THE COMMITTEE FOR THE EVALUATION AND MODERNIZATION OF THE STATE OF THE AUTONOMIES AS A PRECEDENT FOR A NECESSARY REFORM
José Tudela Aranda
Cortes de Aragón
Cómo citar / Nola aipatu: Tudela Aranda, J. (2022). La Comisión para la evaluación y modernización del Estado autonómico como precedente para una reforma necesaria. Legebiltzarreko Aldizkaria - LEGAL - Revista del Parlamento Vasco, 3: 166-193
https://doi.org/10.47984/legal.2022.006
RESUMEN
El 15 de noviembre de 2017 se constituyó en el Congreso de los Diputados la Comisión para la evaluación y modernización del Estado autonómico. Era un momento especialmente difícil para la organización territorial del Estado al concurrir dos crisis: por un lado, en relación con la integración; por otro, de funcionalidad y eficacia. El objetivo de la Comisión era doble. Por un lado, realizar un diagnóstico; por otro, proponer líneas de reforma. La Comisión no pudo acabar sus trabajos. Sin embargo, es un importante precedente. La pandemia ha demostrado la relevancia del modelo de organización territorial en relación con la eficacia de las políticas públicas. Por otro lado, sigue pendiente actualizar el acuerdo constitucional que posibilitó la integración del nacionalismo. Todo ello debe hacerse en el Parlamento, de acuerdo con los principios propios de la vida parlamentaria: deliberación, publicidad, pluralismo.
PALABRAS CLAVE
Parlamento, autonomía, Constitución, políticas públicas, reformas.
LABURPENA
2017ko azaroaren 15ean, Estatu autonomikoa ebaluatzeko eta modernizatzeko Batzordea eratu zen Diputatuen Kongresuan. Une bereziki zaila zen Estatuaren lurralde-antolamendurako, bi krisi gertatu baitziren aldi berean: batetik, integrazioari zegokiona, eta, bestetik, funtzionaltasunari eta eraginkortasunari zegokiena. Batzordearen helburua bikoitza zen: batetik, diagnostiko bat egitea; bestetik, erreforma-ildoak proposatzea. Batzordeak ezin izan zituen amaitu bere lanak. Hala ere, aurrekari garrantzitsu bat da. Pandemiak erakutsi du lurralde-antolamenduaren ereduak duen garrantzia, politika publikoen eraginkortasunari dagokionez. Beste alde batetik, nazionalismoaren integrazioa ahalbidetu zuen konstituzio-akordioa eguneratu gabe dago oraindik. Hori guztia Legebiltzarrean egin behar da, bizitza parlamentarioaren berezko printzipioen arabera: deliberazioa, publizitatea, pluralismoa.
GAKO-HITZAK
Legebiltzarra, autonomia, Konstituzioa, politika publikoak, erreformak.
ABSTRACT
On November 15, 2017, the Commission for the evaluation and modernization of the autonomous State was established in the Congress of Deputies. It was a particularly difficult time for the territorial organization of the State as two crises concurred: on the one hand, in relation to integration; on the other, functionality and efficiency. The Commission’s objective was twofold. On the one hand, make a diagnosis; on the other, to propose lines of reform. The Commission was unable to finish its work. However, it is an important precedent. The pandemic has demonstrated the relevance of the territorial organization model in relation to the effectiveness of public policies. Also, it is still pending to update the constitutional agreement that made possible the integration of nationalism. All this must be done in Parliament in accordance with the principles of parliamentary life: deliberation, publicity, pluralism.
KEYWORDS
Parliament, autonomy, Constitution, public policies, reforms.
SUMARIO
I.REFLEXIÓN INTRODUCTORIA.
II.ALGUNOS DATOS PREVIOS PARA UNA CORRECTA EVALUACIÓN DE LOS TRABAJOS.
III.REFLEXIONES DESDE LAS COMPARECENCIAS.
IV.UNA BREVE VALORACIÓN DE SUS TRABAJOS.
V.Y DESPUÉS, ¿QUÉ? UNA NECESARIA MIRADA AL FUTURO.
BIBLIOGRAFÍA.
I. REFLEXIÓN INTRODUCTORIA
Es tiempo de burbujas. Lo es en un doble sentido. Por una parte, en el más aproximado al común entendimiento de la expresión. Enaltecimiento de la banalidad. Se eleva a rango de importante lo menor, incluso lo absurdo. Muchos solo se encuentran cómodos en esa liviandad. Por otra, en un sentido contrario. Lo relevante apenas adquiere la consistencia de una burbuja. Se juega con ello y se usa como truco de prestidigitador para fines que poco tienen que ver con el significado real de la propuesta y, menos, con aquello que la hace importante. La consecuencia es que, de nuevo, emerge la burbuja. Aquello que ocupó y preocupó una parte notable de nuestro tiempo desaparece sin rastro. Me temo que es lo sucedido con la Comisión para la evaluación y modernización del Estado autonómico (en adelante, la Comisión). Una iniciativa destacada que, si hubiese sido adecuadamente tratada, aún lo hubiese sido más, y que hoy, sin embargo, pertenece al olvido. Cuando el conjunto de las estructuras del Estado y, por supuesto, la organización territorial se encuentran aún sometidas a las tensiones derivadas de la pandemia provocada por la covid-19, parece oportuno replantearse el marco de reformas necesarias. En este contexto, y si se habla de la organización territorial del poder, es inexcusable acudir a uno de los últimos y más relevantes esfuerzos por disponer de un diagnóstico adecuado de los problemas. Mas resulta preciso aclarar que el objeto de estas páginas no es hacer un análisis exhaustivo de lo realizado por esa Comisión. Entre otras cosas, porque su carácter inconcluso relativiza necesariamente su importancia. Así, las consideraciones realizadas sobre esta quieren servir de marco para una reflexión más general sobre el devenir del Estado autonómico.
Al abordar el estudio de su trabajo, es inevitable tener la sensación de que ha transcurrido mucho tiempo desde que realizó su desempeño. Un tiempo que ha cambiado notablemente la perspectiva sobre los problemas planteados por nuestro modelo de organización territorial del poder. Es algo común a muchos aspectos de nuestra vida pública. Todo se desenvuelve a gran velocidad y no parece que en buena dirección. De manera inesperada, como una población que sin recuperarse de un tornado se ve envuelta en otro, España se ha visto sumergida en una serie de crisis concatenadas[1]. Es cierto que la mayoría de ellas son globales. Pero también lo es que nosotros hemos sumado alguna singular y que la proyección sobre nuestro Estado de todas las crisis globales ha sido particularmente grave. Así, tanto la crisis económica de 2008 como la crisis sanitaria provocada por la covid-19 han tenido consecuencias particularmente relevantes en nuestro país. También las está teniendo la guerra causada por la invasión rusa de Ucrania. Junto con ellas, estos años han sido, son, testigos tanto de una crisis política provocada por la incapacidad para alcanzar una mayoría estable de gobierno como de una profunda crisis territorial por el devenir del movimiento nacionalista en Cataluña (La cuestión catalana, 2016).
La Comisión se creó en un momento particularmente grave para el modelo territorial. El art. 155 seguía vigente en Cataluña y lo sucedido en septiembre y octubre de 2017 era todavía más presente que pasado. A pesar de ello, no creo exagerar si digo que hoy cabe mirar con nostalgia esos meses. La gravedad de la crisis sanitaria y sus muy profundas consecuencias económicas y la guerra consecuencia de la invasión de Ucrania por Rusia son argumentos suficientes para sustentar esta afirmación. Tampoco en relación con el modelo de organización territorial parece factible una mirada positiva. Si bien la situación en Cataluña ha mejorado[2], se está lejos de encontrar una solución estable y la crisis sanitaria ha puesto en evidencia distintas disfuncionalidades del modelo territorial. En estas líneas introductorias no hay opción a extenderme en estas dos afirmaciones, si bien sí resulta preciso añadir alguna reflexión en relación con las consecuencias que sobre el modelo territorial ha tenido la crisis sanitaria derivada de la pandemia provocada por la covid-19. Es posible afirmar que estas son transversales (Biglino Campos y Durán Alba, 2020). Es difícil encontrarse un ámbito de la acción pública o privada no afectado. Es pronto para hacer un diagnóstico riguroso y determinar la profundidad de daños y, también los hay, beneficios. La organización territorial es una de las cuestiones más directamente afectadas por la pandemia. Las necesidades derivadas de su gestión han puesto el foco sobre nuestro modelo territorial. Era inevitable. Sanidad es una competencia compartida y un desafío de tamaña envergadura ha exigido con severidad a todos los poderes públicos. En solitario y en común. La forma de organizar la respuesta desde un punto de vista territorial ha sido diversa. Incluso se puede afirmar que radicalmente diversa si se tienen en consideración los distintos modelos planteados en las dos declaraciones del estado de alarma. Más allá del juicio que pueda merecer esta divergencia de respuesta, lo que hoy es evidente es que, como en relación con otras cuestiones, la pandemia ha puesto de manifiesto necesidades ignoradas y la gravedad de algunas debilidades. Inmediatamente, hay que advertir sobre la tesis que pone el foco en nuestro modelo de organización territorial para explicar una presunta inadecuada respuesta a la crisis. Al respecto, es necesario realizar una doble matización. Por un lado, es preciso recordar que un estudio comparado demuestra que la eficiencia o ineficiencia de la respuesta no se corresponde con la existencia de un Estado centralizado o descentralizado (Chattopadhyay y Knüpling, 2020). Hay ejemplos para todos los gustos. No. La agilidad en la respuesta y los buenos hábitos de gobierno han sido los únicos factores determinantes del éxito o fracaso. El modelo de organización territorial se muestra neutro. Por otro, no todos los problemas que se puedan diagnosticar en relación con la gestión territorial tienen que ver con su diseño. Se pueden encontrar algunos relacionados con carencias reiteradamente denunciadas, como la debilidad de las relaciones intergubernamentales. Pero la mayoría de ellos se hubiesen podido resolver con una mejor gestión política. En todo caso, es objetivo que la crisis sanitaria nos ha mostrado una realidad (nueva) que la organización territorial debe tomar en consideración. Para resolver deficiencias y para dotarse de herramientas que en el futuro permitan responder con mayor eficacia.
Por ello, y adelanto una conclusión, cuando la crisis sanitaria comienza a ser, al menos, controlada, es preciso volver los ojos a la organización territorial y hacerlo con el ánimo de acometer una reforma en profundidad. Cuando se realice, habrá que revisar los muchos trabajos previos existentes y, por supuesto, los de la Comisión que en estas líneas se estudia. La pandemia ha sido, nadie puede dudarlo, una catástrofe. Sin exageración. Por su coste en vidas y salud. Y también por unas muy relevantes consecuencias económicas que se traducen en graves perjuicios sociales. Lo único positivo que se puede extraer es la posibilidad de corregir errores y de hacerlo desde la experiencia resultante. Para ello, el primer requisito es disponer de un adecuado diagnóstico. Elaborarlo es la primera tarea a la que debe enfrentarse el Estado autonómico. Así, todos los estudios previos, incluidos los que se expusieron en el Congreso de los Diputados durante los trabajos de la Comisión, deberán ser contrastados con lo sucedido en estos meses y actualizados en consecuencia.
Como se ha indicado, mucho antes de lo que marcan los tiempos ordinarios, esos trabajos tienen hoy algo de historia más que de presente. Al veloz transcurrir de los acontecimientos con causa en el cambio tecnológico, se ha unido un hecho, la pandemia, con capacidad para transformar de manera transversal casi todos los sectores de la acción pública. Una circunstancia que adoptaré como premisa de las tesis que se desarrollan en estas páginas y que provocará que las escinda en dos partes. Por un lado, el análisis de los trabajos de la Comisión como excusa para exponer el estado de la cuestión en los primeros meses de 2018. Creo que es el enfoque de mayor interés. Las distintas comparecencias habidas en el seno de la Comisión permiten tener un diagnóstico aproximado de cuáles se consideraban los grandes retos del modelo territorial. Sin duda, la objeción fundamental que se puede realizar a esta afirmación es que ese análisis solo puede deducirse de las intervenciones de los comparecientes que llegaron a ser llamados. La Comisión no concluyó sus trabajos, por lo que no comparecieron todos aquellos que se previeron en el inicio. Más importante es que no hubo un dictamen final. De esta manera, no hay una conclusión política. Al respecto, es oportuno insistir en la relevancia de que la siguiente legislatura no tuviese a bien retomar los trabajos y alcanzar ese diagnóstico político. Hubiese sido un diagnóstico parcial e insuficiente. Pero habría sido un punto de partida. Además, queda la pregunta inevitable de por qué la nueva mayoría política, aquella que había logrado que la moción de censura frente a Mariano Rajoy se impusiese, no tuvo interés alguno en los trabajos de esta Comisión, cuando, incluso, podía haber modificado sustancialmente sus presupuestos. Y el mismo interrogante se puede trasladar a la vigente legislatura.
Por otro, las líneas maestras de una posible acción de futuro. Un futuro que deberá tomar en consideración tanto todo el análisis anterior como el que sea consecuencia de las reflexiones que realizar en los próximos meses. Una circunstancia excepcional ha provocado que la organización territorial del poder adquiera un protagonismo inesperado. Para muchos ciudadanos, la pandemia provocada por la covid-19 ha sido causa de que un tema hasta entonces lejano les sea relevante. El poder público que gestionaba sus preocupaciones más cotidianas, algunas con tintes, sin exageración, dramáticos, era el autonómico. En todo caso, más allá del impacto social, la emergencia sanitaria ha enfrentado al Estado autonómico a un estrés que ha permitido tener una conciencia más clara tanto de sus deficiencias como de sus ventajas. Las reflexiones y los diagnósticos previos, realizados en época de normalidad, deberán ser revisados a la luz de lo sucedido. Incluso, creo, la cuestión de la integración, la dialéctica unidad/independencia, merece una revisitación. Si nos cansamos de decir y escuchar que nada será igual después de lo sucedido durante estos meses, no hay razón para imaginar que el reparto territorial del poder puede permanecer ajeno a esta máxima.
II. ALGUNOS DATOS PREVIOS PARA UNA CORRECTA EVALUACIÓN DE LOS TRABAJOS
Premisa de estas líneas es recordar que la reforma de la organización territorial es cuestión que ha sido tratada abundantemente en la academia, en la política, incluso por el Consejo de Estado. Así, puede decirse que, antes del inicio de los trabajos de la Comisión, existía un diagnóstico muy elaborado tanto sobre los déficits “técnicos” como sobre la cuestión catalana (Solozabal, 2014; Castella, 2018). Sin duda, uno y otro tema presentan características diferentes. De alguna manera, puede decirse que, sobre los problemas relativos a la funcionalidad del Estado autonómico, el peso de los diagnósticos técnicos es más relevante que en relación con las cuestiones derivadas de la integración. O, desde otro punto de vista, que si para resolver aquellos la primera tarea es disponer de los correspondientes estudios técnicos, presupuesto inexcusable para el posterior consenso político, en el segundo caso, los términos se invierten. Primero deberá la política sellar un acuerdo o, al menos, establecer los términos mínimos de la solución, y después corresponderá al académico encontrar la fórmula para formalizarlos. Por supuesto, no hay distinción radical y es factible incluso una inversión de los términos. En todo caso, lo que sí es posible afirmar es que el peso de lo estrictamente político es bien distinto para cada una de las dos grandes cuestiones a las que se enfrenta nuestro modelo de organización territorial. Y puede decirse que para las dos existen numerosos e importantes estudios académicos y, por el contrario, escasos, por no decir ninguno, diagnósticos políticos. Posiblemente, el único que merezca tal nombre es el documento federal del PSOE que hoy hay que mirar con nostalgia[3].
La eclosión del conflicto planteado desde el nacionalismo catalán al adoptar la independencia como objetivo irrenunciable y traducirlo en una hoja de ruta, el denominado procés, separándose de la legalidad catalana y constitucional, provocó un inevitable antes y después en el tema que se analiza. Si bien las raíces del problema son anteriores y se conocen, no cabe duda de que el momento culminante se produjo con la aprobación por el Parlament de las leyes de septiembre de 2017[4] y la posterior proclamación de independencia. No hay posibilidad alguna de restar trascendencia política y constitucional a lo sucedido. Un suceso de estas características tiene la potencia suficiente no solo para acabar con un modelo territorial, sino con el Estado mismo. No lo hizo. Pero, inevitablemente, tuvo graves consecuencias (Tudela, 2017).
Más allá del juicio anterior, es preciso subrayar la idea de que la necesaria respuesta de los distintos poderes del Estado no podía resolver por sí misma el problema de fondo. Como fue recurrente durante todo el siglo XX, España se volvía a enfrentar a la cuestión catalana (Azaña y Ortega y Gasset, 2005; Solozabal, 2006). Más aún, esta ponía en cuestión y riesgo un proceso histórico. Sin que se tenga una conciencia plena de por qué y cómo, el modelo consensuado, y durante muchos años aceptado por el nacionalismo catalán, devino no ya en obsoleto, sino casi en una imposición franquista. En cualquier caso, era preciso iniciar una reflexión serena sobre lo sucedido e intentar reestablecer cauces de diálogo. Desde esta perspectiva, las Cortes Generales no eran solo el mejor espacio para abordar ese diálogo. Eran el único al que cabía atribuir toda la legitimidad necesaria. Como se dijo, su creación fue impulsada desde la oposición y aceptada sin demasiado entusiasmo por el Gobierno. La tímida e indecisa posición al respecto del Gobierno de Mariano Rajoy no fue sino una manifestación más de su ausencia de liderazgo en la crisis catalana. O, si se quiere, un nuevo reflejo de su falta de estrategia política al respecto. Era evidente que después de lo sucedido resultaba necesario regresar al cauce del debate de la política institucionalizada. Alegar que, como inmediatamente demostraría el inicio de los trabajos de la Comisión, ello era imposible porque los nacionalistas catalanes no querían saber nada de esta posibilidad era error. Frente a negativas similares, lo mejor es siempre ofrecer alternativas. Más. En este caso, resultaba una obligación. Resultaba preciso adoptar iniciativas desde el Gobierno de España y desde las Cortes Generales que pudiesen ayudar, al menos, a rebajar la tensión por lo sucedido. En cualquier caso, finalmente, el Gobierno y el Partido Popular dieron su voto a la creación de la Comisión. A ellos se sumó, no sin reticencias, el grupo parlamentario de Ciudadanos.
Ahora bien, si la Comisión trae causa directa de esa crisis (Pedro Sánchez, entonces secretario general del PSOE, la promovió de forma expresa como foro para que el diálogo sustituyese al conflicto), desde su misma denominación se puede observar la voluntad de no centrar sus trabajos de forma exclusiva en la cuestión catalana. Más. Incluso puede llegar a decirse que, lejos de otorgarle protagonismo, se buscó su marginalidad, al menos de los grandes titulares. Una apuesta que tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Dados la extrema tensión vivida durante los meses anteriores y el clima social existente fuera de Cataluña, así como las muy diferentes posiciones entre los distintos partidos políticos, podía pensarse que resultaba más útil una aproximación indirecta que directa. Estudiar el Estado autonómico tarde o temprano debía llevar a examinar la integración nacional. Era cuestión de dejar hacer, de dejar transcurrir con naturalidad los trabajos de la Comisión. Pero la crítica era inobjetable. Nada podría hacerse en relación con el modelo territorial sin resolver la cuestión de la integración. Los ciudadanos precisaban respuestas después de lo sucedido y, muy especialmente, había que articularlas para ofrecer a la población catalana un cauce de salida. No era buena idea relajar siquiera nominalmente la importancia de este tema en el conjunto territorial. La política, la gravedad del momento, exigía mirarlo cara a cara. Creo que las dos aproximaciones son comprensibles. Hubiese sido conveniente abordar el conflicto catalán de una manera más directa. La gravedad de lo sucedido exigía el intento de una respuesta singular y clara. Como se ha dicho, el lugar para articular esa respuesta, para buscar el diálogo necesario, eran las Cortes Generales. En ellas se encontraban representadas todas las formaciones políticas. También las que habían promovido el intento de independencia. Es posible que, si la Comisión hubiese llegado a tener como único punto de estudio la búsqueda de una salida jurídico-constitucional a la crisis, tampoco hubiesen acudido a la llamada. En ese caso, su ausencia aún habría reflejado con mayor nitidez la posición de cada cual en el tablero del diálogo.
La Comisión se constituye formalmente el 15 de noviembre de 2017 y su última sesión tuvo lugar el 19 de febrero de 2019. En total, se celebraron dieciséis sesiones[5]. En ese período, como es conocido, tuvo lugar un hecho político decisivo. Por vez primera en la historia, una moción de censura obtuvo su objetivo. Así, Pedro Sánchez sustituyó a Mariano Rajoy en la Presidencia del Gobierno. Y lo hizo con la contribución decisiva del voto de los diputados pertenecientes a formaciones políticas nacionalistas, incluidas las catalanas que habían optado por el impulsar la independencia. Era lógico pensar que, si bien con cambios importantes en su orientación, la Comisión debería recibir un impulso notable a sus trabajos. No en vano quien la impulsó y defendió con mayor ardor era ahora el presidente del Gobierno y lideraba una nueva mayoría parlamentaria. Nada de ello sucedió. Nadie prestó atención a sus trabajos y la Comisión agonizó entre las turbulencias de la legislatura. Se podría alegar que, si bien Pedro Sánchez había sido investido presidente, no gozaba de una mayoría parlamentaria mínimamente estable. De hecho, la imposibilidad de aprobar presupuestos acabaría precipitando la disolución de las Cámaras. Pero el hecho de que después de una nueva legislatura fallida, y ya con una mayoría parlamentaria consolidada, no se hayan siquiera recordado los trabajos de la Comisión, y su posible utilidad para los que fueron sus objetivos primigenios, es la demostración de que esta vía quedaba cerrada. Necesitando el voto de, al menos, Esquerra Republicana de Cataluña, centró sus esfuerzos en una opción alternativa: una mesa de diálogo bilateral con Cataluña. Este viraje, de una comisión parlamentaria a una mesa de diálogo extraparlamentaria, condensa el cambio de uno de los actores determinantes de la escena política, más hoy cuando ejerce el gobierno.
Algunos datos adicionales sirven como preámbulo a lo que se pudo llegar a escuchar en la Comisión. Como se indicó, su título es relevante: Comisión para la evaluación y modernización del Estado autonómico. Así, se puede deducir que su primer significante lo es por omisión. Se quería huir de que se llegase a entender que se trataba de una Comisión sobre Cataluña. Evaluación, modernización, Estado autonómico. Cada una de estas palabras tiene su propio valor. El objetivo era realizar un diagnóstico que sirviese para una renovación del modelo constitucional, es decir, del comúnmente llamado Estado autonómico. En coherencia, el PSOE propuso dividir sus trabajos en los siguientes bloques: balance del modelo autonómico y marco competencial; nomenclatura de las comunidades autónomas; análisis de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, y financiación autonómica y autonomía local. Si bien el enunciado de estos temas podía remitir en una primera lectura a una revisión técnica del modelo, sin abordar en profundidad el conflicto planteado en Cataluña, lo cierto es que se trataba de una manera inteligente de poder examinarlo esquivando la tensión de que pudiese absorber todo el foco. Por supuesto, el análisis de la sentencia sobre el Estatut era ya una puerta abierta a poder tratar en profundidad el tema. Pero, más allá, nadie desconoce la importancia de cuestiones como la financiación o, incluso, la referida a la nomenclatura de las comunidades autónomas. El estudio de estos temas y la sede parlamentaria eran una conjunción adecuada para buscar una solución dentro del marco constitucional, incluso de una reforma de la Constitución, desde el respeto a los principios estructurales de la forma del Estado. El diagnóstico y la modernización del Estado autonómico podían y deberían servir para encontrar el punto de acuerdo no ya que satisficiese al mayor número de formaciones políticas, sino que sirviese de encuentro a la mayoría de la población catalana.
Pero no hubo ninguna oportunidad. No es posible saber cuál habría sido la posición final de los distintos partidos y, muy especialmente, del PP, que entonces presidía el Gobierno. Alguien alegará, no sin indicios, que no hubiesen avanzado desde sus posiciones más refractarias a reformas significativas. Es posible, pero no se sabe. Las circunstancias habían cambiado notablemente, la situación era mucho más exigente. Lo que sí se conoce es que el independentismo catalán no dio opción. Sus representantes se negaron a participar en la Comisión. En su hoja de ruta no había espacio para el compromiso. La única alternativa a la aceptación de la independencia era el reconocimiento del mal llamado derecho de autodeterminación. La celebración de un referéndum que garantizase la posibilidad de una independencia real. En este punto, no puedo dejar de significar que el reconocimiento de ese derecho no es sino el reconocimiento de la soberanía (Ferreres, 2016: 461-475). Un referéndum fracasado para la independencia nunca cerraría la reivindicación. Al revés, sería el precedente alegado para plantear el siguiente. Por supuesto, nada parecido sucedería en sentido contrario. La independencia sería irreversible.
Desde esta premisa, la cuestión catalana cercenó casi desde el principio las opciones de la Comisión. La negativa de los partidos nacionalistas catalanes debía suponer, no podía ser menos, la del resto de los partidos nacionalistas. Por otra parte, el cuarto partido político nacional, Podemos, mantenía tesis que se identificaban con facilidad con las nacionalistas. Entre ellas, el rechazo a cualquier posibilidad de diálogo mientras el art. 155 se encontrase en vigor y hubiese presos políticos, de acuerdo con su terminología. Así, de los siete grupos parlamentarios, solo tres aceptaron formar parte de sus trabajos: PSOE, PP y Ciudadanos. Y Ciudadanos lo hizo con muchas reservas. Una postura inicial que se tradujo en el posterior abandono de los trabajos, aludiendo como causa inmediata el rechazo de algunas de las comparecencias que habían solicitado. Así, es posible concluir que la Comisión comenzó sus trabajos en las peores condiciones posibles. Solo el grupo proponente parecía creer en esta. PP y Ciudadanos se sumaron con evidentes reticencias y el resto de los grupos la descalificaron abiertamente. Desde luego, el momento político se caracterizaba por la tensión y dificultaba cualquier intento de diálogo. Es preciso reivindicar que es precisamente en tiempos difíciles cuando debe hacerse lo posible por encauzar la tensión. La Comisión podía haber sido un instrumento adecuado para ello. Y el Parlamento era el lugar idóneo para una iniciativa de estas características.
Con todo, su creación generó expectación. Consensuado que su Presidencia correspondiese al grupo proponente, este designó a un veterano político, José Enrique Serrano. Su dilatada trayectoria y reconocida capacidad de diálogo resultaron un aval innegable en el inicio de los trabajos. En la intervención que realizó tras la toma de posesión, destacó la necesidad de distinguir dos fases de trabajo. En la primera, se evaluaría el modelo territorial. Se trataba de poner de relieve los éxitos e identificar las disfunciones. Desde el presupuesto, que posteriormente compartirán la práctica totalidad de los comparecientes, de su éxito. Es una de las escasas conclusiones “políticas” que pueden extraerse. Para los grupos que aceptaron participar en la Comisión, el modelo de la Constitución de 1978 era un éxito innegable. De esta forma, puede señalarse que la escisión entre estos grupos y los que rechazaron formar parte se identifica, con obvios matices, con su juicio frente al Estado autonómico. Para unos, un éxito innegable. Para otros, un modelo que bien nació fracasado, bien derivó al fracaso. Y no deja de causar cierta perplejidad que entre estos segundos se encontrasen grupos que en gran medida lo protagonizaron, siendo avalistas fundamentales de buena parte no ya de su diseño en el texto constitucional, sino de su devenir, al menos en sus rasgos esenciales.
En la segunda, se harían propuestas para la mejora y modernización del Estado. La Comisión no se detendría en el mero diagnóstico. Escuchados los comparecientes, se estudiaría todo el material disponible y se realizarían las propuestas correspondientes. Estas, necesariamente, incluirían cambios en las leyes. La cautela que caracterizaba el inicio de los trabajos de la Comisión se reflejaba en las palabras de su presidente referidas a la Constitución. Con la prudencia necesaria, dijo textualmente, también se propondrían cambios en la Constitución. Una forma sutil y expresiva de reivindicar la naturaleza reformista y en absoluto rupturista de la Comisión. Una forma de tranquilizar sin agotar ninguna de las vías de trabajo.
Con todo, creo que la parte más relevante de su discurso fue la referida al significado de la Comisión. Al respecto, subrayó que su creación debía afrontar el doble reto de demostrar la utilidad de la Constitución y del Congreso de los Diputados como el lugar idóneo para crear un espacio de diálogo. Si bien una y otra consideración pueden estimarse como lugares comunes, tenían una gran relevancia. Frente a lo que desde algunas posiciones se señalaba, la Constitución seguía siendo un documento válido para afrontar los retos planteados por la organización territorial del poder. Desde su aprobación, ya había demostrado sobradamente su flexibilidad y su capacidad de adaptación. Por supuesto, esa flexibilidad tenía que implicar la posibilidad de reforma. Pero debía quedar claro que por sí misma era marco para avanzar significativamente en el diálogo y que en el supuesto de una reforma los principios que la inspirasen no podían ser muy diferentes de aquellos que se establecieron en 1978. No menos importante era la reivindicación del Congreso de los Diputados como sede natural del diálogo. Reivindicar el Parlamento como el lugar necesario para una reflexión que a todos afecta parece algo obvio. Sin embargo, y el tiempo lo ha demostrado sobradamente, es necesario. Como es lógico, ninguna reticencia plantea esta perspectiva si se hace referencia a la reordenación global del Estado autonómico. Es en relación con Cataluña cuando emerge la posible discrepancia, al entenderse por algunos que el marco es necesariamente una negociación bilateral. Sin duda, es preciso algún tipo de diálogo bilateral. Pero ello no resta oportunidad al Congreso de los Diputados como foro y, en última instancia, necesidad. Porque en una democracia el Parlamento es, afortunadamente, un espacio inevitable.
Finalmente, es preciso destacar una última idea de las palabras de José Enrique Serrano. Era relevante transmitir a los ciudadanos de Cataluña que la Constitución acoge a todos, que era posible encontrar un punto de acuerdo dentro de su letra y espíritu. Se trata de un mensaje esencial. Precisamente, creo, se puede decir que el gran fracaso de los años precedentes fue la incapacidad para transmitir la virtualidad de la Constitución para satisfacer las aspiraciones de la gran mayoría de los catalanes. No se trataba de nada excepcional ni de una quimera. Durante muchos años, la sociedad catalana había demostrado un elevado índice de satisfacción con el texto constitucional y con su desenvolvimiento, por no recordar las cifras con las que fue aprobada en la comunidad en el referéndum de 1978. La apelación a la Constitución como un mero texto jurídico, y, peor aún, solo de carácter limitativo, fue un error grave de la política del Gobierno de Mariano Rajoy. Por supuesto, la Constitución debía respetarse. Pero, sobre todo, la Constitución era el texto político que había permitido el mayor nivel de autonomía de la historia de Cataluña, parangonable, si no superior, a la práctica totalidad de los Estados federales. Y, como se ha dicho, era un texto con una acreditada capacidad de flexibilidad. Un texto que era punto de encuentro de toda la sociedad española y que, como tal, facilitaba la consecución de cualquier acuerdo posterior. No ser capaz de transmitir este profundo mensaje político de la Constitución fue un grave fracaso. Por ello, hay que destacar que se recordase en el inicio de los trabajos de la Comisión, aunque, objetivamente, fuese demasiado tarde.
III. REFLEXIONES DESDE LAS COMPARECENCIAS
En las líneas que siguen, se va a realizar un sumario extracto de las declaraciones más relevantes realizadas por los comparecientes. De antemano, he de indicar que no me extenderé en el parecer de los provenientes de la universidad, ya que es conocido por sus numerosos escritos en la materia. En este punto, me parece oportuno señalar la necesidad de reivindicar visiones y estudios provenientes de saberes diferentes al derecho. El Estado autonómico ha sido mucho y muy bien estudiado desde esta disciplina. Sin embargo, no es tan claro que lo haya sido en la misma medida desde la economía, la sociología o la politología. Y junto con el saber de estas y otras disciplinas, un diagnóstico adecuado exigía, y exige, el parecer de los más relevantes actores sociales. Ese fue el criterio de la Comisión. Sin embargo, la imagen final ofrecida por la relación de comparecientes dista de responder a estas exigencias. De nuevo, prima la presencia de juristas y son notables las ausencias entre los actores sociales. Justo es decir que una parte de estas carencias no es adjudicable al hacer de la Comisión, sino a las reticencias para comparecer. Junto con ello, no se puede olvidar que no llegó a finalizar sus trabajos por la disolución sobrevenida de la legislatura. Finalmente, se ha criticado esa relación por no contener la presencia de los sectores más críticos con el modelo. En particular, de los independentistas y de quienes niegan el modelo representado por la Constitución de 1978. Creo que es una apreciación que debe ser matizada. La principal responsabilidad de esas ausencias debe atribuirse a los grupos que se identificaban con esas ideas y que se negaron a formar parte de la Comisión. Desde luego, fueron un hándicap para el desarrollo de los trabajos y necesariamente matizan las conclusiones a las que se pueda llegar por lo expuesto por los comparecientes. Pero no creo que se pueda responsabilizar de ello a la propia Comisión.
Los comparecientes fueron elegidos por acuerdo desde las listas presentadas por los tres grupos que la formaron en su inicio. La amplia relación de nombres sugeridos se puede agrupar en tres grandes categorías: políticos en activo y retirados, cargos institucionales y académicos. Con las carencias indicadas, el conjunto de las intervenciones ofrece un diagnóstico bastante completo del Estado de las autonomías. Comenzando por el análisis estrictamente jurídico, hay en ellas un buen resumen de los problemas más comunes detectados por la doctrina y de sus posibles soluciones. No en vano, compareció un número amplio de aquellos que más tiempo han dedicado al estudio de la organización territorial. Sus intervenciones ratifican la idea de que España tiene un magnífico bagaje doctrinal sobre el modelo territorial y que las ausencias se encuentran en otros lados, comenzando por la política. Como indiqué, no voy a extenderme en ese análisis porque, en rasgos generales, lo que se dijo es sobradamente conocido. Más interés puede tener lo aportado por otros comparecientes, y, especialmente, aquellas de sus ideas que pueden ser rescatadas para ser proyectadas sobre el futuro. En cualquier caso, es preciso aclarar lo obvio. Realizo una síntesis personal. Destaco aquello que personalmente considero más sugerente para la transmisión de una imagen global, añadiendo alguna reflexión al hilo de lo que entiendo más significativo. Como toda síntesis, puede ser objetada como parcial. Intentaré que no sea así por dar cuenta de los aspectos y matices más relevantes. En todo caso, es oportuno recordar que quien desee tener acceso a la totalidad de las intervenciones de los comparecientes puede hacerlo en la citada página web del Congreso de los Diputados.
La Comisión comenzó sus trabajos con la intervención de los tres redactores vivos de la Constitución. Su intervención fue la que más interés mediático llegó a suscitar. Alguno puede pensar que se trataba de un mero ejercicio de nostalgia. En mi opinión, ese interés se encontraba sobradamente justificado. Como es regla cuasi general, para saber dónde se está, y conocer el mejor camino para llegar donde se desea, es necesario saber de dónde se viene. En este caso, esta premisa común es particularmente relevante. Hay demasiadas pérdidas de memoria como para ignorar la necesidad del recuerdo. Y demasiado prejuicio consciente e inconsciente como para obviar el testimonio de aquellos que fueron testigos directos de un momento, en esto no hay discrepancia, histórico. Desde el inicio de la transición, el hecho territorial emergió como una de las claves de arco del nuevo tiempo político. Era evidente que, sin acuerdo sobre esta materia, difícilmente se podría culminar con éxito el nuevo proceso político. Por ello, bastante antes de aprobar la Constitución, se inició un proceso de descentralización que, si bien tuvo mucho de simbólico, no por ello tuvo menos trascendencia política (Aja, 2003: 31-50).
La intervención de los tres padres constituyentes no defraudó las expectativas. Más bien, al contrario. Sin duda, contribuyó a ello la personalidad de los comparecientes, representantes, a su vez, de visiones diferentes sobre la concepción del Estado. El primero en intervenir fue Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón. Es conocido que Miguel Herrero ha mantenido un discurso propio alrededor la organización territorial en que su visión sobre la foralidad vasca ha producido un diseño singular de cuál debería ser nuestro modelo territorial (Herrero, 2015: 425-437). Una idea que puede entenderse como premisa es su valoración global de la descentralización en España. España sería un país muy descentralizado, pero mal descentralizado. Faltaría coherencia en el modelo y los instrumentos clásicos de los que se dotan los países con un nivel de descentralización similar al nuestro para evitar posibles disfunciones y fortalecer las ventajas del modelo. En mi opinión, es fácil compartir esta tesis. E inmediatamente cabría decir que, posiblemente, la explicación, o, al menos, una de las causas fundamentales de que ello sea así, radica en el hecho de que el traje dibujado por el constituyente se ha quedado pequeño para el dibujo resultante de su evolución. Por ello, señalaba en su exposición, es fácil concluir que será difícil corregir con eficiencia el modelo si no se procede a la reforma de la Constitución. Junto con esta afirmación, destacó la idea de que el modelo del constituyente se correspondía con un Estado asimétrico que distinguía entre nacionalidades y regiones. Una distinción que Herrero continúa considerando necesaria y vigente. Distintas realidades políticas y culturales exigen respuestas constitucionales diferentes. No es lugar para extenderse en esta ni en otras afirmaciones de los ponentes. Pero no se debe dejar pasar por alto que se trata de una cuestión esencial para el futuro. Desde la premisa de que por la realidad vasca y navarra España es ya un Estado asimétrico, ¿puede integrar dosis adicionales de asimetría? (Tudela, 2018: 431-460).
Junto con estas ideas estructurales, querría destacar dos cuestiones más de las presentes en su intervención. La primera se refiere a la relevancia de la organización local. Para el compareciente, es condición de futuro prestar mayor atención al mundo local e integrarlo adecuadamente en el modelo de organización territorial. Se trata de una cuestión esencial y, sin embargo, en demasiadas ocasiones, soslayada. Nunca ha sido posible disponer de un reparto territorial del poder eficaz y eficiente sin que todas sus piezas se encuentren integradas adecuadamente. Hoy, cuando en numerosas materias la respuesta más inmediata, la de la entidad territorial más cercana, es particularmente relevante, se presta escasa atención al rol que deben desempeñar las entidades locales. La segunda es calificada por este como una anécdota. Recuerda que Landelino Lavilla, cuando realizó su estudio para el informe del Consejo de Estado sobre una posible reforma de la Constitución en lo referente al modelo territorial, hizo una ronda entre los diferentes partidos políticos sobre su parecer en relación con la reforma del Senado. Su sorpresa fue encontrar unanimidad en el rechazo…, y en el motivo. Ninguno de los grupos consultados quería perder senadores. La anécdota deja de serlo cuando se recuerda que cambios necesarios no han sido posibles no por auténticas razones ideológicas, por discrepancias importantes en relación con el modelo territorial, sino por otros intereses menos confesables.
En su conclusión, de forma coherente con lo expuesto, expresó la necesidad de intervenir y reformar el modelo territorial. Y aportó dos ideas adicionales. Por un lado, rechazó expresamente que el modelo deba ser un Estado federal. Sigue apostando por el que representa el llamado Estado autonómico, si bien notablemente mejorado. Por otro, y de acuerdo con alguna de sus más clásicas concepciones jurídicas, consideró que mejor que proceder a una formal reforma de la Constitución sería alcanzar el nuevo modelo mediante la mutación (Tajadura, 2018).
Desde el mismo presupuesto de entender el modelo del Estado autonómico como un éxito, pero con diferencias sobre todo en el diagnóstico de los principales problemas, se pronunció José Pedro Pérez-Llorca. Para él, junto con la idea de éxito, era necesario destacar la complejidad y, asociada a ella, una elevada conflictividad que era preciso disminuir. Desde el presupuesto del objetivo de reducir esta conflictividad, puso el acento en la necesidad de reforzar el “autogobierno” de España como Estado. En su opinión, el desarrollo del modelo constitucional había puesto el acento en la autonomía, marginando en alguna medida las exigencias derivadas del principio de unidad. En este sentido, destacó la vigencia y potencia de algunos preceptos constitucionales. Así, por un lado, subrayó la necesidad de recuperar la letra y espíritu de la Constitución en relación con la lengua, y, por otro, recuperar el significado de preceptos “integradores”, como los arts. 138 y 139 de la Constitución. No haberlos desarrollado debidamente ni tenerlos presentes en muchas ocasiones había debilitado al Estado más allá de lo debido. Como instrumento para un mejor funcionamiento de la descentralización, llamó la atención sobre la importancia de la Conferencia de Presidentes, hasta ahora, a su juicio, marginal y desaprovechada. Como resumen de su intervención se puede aludir a su reivindicación de la necesaria supremacía del Estado en un modelo descentralizado. Una supremacía que es inherente al federalismo más ortodoxo.
Cerró este primer turno de intervenciones el que fue miembro de la ponencia constitucional en representación de Convergència i Unió, Miquel Roca. Su presencia despertó un singular interés por ser una voz respetada y representativa del llamado catalanismo político. De nuevo, su premisa fue reivindicar el texto constitucional. Pero no fue la suya una declaración de trámite. Roca se reafirmó en el acierto global del modelo y en el acierto de la apuesta territorial con una rotundidad que evitaba cualquier duda. En este sentido, es preciso destacar alguna de sus reflexiones. Hoy, no resulta ocioso subrayar la puesta en valor del consenso que sustentó la elaboración del texto constitucional y menos cuando se hace con la rotundidad con la que se expresó el constituyente catalán. Un consenso, textualmente, modélico. Junto con ello, hay una segunda apreciación de índole general que resulta de especial importancia. Me refiero a su llamada de atención sobre la disposición derogatoria. Sus palabras fueron elocuentes: no hay en ninguna Constitución una norma tan contundente como la que hay en la Constitución de 1978. Un recordatorio que debería prodigarse más, sobre todo en tiempos que quieren negar cuánto de ruptura tuvo el proceso constituyente en relación con el franquismo. La Constitución no solo acoge todos los valores y principios perseguidos por el franquismo. No se limita a ello. Supone la negación radical de todo su orden jurídico político. Para que no hubiese duda alguna al respecto, se explicitó el mensaje en la disposición derogatoria (Ortego, 2018: 1993-1998).
A continuación, Miquel Roca realizó un breve excurso sobre algunas de las cuestiones relativas al modelo territorial. En su parecer, la Constitución sigue en este punto el modelo alemán. Ahora bien, subrayó, con una muy significativa diferencia. En Alemania, ese modelo, dijo textualmente, lo diseñaron los tanques americanos y aquí la hicimos nosotros. Fue el modelo que nosotros quisimos. Se pronunció, asimismo, sobre el controvertido tema de la generalización de la autonomía y fue inequívoco. Tenía un sentido. No se puede negar a otros lo que se desea para uno. Una tercera idea que se puede extraer de su intervención hace referencia a la naturalidad con la que se debatió en el momento constituyente sobre la plurinacionalidad. Un debate origen de la incorporación de la voz nacionalidad (Solozabal, 2008). En relación con el juicio sobre el modelo constitucional, añadió un juicio negativo del Senado, a su parecer la parte más débil de la construcción territorial.
Roca finalizó su intervención con una breve referencia a la evolución y perspectivas del modelo. En su opinión, el modelo autonómico se agotó por éxito. Una frase que, creo, merece retenerse. Sin duda, la causa no quita la mayor. El modelo está agotado. Pero si convenimos en que, junto con los errores que puedan diagnosticarse, la razón fundamental de ello es que ya ha agotado todas sus expectativas, que ha cumplido aquello que se le demandaba, se tendrá una base mucho más firme para mirar al futuro. Y así lo entendió el ponente constitucional. La Constitución, afirmó, da mucho margen para mejorar el Estado de las autonomías. Más allá de la posibilidad y conveniencia de una eventual reforma, no pueden perderse de vista las posibilidades que aún hoy ofrece el texto constitucional. Su última consideración puede ser anudada a su condición de político catalán y nacionalista. Roca se reiteró en una idea que ya atravesó su quehacer como ponente constitucional. Quienes invoquen la singularidad deben ser respetados. Al igual que expresó su respeto por la generalización de la autonomía, cree que debe respetarse a aquellos que invoquen una particularidad propia.
Junto con estas intervenciones, resultó especialmente ilustrativa la del exministro Jordi Sevilla Segura. Su presupuesto es que el desarrollo de la Constitución ha significado una importante transformación del Estado, conllevando una profunda descentralización política que se traduce en dotar a las comunidades autónomas de una notable capacidad de decisión. Desde este punto de vista, afirmó que el diseño constitucional logró su objetivo fundamental, descentralizar el poder político, dotar a las comunidades autónomas de verdadera capacidad de autogobierno. Pero ello no significa que el modelo sea perfecto. Más bien, necesita profundas reformas. Reformas que deberían estar presididas por una idea con dos reflejos. Por un lado, el Estado tiene que aceptar que existen las comunidades autónomas y que estas son Estado; por otro, las comunidades autónomas tienen que aceptar que existe el Estado y que se tiene que respetar su acción en relación con los principios que corresponden al Estado: igualdad, identidad, unidad y solidaridad. No es una cuestión baladí u ociosa. Más bien, es la síntesis de los problemas de nuestra forma de organización territorial. Se ha dicho muchas veces, pero nunca se han extraído las consecuencias necesarias. La existencia de un modelo federal, o cuasi federal, exige que todas las partes se comporten conforme a los principios esenciales que subyacen a esta fórmula política, a aquello que comúnmente se traduce como cultura federal (Blanco, 2012: 76-77; Anderson, 2010: 146). Y la esencia de ello es que unos y otros acepten la posición del otro. Cualquier observador de la dinámica territorial en España puede concluir que estamos muy lejos de ello. El Estado mira con reticencias el poder que ejercen las comunidades autónomas, a las que en buena medida observa como ajenas, y estas suelen comportarse desde la irresponsabilidad para con el todo. El Estado es otro que siempre me debe. Por supuesto que el conflicto identitario introduce una importante variante que escapa al análisis ordinario que se suele hacer de esta cuestión. Pero marginando este, el déficit se mantiene. Solo se podrá adquirir la funcionalidad necesaria, corregir los errores más significativos, si los distintos actores en juego toman conciencia nítida de lo que significa la descentralización política del poder.
Una segunda idea relevante que expresó el compareciente fue su apreciación sobre las competencias estatales. En su opinión, el problema no radica en si el Estado debe disponer de más competencias. La reflexión debería centrarse en el ejercicio de las que la Constitución le atribuye. De nuevo, se trata de la necesidad de reivindicar lo evidente (Arroyo, 2019; Quadra-Salcedo, 2021). El estudio y reforma del Estado autonómico pasa en buena medida por la necesidad de recordar lo que puede parecer más obvio. Junto con ello, Sevilla se pronunció por la imperiosa necesidad de mejorar los cauces de relación entre el Estado y las comunidades autónomas. Para él, el déficit va más allá de la inexistencia de efectivos cauces de coordinación. La mera comunicación es deficitaria. Como ministro, el lugar donde se solía encontrar con los presidentes autonómicos era el Comité de las Regiones. Un ejemplo elocuente del déficit que es preciso corregir. Una expresión del recurrente debate sobre las relaciones intergubernamentales (García Morales, 2017; Colino, 2021).
Entre las intervenciones de representantes políticos, por último, merece ser subrayada la intervención de Joaquín Almunia. Dos ideas fueron eje de su intervención. La primera, que casi puede considerarse una constante, la necesidad de disponer de un Senado en el que se encuentren representados los Gobiernos de las comunidades autónomas. La segunda, y en la que más hincapié realizó, la importancia de asegurar la participación de las comunidades autónomas en las decisiones europeas. El cambio más destacado acaecido en relación con las estructuras de poder desde la aprobación de la Constitución es nuestra integración en la Unión Europea. La consecuencia sobre el modelo territorial es evidente. Por ello, en su opinión, esa garantía debería integrarse en el texto constitucional.
Junto con la opinión de estos representantes políticos, se pueden destacar la reflexión realizada por algunos colectivos empresariales y los datos aportados por el director del CIS. Como se indicó, los sindicatos rechazaron comparecer. Los representantes de la CEOE y de CEPYME coincidieron sustancialmente en su análisis, aportando una visión que no puede desconocerse. La aportación más notable, sobre la que hubo plena coincidencia, es que el modelo actual se ha traducido en una hiperregulación normativa, con evidentes duplicidades que lastran la competitividad y eficiencia económica. El exceso de normas y el consiguiente incremento de los trámites burocráticos serían fuente de importantes sobrecostes. Sintéticamente, debe reformarse para simplificar y modernizar. Es necesaria la existencia de una base legislativa única; la eliminación de trámites que en muchas ocasiones están duplicados, o unificar ventanillas, suprimiendo fronteras entre distintas comunidades autónomas.
El director del CIS centró su intervención en la exposición de los datos que las preguntas sobre modelo territorial e identidad han ido acumulando para el instituto a lo largo del tiempo. En primer lugar, informó sobre la opinión de los ciudadanos en relación con las distintas fórmulas de organización territorial del poder. En este punto, el modelo representado por las comunidades autónomas se ha mantenido de forma constante como el preferido por los ciudadanos con un nivel de apoyo cercano al 40 %. Solo durante los peores años de la crisis económica ese apoyo descendió. Es una cuestión trascendental. Durante la pandemia, el protagonismo de las comunidades autónomas ha sido indudable. De momento, las diferentes encuestas realizadas valoran su gestión mejor que la del Estado, aunque con unos niveles de aprobación relativamente bajos[6]. El dato de la preferencia por la opción autonómica debe completarse señalando que, entre las fórmulas alternativas, la segunda preferida es un Estado sin autonomías, fórmula que tiene una media de apoyo del 18 %, habiendo llegado al 24 % en la crisis de 2008. La fórmula “con más autonomía” se ha mostrado siempre con un apoyo ligeramente inferior, promediando un 15-16 %. De forma coherente con los datos anteriores, el apoyo a esta opción decayó hasta un 10 % durante la crisis. Finalmente, las dos últimas opciones por las que tradicionalmente ha preguntado el CIS, comunidades autónomas con menos autonomía y posibilidad de reconocimiento de acceso a la independencia, se han movido en el entorno del 10 %.
Junto con este dato, se refirió al sentimiento identitario, destacando que solo un 6 % de la población se siente solo de su comunidad autónoma y que, en ese momento, crecía el sentimiento identitario español. Siempre he creído que el dato sobre las adscripciones identitarias posee gran relevancia, y no solo para un análisis sociológico. La fórmula política que se elija para organizar territorialmente una comunidad debe tener como condición el facilitar que la mayoría de la población se pueda sentir cómoda con esta. Y esa comodidad viene marcada por la identidad. De allí la relevancia de que, por ejemplo, en Cataluña, de acuerdo con los estudios de opinión de institutos de la propia Generalitat, el sentimiento identitario ampliamente mayoritario es el compartido. Solo una minoría se siente exclusivamente catalana y una aún menor, exclusivamente española[7].
Como indiqué, un número relevante de comparecencias fue protagonizado por académicos, casi todos juristas, y, en concreto, constitucionalistas. También, como dije, creo que es ocioso referirme al contenido de sus exposiciones, ya que su parecer es ampliamente conocido. Pero hay una idea general que subrayar. En general, hubo acuerdo sobre el éxito del modelo y sobre la necesidad de su reforma. Mas ese acuerdo no se extendió a las posibles soluciones. Sí, hay una gran cantidad y excelentes estudios y diagnósticos sobre nuestro modelo territorial. Pero hay que decir que no existe un acuerdo sustantivo sobre los criterios que deberían inspirar su reforma. Y no se trata de discrepancias de matiz, alrededor de determinadas opciones “técnicas”. Las diferencias son mas sustantivas. Ello se puso claramente de manifiesto alrededor del informe sobre la reforma de la Constitución, coordinado por el profesor Muñoz Machado (2017). Su director compareció y defendió lo allí expuesto sobre el modelo territorial. Por su lado, otros comparecientes rebatieron su contenido. Finalmente, creo que es preciso traer a colación una idea expuesta por el profesor Blanco Valdés (2012). Los problemas de España los tienen todos los Estados descentralizados. Es un dato que no debiera obviarse en el momento de afrontar la reforma. Tampoco hoy, cuando nos lamentamos por carencias y defectos. No hay un modelo territorial perfecto. Centralizado o descentralizado, la organización territorial del poder siempre es cuestión objeto de debate. Y en los modelos descentralizados, federales, cuasi federales o regionales, algunos temas son recurrentes. Financiación, relaciones intergubernamentales, lealtad, reparto competencial… Creo que nos son conocidos. Por supuesto, ello no quiere decir que haya que contentarse, que no deba hacerse nada para resolver nuestros problemas. Ni siquiera significa que nuestro modelo no tenga problemas específicos, incluso más relevantes que en otros lugares. Pero tenerlo presente debería ayudar a desdramatizar y relativizar. Y serviría para comprender que nunca se encontrará un modelo perfecto. Siempre existirán disfunciones y, consecuentemente, siempre será necesario tener la flexibilidad suficiente para ir adaptando y reformando el modelo sin que ello se pueda identificar con su fracaso.
IV. UNA BREVE VALORACIÓN DE SUS TRABAJOS
En líneas introductorias he anticipado algunas consideraciones valorativas sobre el trabajo de la Comisión, por lo que no me extenderé demasiado. A pesar de todas las limitaciones que se han descrito, se puede afirmar que la creación de la Comisión fue un acierto. Desde luego, la falta de consenso político, la ausencia de importantes formaciones políticas, lastró el trabajo de la Comisión y obliga a matizar sus resultados. Siempre se podrá alegar que los ponentes respondían a la visión de una parte reducida del espectro político, básicamente aquellos que muestran su conformidad con la idea de que el modelo constitucional sea, al menos, punto de partida para posibles reformas. Ello es cierto. Pero nadie puede decir que no hubo oportunidad de debatir sobre este tema en el Parlamento, que no se intentó crear un cauce de diálogo. Se intentó, pero no todos consideraron que fuese momento oportuno para ello.
En mi opinión, lo que sí puede ser objeto de crítica es el tenue apoyo que tuvo por las fuerzas políticas que apoyaron su creación. La ausencia de entusiasmo de los distintos actores fue perceptible desde el primer momento y ello se tradujo en la menor relevancia política de su hacer. Algunos hechos sirven para avalar esta tesis. Así, Ciudadanos, que ya declaró sus recelos al principio de los trabajos, acabó abandonando la Comisión por lo que bien puede estimarse una excusa oportuna[8]. Por su parte, si bien el PSOE impulsó la Comisión, transmitió la sensación de que, una vez creada, sus dirigentes perdían interés en su desarrollo. Desde el partido, desde el grupo parlamentario, no se apoyó con verdadera determinación su trabajo. La circunstancia, ya mencionada, de que habiendo accedido a la Presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez, impulsor e ideólogo de la iniciativa, se olvidase de ella refleja esa deriva. Finalmente, el PP se sumó desde la reticencia y poco impulso podía esperarse de esta formación. Una descripción que puede ser suficiente para descalificar o, al menos, relativizar los trabajos de la Comisión, y más si se suma a la hostilidad declarada de otros. Con todo, y sin entusiasmo, pienso que su creación fue, al menos, una oportunidad para una reflexión diferente. Y hoy, un precedente necesario. No solo en relación con el contenido de sus trabajos. También como referencia del deber ser y hacer del Parlamento en relación con las grandes cuestiones, y, en concreto, con el modelo territorial.
Las objeciones anteriores pueden explicar el escaso protagonismo que la crisis catalana tuvo en la Comisión. También pueden invertirse los términos. Su gravedad y la cercanía temporal a sus momentos más dramáticos explican la liviandad del compromiso político. En todo caso, es inevitable valorar negativamente esta carencia. Se puede alegar que no era posible abordar esta cuestión porque el nacionalismo había rechazado este cauce, siquiera fuese para expresar su discrepancia más radical. Creo que ello no debería haber impedido que las fuerzas políticas nacionales, ampliamente mayoritarias, y que compartían premisas básicas, fuesen capaces de abordarla y buscar un punto de partida para salir del impasse. No fue así. Asimismo, es objetivo que, en conjunto, dominó una visión “técnica” de la cuestión territorial, siempre matizada por su innegable carga política. En todo caso, la visión mayoritaria expresada fue la de los profesores y no la de otros agentes políticos y sociales.
Desde una visión de conjunto, el déficit más relevante que se puede adjudicar a la Comisión es ajeno a su responsabilidad. Me refiero a la inexistencia del dictamen conclusivo. La disolución de la legislatura provocó el final sobrevenido de sus trabajos sin que siquiera se hubieran podido celebrar todas las comparecencias. Se puede alegar que, en cualquier caso, ese dictamen habría estado descafeinado al formar parte solo dos grupos parlamentarios en el momento de su disolución. Pero dada la relevancia inobjetable de esos grupos, haber dispuesto de su parecer plasmado en un dictamen parlamentario habría sido importante. La razón de ser de la Comisión y los trabajos realizados bien hubiese merecido concluir con el correspondiente dictamen. Creo que ello refleja también uno de nuestros principales problemas institucionales. Domina la coyuntura. No hay una auténtica política de Estado. Las decisiones, incluso estructurales, como la de la creación de esta Comisión, más bien parecen, exclusivamente, fruto de la voluntad de responder a la oportunidad política.
Alguna reflexión final. En cualquier caso, en sus dieciséis sesiones se generó un material de interés que bien podría servir para la elaboración de un documento de trabajo. Por la ausencia de diagnóstico político, no cabría atribuirle una importancia esencial. Pero sería un documento interesante que sumar a los muchos e importantes que ya hay. Asimismo, el trabajo de la Comisión lleva a una conclusión relevante: es necesario ensanchar el espacio de las reflexiones. Hay un excesivo dominio de reflexiones y estudios jurídicos. Se necesitan más voces políticas desde la experiencia y desde el presente. Y es preciso escuchar a otros sectores. Es preciso conocer el parecer de los sectores sociales que día a día viven la realidad de la distribución territorial del poder. Y, por supuesto, hay que ampliar los ámbitos académicos. Se necesitan sociología, economía, estudios políticos. El tema territorial solo es jurídico en su traducción final. Por último, subrayaría la importancia de la necesidad de integrar adecuadamente el gobierno local. El examen y los diagnósticos sobre la organización territorial han ignorado en demasiadas ocasiones las exigencias derivadas de una visión completa del modelo territorial. Una visión que, por supuesto, exige tener en cuenta el papel que en el reparto del poder y, sobre todo, en el servicio a los ciudadanos tienen las entidades locales, en particular, municipios y provincias.
V. Y DESPUÉS, ¿QUÉ? UNA NECESARIA MIRADA AL FUTURO
Es preciso acabar esta reflexión mirando al futuro. El puente se puede levantar sobre escasos pilares mediante una pregunta muy corta: y hoy, ¿qué? La Comisión se creó como consecuencia de la crisis catalana, aunque, como se vio, este casi acabó siendo un tema marginal. En el momento de su constitución, concurrían dos crisis sobre nuestro modelo territorial: la técnica y la de integración nacional. Había una coincidencia importante: era preciso reformar el modelo. Por sus insuficiencias iniciales, pero, sobre todo, para corregir las disfunciones de su evolución. La paradoja era que el mismo acuerdo que existía sobre la necesidad de la reforma se trasladaba al diagnóstico sobre su viabilidad. Todos coincidían en que la reforma era imposible. Ni siquiera había acuerdo político para iniciar el diálogo necesario para comenzarla. En este punto deben realizarse algunas reflexiones complementarias.
No existió el mínimo acuerdo necesario cuando los males eran menores y las posibilidades de reforma, significativamente mayores. En los inicios de la primera década del siglo, las señales de desgaste del modelo eran evidentes y afectaban a sus dos dimensiones, “técnica” y de integración (Aja y Viver, 2003). Creo que fue el momento en el que un éxito devino en fracaso. Y la causa fue estrictamente política. De nuevo, los partidos estuvieron por debajo de las exigencias del tiempo histórico. El PSOE, en el Gobierno, buscó dar respuesta a la crisis mediante la aprobación de nuevos estatutos de autonomía. En especial, mediante la aprobación de un nuevo estatuto de autonomía en Cataluña, de forma que diese cauce a las nuevas exigencias de esta comunidad. Era el momento de abordar la reforma del modelo territorial. Pero no fue la forma adecuada. El proceso se dirigió de abajo arriba. El Estado fue más espectador que director y el resultado fue una suma heterogénea de textos que difícilmente admitían una lectura positiva (Jornadas de Sigüenza, 2006; Pau y Vall, 2008; Montilla, 2015). Y hay que aclarar que, aunque algunos planteaban evidentes problemas de constitucionalidad, esta no era la objeción principal que se podía poner al proceso. El problema es que no hubo diseño alguno. Como en su momento escribí, el Estado quedó desconcertado, sin brújula territorial. Una oportunidad que, como el tiempo demostró, era realmente histórica se desaprovechó. Ni el PSOE en el Gobierno ni el PP en la oposición supieron estar a la altura de las circunstancias.
En 2018 se repitió la historia. Ni siquiera PSOE, PP y Ciudadanos, que en teoría coincidían en lo esencial, fueron capaces de abordar la reforma. Y hubiesen podido hacerlo. Al menos, ponerse de acuerdo en un marco común que ofrecer y, en su caso, negociar con el nacionalismo. Este matiz es importante. Muchas veces se dice que era imposible siquiera hablar sobre este tema porque el nacionalismo se negaba a cualquier alternativa que no pasase por el reconocimiento del principio de autodeterminación. Un argumento fácil y necesariamente desmontable. Ese nacionalismo no representaba, ni representa, siquiera al 50 % de la población de Cataluña. Además, todos los estudios de opinión pública demuestran que un sector importante de aquellos que hoy lo apoyan vería con interés la emergencia de una tercera vía. La obligación de los tres partidos de ámbito nacional que coincidían en los presupuestos constitucionales era diseñar esa opción. Insistir en la responsabilidad política de estos actores es necesario.
El análisis de la relación entre reforma y voluntad política en relación con la crisis de integración debe finalizar con el presente, es decir, con un Gobierno presidido por el PSOE y en coalición con Podemos. Necesariamente, el juicio vuelve a ser negativo. Como se indicó, si en la oposición, al menos en el momento de su creación, Pedro Sánchez dio una importancia extrema a la Comisión como cauce para sustituir el conflicto por el diálogo, cuando accedió a la Presidencia del Gobierno perdió todo interés por esta, hasta dejarla morir sin acabar sus trabajos. Es más, puede decirse que, una vez creada, se desentendió de ella. Y desde un análisis meramente descriptivo, el juicio sobre la política territorial del Gobierno de coalición PSOE-Podemos tampoco puede ser positivo. De hecho, no existe política como tal. Todo se ha sustituido por negociaciones bilaterales con los nacionalistas vascos y catalanes para obtener sus imprescindibles votos en el Congreso a cambio de continuas y, en ocasiones, muy relevantes cesiones. La aproximación más ambiciosa que se ha hecho es una indefinida y poco activa mesa de diálogo entre el Gobierno de la Nación y la Generalitat de Cataluña, que, amén de sus déficits de representatividad inicial, no ha llegado a propuesta concreta alguna.
Y estando desnudos, llegó la pandemia. La crisis provocada por la covid-19 ha puesto en evidencia muchas debilidades del Estado y ha sido especialmente elocuente en relación con la forma territorial. Nada extraño cuando las comunidades autónomas son la entidad territorial competente para la gestión de la mayoría de las competencias relacionadas con el Estado social. Afirmar que problemas estructurales del Estado se encuentran ligados al modelo de organización territorial no significa que los problemas que la crisis sanitaria ha puesto en evidencia estén provocados por el modelo territorial. Muchos años de abandono y mal hacer político y administrativo han generado una erosión severa del funcionamiento del Estado en su conjunto. Se han erosionado tanto una cultura del buen hacer como el camino de las reformas estructurales. Ese abandono se ha proyectado también sobre el modelo territorial. Inevitablemente, las consecuencias se entrecruzan y retroalimentan. Así, durante estos dos últimos años, se ha evidenciado que los problemas relacionados con las políticas públicas más relevantes se cruzan con los del modelo territorial (Biglino Campos y Durán Alba, 2020). Hoy, puede haber coincidencia en la necesidad de abordar reformas en sanidad, educación o servicios sociales, por poner ejemplos. Es evidente que la efectividad de las reformas dependerá de la revisión del modelo territorial.
Es posible predecir que existirá la tentación de discutir la necesidad de recentralizar ciertas competencias. Incluso es factible que el apoyo de la opinión pública al Estado autonómico se haya debilitado, aunque, como se indicó, hay indicios para pensar que no ha sido así. Por ello, más que nunca, resulta imprescindible realizar una lectura correcta de lo sucedido. Como se indicó, una mirada comparada demuestra que la forma de organización territorial del Estado no ha influido en su capacidad de respuesta ante la crisis. Es más, algunos de los Estados que mejor han respondido son federales, como Alemania, Austria, Canadá o Australia (Chattopadhyay y Knüpling, 2020). El debate no es centralización sí o no. La discusión debe centrarse sobre cómo lograr un mejor funcionamiento del Estado. Un debate que supera el tema territorial. España como Estado tiene que corregir carencias cada vez más acusadas. Sin duda, no es un tiempo sencillo y algunos problemas escapan al hacer de los dirigentes. Al menos, su capacidad de influencia sobre estos es menor de lo deseable. Pero hay otros muchos problemas que sí pueden tener respuesta adecuada desde el poder público. Es objetivo que la política española se ha ido alejando progresivamente de las reformas estructurales para centrarse en objetivos coyunturales directamente ligados a las respectivas expectativas de permanencia en el poder.
Así, creo que se puede afirmar que, mayoritariamente, los fallos que se pueden relacionar con el modelo territorial no son inherentes al diseño constitucional. Más bien, se encuentran directamente vinculados con malas prácticas políticas y de gestión. Prácticas que desde hace tiempo están erosionando el conjunto de las instituciones estatales. Los problemas del diseño constitucional existen, pero no serían tan graves y, desde luego, en un momento de crisis no habrían tenido las consecuencias estudiadas. Así las cosas, es necesario detenerse. Detenerse y realizar un diagnóstico global de funcionamiento del Estado. De alguna manera, es preciso reconstruirlo.
Desde esta premisa general, y en primer lugar, se necesita un diagnóstico concreto. Un diagnóstico sobre aquello que se ha evidenciado que funciona mal. Un diagnóstico que deberá vincularse a una reflexión sobre cuál es la asignación de competencias más correcta para la eficacia y mejor ejecución de las políticas públicas. Más allá de la dialéctica centralización/descentralización, es imperioso fijar la atención en la eficacia de las políticas públicas. Un criterio que debe ser determinante para la asignación de competencias y que obliga a no olvidar la posición de los entes locales en la organización del poder. En segundo lugar, hay que dejar de hablar de descoordinación y relaciones intergubernamentales para pasar a la acción. En el terreno político y en el terreno administrativo. Y es importante que se haga tanto entre el Estado y las comunidades autónomas como entre estas. En tercer lugar, hay que abordar en profundidad la reforma del sistema de financiación sustrayéndolo a la coyuntura política. Prácticamente desde el principio se ha eliminado la racionalidad para depender de los equilibrios políticos de cada momento, adquiriendo en demasiadas ocasiones expresiones groseras. No hay que ser iluso. El sistema nunca será perfecto. En todos los modelos descentralizados, la financiación es un continuo dolor de cabeza y los defectos y problemas que se denuncian, similares (Sáenz, 2014). Pero, como en otras cosas, nuestro modelo ha derivado a un territorio en el que no puede mantenerse por bien del sistema. Así, comenzar trabajando desde los principios de realismo, estabilidad y responsabilidad sería un ejercicio razonable. En cuarto lugar, es preciso generalizar una política de la transparencia y de la responsabilidad. Los ciudadanos deben saber qué hace cada Administración y con qué medios. También hay que generalizar la asunción de responsabilidad por errores o, simplemente, mala gestión. La autonomía debe defenderse desde una gestión virtuosa. Hay que desdramatizar la responsabilidad. Los errores son normales, comunes a cualquier sistema político. Simplemente, se deben reconocer y rectificar y, en su caso, acompañarse de la correspondiente asunción de responsabilidades. En quinto lugar, las comunidades autónomas deben repensar su forma de ejercer la autonomía. Es preciso que se dé preferencia a la calidad de la gestión y a la ejecución de verdaderas políticas públicas acordes con sus características que a excesos retóricos muchas veces traducidos en legislación innecesaria. En relación con ello, hay que dar más importancia a la Administración. Objetivamente se puede decir que uno de los fracasos de la España democrática es el modelo burocrático administrativo. En particular, las comunidades autónomas deberían realizar una reflexión rigurosa sobre este tema. En demasiadas ocasiones, se transmite la sensación de que su modelo administrativo no se corresponde ni con el volumen de competencias asumidas ni con las exigencias de un tiempo dominado por el cambio constante. No hay gobierno eficaz sin una Administración capaz. Los retos del buen gobierno son cada vez mayores y más complejos y, sin embargo, las Administraciones son cada vez más débiles y deudoras de viejos vicios. En sexto y último lugar, hay que mirar a las entidades locales e integrarlas en la reordenación global del modelo territorial. Pensar el modelo territorial sin integrar en el diseño a provincias y, especialmente, municipios ha sido un vicio de origen. Un defecto que el tiempo ha agravado. En la sociedad contemporánea el rol de los municipios es cada vez más relevante. Una adecuada ordenación de las políticas públicas exige tomarlos en consideración para asignarles las correspondientes competencias.
Por supuesto, se pueden pensar otras líneas de trabajo. Es más, las hay y es preciso desarrollarlas. Con las palabras que anteceden solo he querido reflejar una aproximación a un programa de trabajo. Existe acuerdo, como se ha visto en estas mismas páginas, en que la reforma del modelo territorial es imprescindible. Un acuerdo que después de la pandemia aún tendrá apoyos más firmes. Es más, no es posible saber si el statu quo podrá permanecer impasible ante las exigencias de cambio derivadas de esta. Con las propuestas planteadas y con otras similares que pueden formularse, solo he querido poner de manifiesto que esa reforma es terrenal, que debe abordarse desde cuestiones concretas que escapan a las grandes definiciones del Estado. Quizá algún día haya que visitar la metafísica. Pero los ciudadanos no pueden esperar hasta ese momento para tener un Estado más eficaz. Es preciso comenzar a trabajar ya en reformas concretas.
Una última idea. Nada será posible si no se modifican las pautas de comportamiento. En dos sentidos. Todos tienen que ser respetuosos con las exigencias del Estado de derecho y buena administración. Y todos tienen que ser coherentes con las exigencias de la cultura federal. Por supuesto, en su momento ello puede exigir la reforma de la Constitución. Pero creo que sería un grave error depositar en la reforma de las normas jurídicas todas nuestras esperanzas. Solo si cambia la cultura política, y, con ella, el comportamiento de las élites, será posible intentar el éxito. Abandonar el sectarismo por la cultura del acuerdo. Recuperar el rigor y la capacidad como criterio de gestión. Asumir con naturalidad el respeto a las instituciones y al Estado de derecho. Son solo algunos de los sustentos de esa cultura. Y todo ello, presupuesto de la reforma territorial.
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[1] Crisis que se han reflejado en tensiones importantes sobre el derecho constitucional (al respecto, véase el número 109 de la REDC).
[2] Una afirmación que se sustenta en la evolución de la opinión pública catalana, de acuerdo con las encuestas realizadas por el Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat.
[4] Ley 19/2017, de 6 de septiembre, del Referéndum de autodeterminación, y Ley 20/2017, de 8 de septiembre, de transitoriedad jurídica y fundacional de la República.
[5] https://www.congreso.es/web/guest/busqueda-de-iniciativas?p_p_id=iniciativas&p_p_lifecycle=0&p_p_state=normal&p_p_mode=view&_iniciativas_mode=mostrarDetalle&_iniciativas_legislatura=XII&_iniciativas_id=153%2F000007
[6] Hasta el momento de escribir estas líneas, las diversas encuestas publicadas valoran más positivamente la gestión de las comunidades autónomas que la del Estado, si bien peor que la gestión municipal y en línea descendente. En todo caso, resulta evidente que la epidemia ha enfrentado al Estado autonómico a una situación excepcional después de la cual nada debería ser igual. Entre otras cosas, porque las percepciones de los ciudadanos sobre los modelos de gestión han cambiado.
[7] Véanse las encuestas realizadas por el Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat de Cataluña al respecto (https://ceo.gencat.cat/es/inici/).
[8] En concreto, por la negativa del PSOE a aceptar la comparecencia de varios expolíticos socialistas.