ventaja del parlamentarismo frente al presidencialismo es que las crisis de gobierno no escalan a crisis de régimen (1997: 94).
Hemos visto anteriormente que con la polarización actual es bastante probable que resulte un Gobierno dividido y proclive al estancamiento. Además, el sistema americano está provisto de un mecanismo de manejo de crisis descrito en las enmiendas XII y XX, mediante el cual, en caso de que los resultados electorales no otorguen mayoría a ningún candidato, se recurrirá al plan B, y, en el peor de los escenarios, si para el día 20 de enero aún no se ha elegido al presidente, se habilita la investidura temporal del vicepresidente como jefe del Ejecutivo. Sin dejar en ningún momento un vacío de poder en el Ejecutivo, haciendo de este un mecanismo más eficaz para paliar una crisis de gobierno sin necesidad de que escale a crisis de régimen. Frente a los sistemas europeos, donde sus crisis de gobierno no tienen un tiempo de duración determinado, y podrían, como en el caso de Bélgica, durar más de cien días, de no llegarse a un acuerdo de gobierno, o necesitar una convocatoria anticipada de elecciones para resolverse, como acabó ocurriendo en España. Además, la polarización en los sistemas parlamentarios perpetúa la fragmentación del voto y que cada vez resulte más difícil formar Gobierno. Sin embargo, en ningún caso se enfrentan los sistemas parlamentarios a una posible crisis de régimen, como la que podría sufrir EE. UU. a causa del populismo. Precisamente, la polarización puede ser un factor clave en la desestabilización del presidencialismo, como ha ocurrido en los países que han tratado de imitar el modelo estadounidense en América Latina. En caso de que terceros partidos o candidatos produjeran una ruptura del bipartidismo, EE. UU. podría verse avocado a una crisis de régimen, dependiendo de lo profunda que sea la fractura. Es cierto que, según el plan A, es prácticamente imposible que un tercer candidato a la presidencia pudiera alcanzar un peso suficiente en votos electorales para considerarse con serias opciones de ganar las elecciones. No obstante, un tercer candidato con un alto número de votos populares podría colocarse en posición de decidir quién es el próximo presidente si ninguno alcanza los 270. Además, en caso de que tuviera que ponerse en marcha el plan B, un tercer candidato podría tener una influencia decisiva, no solo por el hecho de que sus votos podrían decantar la balanza, sino porque podría llegar a ser considerado como la opción de consenso. De todas formas, solo el hecho de tener que utilizar el plan de contingencia para resolver una elección actual podría desembocar en una posible crisis a consecuencia de los problemas de legitimidad y reconocimiento de los resultados, que deberían asumir los perdedores, teniendo en cuenta que los seis estados menos poblados[6] representan un 1,72 % de los votantes estadounidense, y supondrían un 14 % de los 50 votos del plan B. Lo que significa que tendrían más peso que el estado con más población, California, que representa a un 12 % de los votantes y tan solo supondría el 2 % de los votos en el plan B, a pesar de superar en más de siete veces la población conjunta de esos seis estados.
Esto daría lugar a un cuestionamiento sobre la legitimidad de los resultados, con el problema de que, dando lugar a una mayor desafección y desconfianza en el sistema electoral, a su vez, provocaría una mayor polarización. Por ello se insta a que se solucionen estos vacíos cuanto antes, ya que estos escenarios podrían llegar a contemplarse en un futuro no muy lejano en EE. UU. a causa de la polarización.
IV. CONCLUSIONES
El sistema presidencialista estadounidense cuenta con un largo recorrido histórico y ha supuesto un experimento único e irrepetible, al haberse tratado de reproducir sin éxito en otros lugares del mundo.
El excepcionalismo americano se basa, principalmente, en la separación de poderes, inscrita en la Constitución, y asegurada mediante elecciones separadas de las instituciones, hasta el extremo de que el presidente no puede disolver el Parlamento ni convocar elecciones anticipadas, como ocurre en un sistema parlamentario. Los votantes estadounidenses pueden elegir partidos diferentes para el Gobierno y el Congreso, lo que haría funcionar el sistema de manera estable, aunque no eficaz.
Una reforma de menor calado, aunque necesaria para los tiempos actuales, sería acortar el período de transición entre Gobiernos, que ya se redujo tres meses con la enmienda XX, para que esta vez pueda tener lugar dentro del mismo año en el que se celebran los comicios de noviembre. De igual manera, sería necesario incorporar la Enmienda por la Igualdad de Derechos, que cuenta con los precedentes de la enmienda XXVII, que se incorporó a la Constitución más de dos siglos después de que su texto fuera aprobado por el Congreso, así como la reforma aportada por la enmienda XIX respecto a la no discriminación por motivos de sexo.
Los legisladores constituyentes detallaron que, además de consistir la estructura del Poder Ejecutivo en la fusión del jefe del Estado y de Gobierno en la misma persona, su elección se llevaría a cabo a través del electoral college. A pesar de haberse demostrado cómo el colegio de electores es capaz de dar estabilidad al sistema, ampliando los resultados obtenidos por los votos populares, no es suficiente para considerar que se trata de un sistema “perfecto”, como afirmaba Alexander Hamilton (2015/1788b). Debiendo transitar, como ocurrió con la transformación del Senado a principios del siglo XX con la enmienda XVII, hacia un modelo de democracia directa. Esta no es la única reforma que debe realizarse para actualizar el sistema, ya que, en la situación de que ninguno de los candidatos obtenga los 270 votos, la influencia que tendría el Congreso en caso de utilizarse el plan de contingencia no reflejaría la realidad americana, al hacer que todos los estados tengan el mismo poder de decisión, además de dejar sin efecto la representación que concede la enmienda XXIII a Washington DC. Estas reformas deberían tratarse con especial interés debido a la amenaza que puede suponer la polarización, con la capacidad de poder avocar al sistema presidencialista a una crisis de régimen, y con esta, al excepcionalismo americano.
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[1] Estas votaciones podrían, en un futuro no muy lejano, llegar a realizarse de manera remota con voto telemático, ya que, bajo estas circunstancias, se estaría cumpliendo con el espíritu original diseñado por los Padres Fundadores de que los electores de diferentes estados no se reunieran físicamente en la misma sala.
[2] En las elecciones de 1824, los resultados del electoral college no llegaron al 50 % porque había más de dos candidatos en competición, y, finalmente, la decisión fue dirimida por la Cámara de Representantes.
[3] Datos basados en el censo de 2020 (U.S. Census Bureau, 2021).
[4] Los datos utilizados en este ejemplo corresponden al censo de 2020 (U.S. Census Bureau, 2021).
[5] No se incluyen las elecciones de 1876, donde la Cámara de Representantes designó una comisión especial para resolver los cuatro votos electorales en disputa, al no elegirse al presidente completamente por el procedimiento de contingencia.
[6] Wyoming, Vermont, Alaska, Dakota del Norte, Dakota del Sur y Delaware.