LA INVIOLABILIDAD DE LAS CÁMARAS PARLAMENTARIAS EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO ESPAÑOL: SIGNIFICADO Y ALCANCE

THE INVIOLABILITY OF PARLIAMENTARY CHAMBERS IN THE SPANISH LEGAL SYSTEM: MEANING AND SCOPE

Luis González del Campo

Parlamento de Cantabria

Cómo citar / Nola aipatu: González del Campo, L. (2022). La inviolabilidad de las Cámaras parlamentarias en el ordenamiento jurídico español: significado y alcance. Legebiltzarreko Aldizkaria - LEGAL - Revista del Parlamento Vasco, 3: 64-107
https://doi.org/10.47984/legal.2022.007

RESUMEN

Los intentos de coartar el libre funcionamiento de las Cámaras forman parte de la historia del parlamentarismo. Por ello, la protección del libre funcionamiento de los Parlamentos y la del espacio en el que llevan a cabo sus funciones constituyen garantías esenciales del funcionamiento de la democracia representativa, que en la tradición del derecho parlamentario integran las denominadas prerrogativas o privilegios de las Cámaras y que encontraron reconocimiento explícito en la Constitución Española de 1978, cuyo art. 66.3 proclama: “Las Cortes Generales son inviolables”. Una previsión relativamente original en derecho comparado y novedosa en nuestra tradición constitucional que fue también incorporada a los distintos estatutos de autonomía de las comunidades autónomas. El propósito de este trabajo radica en desentrañar el significado y alcance de la garantía constitucional y estatutaria de la inviolabilidad de las Cámaras en el ordenamiento jurídico del Estado español y su conexión con otros elementos integrantes del diseño institucional de las Asambleas legislativas.

PALABRAS CLAVE

Prerrogativas parlamentarias, inviolabilidad de las Cámaras, Presidencia de las Cámaras, facultades de policía, manifestaciones ante las Cámaras, delitos contra las Asambleas legislativas.

LABURPENA

Legebiltzarren funtzionamendu askea mugatzeko ahaleginak parlamentarismoaren historiaren zati dira. Hori dela eta, legebiltzarren funtzionamendu askea eta beren eginkizunak betetzen dituzten espazioa babestea ordezkaritzazko demokraziaren funtzionamenduaren funtsezko bermea da. Zuzenbide parlamentarioan, berme horietako batzuk dira legebiltzarren abantaila edo pribilegio direlakoak, 1978ko Espainiako Konstituzioak berariaz aitortuak; izan ere, Espainiako Konstituzioaren 66.3 artikuluak dioenez, “Gorte Nagusiak bortxaezinak dira”. Xedapen hori nahiko orijinala izan zen zuzenbide erkatuan, baita berritzailea ere gure konstituzio-tradizioan, eta autonomia-erkidegoen autonomia-estatutuetan ere txertatu zen. Lan honen asmoa da argitzea zer esan nahi duen eta zer irismen duen legebiltzarren bortxaezintasunaren konstituzio- eta estatutu-bermeak Espainiako estatuaren antolamendu juridikoan, eta zer lotura duen legebiltzarren erakunde-diseinua osatzen duten beste elementu batzuekin.

GAKO-HITZAK

Abantaila parlamentarioak, legebiltzarren bortxaezintasuna, legebiltzarretako lehendakaritza, polizia-ahalmenak, legebiltzarren aurreko manifestazioak, legebiltzarren aurkako delituak.

ABSTRACT

Attempts to restrict the free functioning of the Chambers are part of the history of parliamentarism. For this reason, the protection of the free functioning of Parliaments and the space in which they carry out their functions constitute essential guarantees of the functioning of representative democracy, which in the tradition of parliamentary law integrate the so-called prerogatives or privileges of the Chambers and which found explicit recognition in the Spanish Constitution of 1978, whose article 66.3 proclaims that “The Cortes Generales are inviolable”. A relatively original provision in comparative law and novel in our constitutional tradition that was also incorporated into the different Statutes of autonomy of the Autonomous Communities. The purpose of this work lies in unraveling the meaning and scope of the constitutional and statutory guarantee of the inviolability of the Chambers in the legal system of the Spanish State and its connection with other elements of the institutional design of the legislative Assemblies.

KEYWORDS

Parliamentary prerogatives, inviolability of the Chambers, presidency of the Chambers, police powers, demonstrations in front of the Cameras, crimes against the legislative Assemblies.

SUMARIO

I.INTRODUCCIÓN.

II.EL RECONOCIMIENTO CONSTITUCIONAL Y ESTATUTARIO DE LA INVIOLABILIDAD DE LAS CÁMARAS. 1. El artículo 66.3 CE: origen e interpretación doctrinal. 2. La jurisprudencia constitucional. 3. La inviolabilidad de los Parlamentos autonómicos.

III.LA PROYECCIÓN INTERNA. 1. Las facultades de policía: el mantenimiento del orden dentro del recinto parlamentario. 2. La organización de la seguridad interior de las Cámaras.

IV.LA PROYECCIÓN EXTERNA. 1. El artículo 77 CE y el ejercicio del derecho de reunión y manifestación ante las Cámaras. 2. La protección penal de la inviolabilidad de las Cámaras.

BIBLIOGRAFÍA.

I. INTRODUCCIÓN

En 2021 se cumplía el cuadragésimo aniversario del asalto al Congreso de los Diputados acaecido el 23 de febrero de 1981, y como la historia no solo es impredecible, sino que a veces alumbra sorprendentes coincidencias, comenzó con la retransmisión televisiva de un acontecimiento similar que, sin embargo, nunca hubiéramos imaginado contemplar: el día 6 de enero de 2021 tuvo lugar la invasión por parte de una turba del Capitolio, sede del Congreso de los Estados Unidos en Washington DC, en el transcurso de la sesión conjunta destinada a confirmar la elección del nuevo presidente electo. El paralelismo y las similitudes entre ambos acontecimientos –salvando las distancias de tiempo y lugar– resultan claros. También se cumplía el décimo aniversario de los hechos que tuvieron lugar en el mes de junio de 2011 en los aledaños del Parlamento de Cataluña, en el curso de las movilizaciones convocadas para protestar por las políticas de ajuste del gasto social en el marco de la crisis económica desencadenada a partir de 2008, que, bajo el lema “Aturem el Parlament” (“Paremos el Parlamento”), pretendieron impedir la celebración del debate parlamentario del presupuesto, dando lugar a sendos pronunciamientos judiciales de signo opuesto (de la Audiencia Nacional –en instancia– y del Tribunal Supremo –en casación–), que comportaron finalmente la condena penal de algunos participantes por el tipo delictivo previsto en el art. 498 CP[1].

En realidad, la historia del parlamentarismo está salpicada de acontecimientos como los descritos. Probablemente uno de los más famosos y más antiguos en el tiempo, por afectar, además, a una de las instituciones parlamentarias por antonomasia, el Parlamento británico, y por haber dado lugar a uno de los rituales más llamativos de su funcionamiento, tuvo su origen en la irrupción del monarca Carlos I en la Cámara de los Comunes, acompañado de una numerosa fuerza armada, el 4 de enero de 1642, con la intención de arrestar a cinco de sus miembros considerados conspiradores contra la Corona. Comoquiera que estos habían huido, el monarca inquirió al speaker sobre su paradero, negándose este a responder, en virtud de su voto de obediencia a la Cámara y, a la postre, en garantía de su libertad e independencia. El incidente fue formalmente considerado una violación de los privilegios del Parlamento frente a la Corona y resultaría decisivo para el posterior desencadenamiento de la guerra civil que enfrentaría a las dos instituciones[2].

En nuestra historia constitucional es también sobradamente conocido el episodio, antecedente de lo acaecido el 23-F, de la irrupción del general Pavía en el Palacio de las Cortes el 3 de enero de 1874 al mando de una fuerza armada que desalojó a los diputados mientras se votaba el nombramiento de un nuevo presidente del Ejecutivo tras el voto de censura a Emilio Castelar[3]. El incidente llevó de facto a la disolución de las Cortes y, a la postre, supondría el fin de la Primera República española pocos meses después, por virtud de un nuevo pronunciamiento militar encabezado por el general Martínez Campos, dando paso a la restauración monárquica y a la aprobación de la Constitución de 1876.

Más allá de su significación histórica y política, en términos jurídico-constitucionales, los episodios descritos tienen un denominador común[4]: entrañan una grave perturbación del funcionamiento del órgano depositario de la representación popular y atentan frontalmente no solo contra el espacio físico en el que desarrolla sus funciones, sino también, y principalmente, contra la libre deliberación, conformación y expresión de la voluntad política de los representantes libremente elegidos. Todos ellos se caracterizan, además, por tener lugar en momentos especialmente álgidos del proceso histórico de acceso de los Parlamentos al centro de decisión del poder estatal; en situaciones de crisis constitucional en las que la institución parlamentaria se convierte, ya en símbolo que doblegar, ya en obstáculo insalvable para coyunturales aspiraciones transformadoras del statu quo vigente. Un proceso de transformaciones de la institución parlamentaria en el que se van decantando algunas de sus características específicas, que la diferencian de los demás órganos constitucionales y que contribuyen, a la postre, a definir su posición en el sistema[5]. La primera y esencial, entre ellas, su condición de único órgano estatal investido de la legitimación democrática directa resultante de la celebración periódica de elecciones por medio del sufragio universal de los ciudadanos, titulares de la soberanía (art. 1.2 CE). Y la segunda, consecuencia lógica de la anterior, su autonomía e inmunidad frente a los demás poderes del Estado, que se convierte en una garantía de carácter constitutivo del órgano: el Parlamento elegido tras cada convocatoria electoral, por ser resultado inmediato del principio de legitimidad democrática, debe ser necesariamente “guardián de su propia integridad” (Pérez Royo, 2021: 81), erigiéndose en “el único poder configurado como un orden privilegiadamente autónomo” (Garrorena Morales, 2001:65).

Por ello, la protección de esa específica posición, la del libre ejercicio de sus fundamentales atribuciones constitucionales y la del espacio físico en el que se llevan a cabo constituyen garantías esenciales del funcionamiento de la democracia representativa, que en la tradición del derecho parlamentario integran las denominadas prerrogativas o privilegios de las Cámaras y que encontraron reconocimiento explícito en nuestro texto constitucional de 1978, cuyo art. 66, norma de apertura del título III, dedicado a las Cortes Generales, tras proclamar su carácter representativo y bicameral y definir sus principales funciones, les atribuye el carácter de “inviolables”. Una proclamación de inviolabilidad de las Cámaras que los distintos estatutos de autonomía, como normas institucionales básicas de las comunidades autónomas, extenderían posteriormente a las distintas Asambleas legislativas autonómicas[6], que en la lógica de la descentralización territorial del poder político experimentaron también desde muy temprano perturbaciones en su funcionamiento que pusieron de relieve la necesidad de contar con garantías orientadas a la efectividad de dicha prerrogativa[7].

El propósito de este trabajo radica precisamente en desentrañar el significado y alcance de la garantía constitucional y estatutaria de la inviolabilidad de las Cámaras en el ordenamiento jurídico del Estado español. Con la vista puesta en dicho objetivo, enseguida se hace evidente –y, como veremos, así lo ha establecido nuestro Tribunal Constitucional– que dicha garantía guarda algún tipo de conexión con otros elementos integrantes del diseño institucional de las Asambleas legislativas, que deberá ser explorada. Se tratará de analizar en qué medida tanto las garantías individuales del ejercicio de la función parlamentaria (art. 71 CE), como la autonomía normativa, organizativa y presupuestaria que la misma Constitución les reconoce (art. 72.1 CE), la específica atribución a su Presidencia de las facultades de policía en el interior de sus respectivas sedes (72.3 CE), o la prohibición expresa de la presentación de peticiones a las Cámaras por medio de manifestaciones ciudadanas (art. 77.1), responden a esa misma idea, que, sintetizada en el concepto de “inviolabilidad”, preside la regulación constitucional y estatutaria de nuestros Parlamentos. Todo ello orientado al aseguramiento de una actuación libre de injerencias de cualesquiera otros poderes o agentes en el ejercicio de sus funciones constitucionales y, en última instancia, del desarrollo en su seno de un debate plural y accesible a la opinión pública[8].

Lógicamente, todas esas previsiones encuentran, a su vez, desarrollo, bien en la normativa interna de la institución, bien en la legislación llamada a proteger su funcionamiento, en lo que constituye una distinción básica de partida para afrontar el estudio: la inviolabilidad de las Cámaras despliega de forma simultánea efectos jurídicos tanto hacia el interior como hacia el exterior del órgano. Con carácter previo, sin embargo, resulta inevitable detener nuestra mirada en el reconocimiento positivo de la prerrogativa que analizamos, sus antecedentes y la interpretación que de ella han llevado a cabo doctrina y jurisprudencia constitucionales.

II. EL RECONOCIMIENTO CONSTITUCIONAL Y ESTATUTARIO DE LA INVIOLABILIDAD DE LAS CÁMARAS

1. EL ARTÍCULO 66.3 CE: ORIGEN E INTERPRETACIÓN DOCTRINAL

La indagación en los trabajos parlamentarios de las Cortes constituyentes no aporta más información sobre la motivación de la consagración constitucional de la inviolabilidad de las Cortes Generales en el art. 66.3 que la expresada por el proponente de la enmienda in voce que dio origen al precepto, Gregorio Peces-Barba, entonces diputado del Grupo Socialista, en el transcurso del debate en el seno de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados[9]. En su defensa, el diputado y profesor –que años después desempeñaría la Presidencia de la Cámara Baja– argumentó de forma sucinta que eran los propios términos de la enmienda los que justificaban su inclusión, por constituir “una declaración general de protección de las Cortes Generales”, “una declaración donde se reconozca que la importancia fundamental del poder legislativo y de sus funciones hacen que las Cortes Generales no puedan ser ni interferidas ni coaccionadas ni en sus propias funciones ni en los locales donde las desarrollan”, declaración que debía servir como “fundamento de una protección a nivel de legislación ordinaria en la vía penal de estos aspectos”, invocando, además, “una tradición constitucional en Derecho comparado suficiente”. La enmienda no suscitó reparo o turno en contra alguno y fue inmediatamente aprobada por unanimidad. No obstante la brevedad de su formulación, la justificación expuesta sí ofrece elementos relevantes para la comprensión del alcance de la garantía establecida:

En primer lugar, que la declaración de inviolabilidad responde a la importancia fundamental de las funciones del órgano llamado a desempeñar el poder legislativo.

En segundo lugar, que su finalidad se orienta a la protección de la institución frente a cualesquiera interferencias en el ejercicio de dichas funciones y en la sede o espacio físico en el que se llevan a cabo.

En tercer lugar, que constituye el fundamento constitucional para la ulterior tipificación penal (y aún en el derecho administrativo sancionador, como se verá) de las conductas que el legislador considere necesario prohibir para hacer efectiva dicha protección.

Menos precisa resulta la invocación añadida en la justificación de la enmienda de una supuesta tradición constitucional en derecho comparado[10]. Pues, como se verá después, mientras que la protección de las Cortes sí es una constante de nuestros códigos penales desde mediados del siglo xix, la afirmación de su carácter inviolable no encuentra reflejo en ninguno de los textos de nuestro constitucionalismo histórico, y cuenta tan solo con un precedente en el derecho comparado de nuestro entorno: el de la Constitución danesa de 1953, cuyo art. 34 proclama la inviolabilidad del Folketing, el Parlamento unicameral que, formalmente y en virtud de la tradición constitucional del país nórdico, comparte el poder legislativo con el titular de la Corona[11]. Añade dicho precepto que “cualquier persona que atente contra su seguridad o su libertad, u obedezca cualquier orden dirigida en su contra, será considerada culpable de alta traición”. En cualquier caso, sí existe coincidencia plena en la finalidad de la protección dispensada a la institución parlamentaria[12]: en cuanto suprema institución del país, cualquier acto que amenace su seguridad –lo que, es de suponer, alcanza a la de su espacio físico y a la de sus miembros– y su libertad –en el ejercicio de las trascendentales funciones constitucionales que le atañen– encontrará el correspondiente reproche penal[13].

Con un alcance menor que la proclamación constitucional de la inviolabilidad de la institución, circunscrito a la protección del espacio físico en que se desarrolla la actividad parlamentaria, la Ley Fundamental de Bonn reconoce las potestades de policía y orden interior que corresponden a la Presidencia del Bundestag y prohíbe en su art. 40.2 que puedan llevarse a cabo sin su autorización registros ni incautaciones en el recinto parlamentario[14]. Sin lugar a dudas, una manifestación de la que aquí hemos denominado proyección interna de la inviolabilidad de las sedes parlamentarias que, como veremos, encuentra también reflejo en nuestro derecho parlamentario estatal y autonómico, sobre la base del precedente legislativo de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, cuyo art. 548, en su redacción original de 1882, ya prescribía que “[e]l juez necesitará para la entrada y registro en el Palacio de cualesquiera de los Cuerpos Colegisladores la autorización del Presidente respectivo”, redacción que hoy permanece inalterada.

Parece, por tanto, que, no obstante la afirmación de su proponente, estamos en presencia de una previsión constitucional relativamente original en derecho comparado y novedosa en nuestra tradición constitucional. Sin embargo, la reflexión doctrinal sobre la específica proclamación constitucional de la inviolabilidad de las Cámaras no ha sido muy fecunda. Es en las obras de comentario del texto constitucional, sobre todo las más tempranas, donde pueden encontrarse algunas reflexiones en torno a su significado y alcance. Así, mientras Alzaga Villaamil (1978) se remite a la explicación proporcionada por el debate constituyente, una de las primeras y más completas fue la llevada a cabo por el profesor Andrea Manzella (1981), quien, a partir de la consideración de la inviolabilidad de las Cámaras como la primera de las garantías relativas al reconocimiento de las “condiciones de autonomía constitucional” en que desarrollan sus funciones, planteó dos posibles interpretaciones: una de carácter concreto, que llevaría a incluir bajo la garantía constitucional la inmunidad de sede (en conexión con las facultades de policía en el interior del recinto parlamentario atribuidas a los presidentes por el art. 72.3) y las prerrogativas individuales del art. 71, y otra más amplia, que pasaría por atribuir a la proclamación del art. 66.3 CE “un valor de refuerzo de todo el sistema de garantías de que gozan las Cámaras en el sistema español”, lo que alcanzaría no solo a la vertiente institucional y personal de la inviolabilidad, sino también al reconocimiento constitucional de su autonomía (art. 72) y al carácter permanente y la continuidad funcional de la institución (art. 78). De modo que la fórmula del 66.3, con el refuerzo de su posición en la sistemática del título III, vendría a constituir una “supernorma”, una “fórmula de garantía de las garantías”, o un “principio generalísimo” de alcance general. El autor italiano se decantaba por esta segunda visión, pero cabe plantearse si una interpretación tan amplia de la fórmula del 66.3 CE como la expuesta no conduce más bien a relativizar su alcance, hasta convertirla en superflua. Pues si bien es cierto que su circunscripción a la protección de la sede de las Cámaras y de las garantías funcionales del ejercicio del mandato parlamentario podría resultar un tanto reduccionista, una concepción llevada al extremo opuesto, que pretende anclar en la garantía de la inviolabilidad el fundamento último de sus prerrogativas y, en general, de la posición constitucional diseñada para el órgano, deviene en un vaciamiento del significado normativo concreto de dicha previsión. Quizá por ello las adhesiones a esta concepción han sido minoritarias: tales serían los casos de Linde Paniagua (1998: 106), para quien el art. 66 CE consagra “la posición de preeminencia que ocupan las Cortes Generales en relación con las demás instituciones y órganos del Estado”, para destacar ya específicamente en relación con el apartado tercero que las Cortes Generales son el único poder del Estado del que se predica la inviolabilidad, o Lasagabaster Herrarte (2014), quien enfoca su análisis del procesamiento de algunos miembros de la Mesa del Parlamento Vasco por desobediencia como un conflicto entre poderes que debería haber encontrado cauces de resolución apropiados al margen del derecho penal[15], interesando destacar aquí su comprensión de la inviolabilidad del Parlamento como una “supracategoría jurídica” o una “garantía de las garantías” –que englobaría tanto las prerrogativas colectivas de las Cámaras (autonomía reglamentaria y de gobierno) como las individuales de sus miembros–, justificada en la especial situación de preeminencia o supremacía de la institución parlamentaria sobre los demás órganos constitucionales en el sistema democrático.

Pero la generalidad de los autores que han reflexionado específicamente sobre la inviolabilidad de las Cámaras ha apostado por una comprensión más concreta de su significado y alcance. Esteban y López Guerra (1982) subrayaron tempranamente la importancia de las prerrogativas de las Cámaras y de sus miembros como garantía funcional de su independencia y autonomía frente a los demás poderes estatales, afirmando, en relación con la inviolabilidad, que su finalidad consistiría en impedir que ningún otro poder, ni aún los propios ciudadanos, puedan interferir en modo alguno en su funcionamiento, especialmente por medio de cualquier tipo de “coacción física o moral”. En este sentido, mientras las distintas manifestaciones de la autonomía parlamentaria se dirigen a preservar la independencia de las Cámaras frente a los demás poderes, la inviolabilidad extiende la protección a cualquier interferencia en su actuación proveniente de aquellos o de los particulares, por medio de dos instrumentos: la protección penal frente a eventuales lesiones de la inmunidad de sede y el otorgamiento a los órganos rectores de las Cámaras de las facultades de policía y gobierno interior. Todo ello con el añadido de la prohibición establecida en el art. 77.1 CE, en la que cabría apreciar una “evidente conexión” con la inviolabilidad. Una visión que, en líneas generales, es compartida por Punset Blanco (2001: 253-255), para quien la garantía constitucional de la inviolabilidad de las Cortes se orienta a asegurar el libre desenvolvimiento de su actividad y la proclamación del art. 66.3 CE alude muy concretamente “a la necesaria ausencia de coacción, física o psíquica, con que las cámaras deben desempeñar su función, libres de cualquier género de presión por obra de agentes externos a ellas”. En consecuencia, su correlato estaría en los artículos del Código Penal tipificadores de las conductas atentatorias contra la libertad del órgano y de sus miembros, así como de la inmunidad de la sede parlamentaria, encontrando un “complemento indispensable” en la atribución a la Presidencia de las Cámaras del ejercicio, en su nombre, “de todos los poderes administrativos y facultades de policía en el interior de sus respectivas sedes” (72.3 CE). Pérez-Serrano Jáuregui (1998) pone el acento en el carácter novedoso de la previsión constitucional del 66.3 en nuestro constitucionalismo, para descartar que la inviolabilidad de las Cortes deba entenderse referida simplemente a “la sede del Parlamento como recinto inviolable”, o que pueda atribuirles una irresponsabilidad de carácter jurídico, sobre todo teniendo en cuenta que la actual comprensión de la doctrina de los interna corporis bajo el constitucionalismo democrático en modo alguno puede suponer la existencia de zonas inmunes al control jurisdiccional en la actividad de las Cámaras. Termina por remitirse, en consecuencia, a la argumentación utilizada en el proceso constituyente para justificar la introducción de dicha proclamación constitucional. En sentido análogo, Recoder de Casso y García-Escudero Márquez (2001a), tras calificar de “extraño” el art. 66.3 CE, extraen una doble significación: procurar la tutela penal de determinadas conductas atentatorias contra el libre desenvolvimiento de la actividad de las Cámaras, y la garantía genérica de su independencia mediante la exclusión de todo poder ajeno sobre su recinto, lo que se concretaría en las facultades presidenciales del art. 72.3 CE.

Los comentaristas más recientes se mueven en parámetros similares, aunque con algún matiz específico. Lavilla Alsina (2008) ha señalado que la afirmación constitucional de la inviolabilidad de las Cortes “rinde tributo” a “su primaria concepción como encarnación visible y representativa del pueblo titular de la soberanía”, y, aunque en modo alguno puede suponer la irresponsabilidad del órgano en un Estado de derecho, “sí expresa en rigurosos términos jurídicos la efectiva tutela del ámbito de libertad e independencia que institucionalmente les es propio”, con “reflejos directos” tanto en la propia Constitución –como la prohibición del art. 77.1– como en la protección penal frente a las conductas contrarias a la dignidad de las Cortes o dirigidas a coartar su labor. Finalmente, en sus respectivos análisis del art. 66.3 CE con motivo del cuadragésimo aniversario del texto constitucional, Delgado-Iribarren García-Campero (2018: 1821) circunscribe su significación a la de norma de anclaje constitucional reforzado de la protección penal de la institución parlamentaria, no sin considerar que esta podría existir sin la proclamación formal de su inviolabilidad en la norma fundamental, como, de hecho, sucede en la mayoría de las democracias; mientras que Cavero Gómez (2018: 1086 y ss.), tras atribuir al art. 66 CE el carácter de pieza clave para la interpretación de todas las normas del título III de la Constitución, considera que la declaración de su apartado tercero “entra dentro de la categoría de las garantías institucionales previstas en la Constitución […] con la finalidad de asegurar el normal desenvolvimiento de su actividad” que “permite al legislador concretarla en medidas normativas”, como la protección penal.

A modo de balance, la interpretación llevada a cabo por la doctrina se inclina mayoritariamente hacia una concepción limitada de la prerrogativa, que consideramos constitucionalmente adecuada, para dotar de eficacia a la proclamación del art. 66.3 sin desnaturalizarla. La justificación para su consagración constitucional esgrimida en el debate constituyente debe, a nuestro juicio, constituir el punto de partida para la determinación de su significado y alcance, explorando sus conexiones con otros preceptos constitucionales (arts. 67.2, 71, 72 y 77.1) que se orientan al aseguramiento del libre desempeño por las Cámaras de sus atribuciones constitucionales –garantizando la libre actuación de sus miembros y excluyendo cualquier intromisión o injerencia ajena al órgano– con el refuerzo garantista que entraña, en última instancia, la tipificación penal de las conductas atentatorias contra esa libertad.

2. LA JURISPRUDENCIA CONSTITUCIONAL

Las ocasiones en las que nuestro Tribunal Constitucional se ha pronunciado sobre el significado de la declaración contenida en el art. 66.3 CE no alcanzan la decena, algunas son muy recientes y todas han tenido carácter incidental, lo que no es óbice para que haya aportado algunos elementos interpretativos de interés. Hay un primer elemento destacable: en todos los casos, el tratamiento de la inviolabilidad como prerrogativa colectiva se lleva a cabo desde la perspectiva de su vinculación funcional con las prerrogativas individuales del art. 71 CE, no obstante la necesidad de deslinde entre unas y otras.

En el Auto 147/1982, de 22 de abril, acordando la inadmisión a trámite del recurso de amparo interpuesto frente a la admisión a trámite y publicación de una pregunta parlamentaria que el recurrente estimaba lesiva de su derecho al honor, el Tribunal avanza algunas ideas sobre el sentido y alcance de la inviolabilidad de las Cámaras (FJ 5), señalando que en su vertiente tanto individual como colectiva el concepto de inviolabilidad constituye una “condición necesaria […] para asegurar la plena independencia en la actuación” de las Cámaras y cada uno de sus miembros, “pues su finalidad es asegurar el buen funcionamiento de las instituciones parlamentarias cuya importancia en un sistema democrático es decisiva, entre otras cosas, para la defensa de los mismos derechos fundamentales”. Pero seguidamente aclara: “Ello no excluye la posibilidad de que el Tribunal Constitucional conozca, por la vía que proceda y con los efectos oportunos, de la eventual incidencia que sobre los derechos fundamentales y libertades públicas de las personas, pudieran tener actos de las Cámaras que no fuesen explicables por el ejercicio razonable de las funciones que les están atribuidas y en razón de las cuales se otorga el privilegio de inviolabilidad a las Cortes Generales y a sus miembros”.

Sin embargo, es en la STC 206/1992, de 27 de noviembre, uno de los pronunciamientos decisivos sobre el estatuto jurídico de los parlamentarios desde la perspectiva de la prerrogativa individual de la inmunidad, donde el Tribunal elabora una doctrina más depurada en torno al sentido y alcance de la inviolabilidad de las Cámaras en su conexión con las prerrogativas individuales. En su interesante FJ 3 comienza el Tribunal destacando el carácter “lapidario” con el que se expresa el art. 66.3 CE al declarar la inviolabilidad de las Cámaras, “con fórmula que sólo encuentra parangón en ‘la persona del Rey’ (art. 56.3)”, para establecer a continuación su conexión con la proclamación que de la inmunidad parlamentaria lleva a cabo el art. 71.2. Sin embargo, explica que el fundamento de esa conexión radica en el “carácter objetivo” de las prerrogativas parlamentarias, cuyo reconocimiento constitucional no puede interpretarse en modo alguno como “privilegio personal”, que resultaría incompatible con los valores superiores de la justicia y la igualdad proclamados en el art. 1 CE. Antes al contrario: tales prerrogativas solo pueden concebirse en sentido institucional, precisamente en atención a esa estrecha conexión que guardan con la inviolabilidad de las Cámaras: “La inmunidad, en cuanto expresión más característica de la inviolabilidad de las Cortes Generales, no está concebida como una protección de los Diputados y Senadores frente a la improcedencia o falta de fundamentación de las acciones penales, sino frente a ‘la eventualidad de que la vía penal sea utilizada con la intención de perturbar el funcionamiento de las Cámaras o de alterar la composición que a las misma ha dado la voluntad popular’ (STC 90/1985, fundamento jurídico 6)”, por lo que, no siendo descartable “la hipótesis de una intencionalidad hostil a la institución parlamentaria en la actuación judicial”, lo que se protege en última instancia es que “se altere indebidamente su composición y funcionamiento”, o dicho en otras palabras, el “interés superior de la representación nacional de no verse alterada ni perturbada, ni en su composición ni en su funcionamiento, por eventuales procesos penales que puedan incoarse frente a sus miembros”, correspondiendo a las propias Cámaras determinar en cada caso la preservación de ese interés, “pero sin olvidar nunca que también a ellas les alcanza la interdicción de la arbitrariedad”. Una doctrina que sería reiterada y perfilada en las posteriores SSTC 123 y 124/2001, de 4 de junio.

El art. 66.3 CE no vuelve a recibir atención del Alto Tribunal hasta la STC 123/2017, de 2 de noviembre, en el recurso de inconstitucionalidad interpuesto en relación con diversos preceptos de una ley de las Corts Valencianes que modificaba la Ley 9/2010, de 7 de julio, de designación de senadores en representación de la Comunitat Valenciana, para reiterar la conexión existente entre la prerrogativa institucional de la inviolabilidad y las prerrogativas individuales de los parlamentarios, pero aclarando que no deben confundirse: “[…] las prerrogativas parlamentarias establecidas en los artículos 71.1 y 2 CE son, de una parte, sustracciones al Derecho común vinculadas a la función de los representantes […] [mientras que] la inviolabilidad de las Cortes Generales (art. 66.3) es, de otro lado, una garantía de la institución que aparece en estrecha relación con las de inviolabilidad e inmunidad de sus miembros […], aunque claro está que no se confunde con ellas” (FJ 2.B.c). Por ello resulta sorprendente la afirmación contenida en la posterior STC 172/2020, de 19 de noviembre, sobre determinados preceptos de la polémica Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana (LO 4/2015, de 30 de marzo), de que tanto la prohibición constitucional de presentar peticiones a las Cámaras por medio de manifestaciones (art. 77.1) como los tipos penales de los arts. 494, 495 y 498 CP sirven a la finalidad de “garantizar la inviolabilidad de las Cortes Generales y de sus miembros consagrada en el art. 66.3 CE” (FJ 6.C.b)[16]. Y todo ello sin perder de vista que los mencionados tipos penales no protegen solo la inviolabilidad de las Cortes Generales, sino también la que se predica de las Asambleas legislativas de las comunidades autónomas, como veremos en su momento.

Las más recientes SSTC 70 y 71/2021, de 18 de marzo, que resuelven los recursos de amparo promovidos por algunos de los líderes del independentismo catalán, comparten la misma doctrina y, en lo que aquí interesa, vienen a reiterar (FJ 3) la conexión de la prerrogativa individual de la inmunidad con la prerrogativa institucional de la inviolabilidad, que a la postre constituye la principal aportación de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional en relación con la declaración del art. 66.3, pero que en realidad no contribuye tanto a aclarar su propio significado y alcance como a la explicación del sentido objetivo e institucional de las prerrogativas individuales, subordinado siempre a la protección del “interés superior” que corresponde a las Cámaras de asegurar la integridad de su composición resultante de cada convocatoria electoral y su funcionamiento libre de cualesquiera perturbaciones o injerencias. Así se reafirma también en la STC 184/2021, de 28 de octubre, en el recurso de amparo interpuesto por la expresidenta del Parlament de Cataluña frente a su condena por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo en la Causa especial n.º 20907-2017, donde no solo se rei­tera la conexión entre prerrogativas individuales e inviolabilidad de las Cámaras, sino su fundamentación en la garantía del funcionamiento eficaz y libre de la institución y de su libertad e independencia, amparada en reiterada jurisprudencia tanto del TEDH como del TJUE que la propia resolución trae a colación (FF. JJ. 11.4 y 11.5.6).

3. LA INVIOLABILIDAD DE LOS PARLAMENTOS AUTONÓMICOS

El reconocimiento estatutario de la inviolabilidad de las Asambleas legislativas de las CC. AA., con la única excepción ya expuesta del caso madrileño[17], se explica sin duda por la generalización del diseño institucional previsto por el art. 152 CE en todos los territorios que accedieron al autogobierno en ejercicio del derecho a la autonomía recogido en el art. 2 CE, que supuso la consagración estatutaria de diecisiete Cámaras legislativas dotadas de un perfil muy similar en sus aspectos institucionales y construido en gran medida a semejanza del modelo diseñado por la Constitución para la organización central: el característico de un sistema parlamentario racionalizado (cfr. SSTC 16/1984, de 6 febrero, 15/2000, de 20 de enero, 206/2006, de 6 de julio, o 124/2018, de 14 de noviembre). No obstante, interesa destacar que alguno de los estatutos se aparta incluso de la sistemática constitucional, adoptando una propia que vincula la proclamación de la inviolabilidad con la garantía de la autonomía de la institución parlamentaria, y hasta con la indisolubilidad de la Cámara fuera de los supuestos estatutariamente previstos, dando, así, en cierta forma, respaldo positivo a la categoría dogmática de las prerrogativas colectivas de las Cámaras y a la conexión existente entre inviolabilidad y autonomía parlamentaria[18].

Lógicamente, desbordaría la naturaleza de este trabajo analizar si en los procesos de redacción y aprobación de los distintos estatutos la inviolabilidad de la Asamblea fue objeto de debate o reflexión específica, aunque probablemente resulte innecesario: a todas luces hay un mimetismo en todo el diseño institucional autonómico condicionado por las previsiones del art. 152 CE. La única duda que podría acaso suscitarse es si los acontecimientos del 23 de febrero de 1981, muy próximos en el tiempo a la aprobación de los estatutos de autonomía, pudieron tener alguna influencia en el sentido de propiciar la proclamación de la inviolabilidad de las Cámaras autonómicas allí donde quizá, en otras circunstancias, no se hubiera considerado necesaria o ni siquiera se hubiera planteado. Lo cierto es que, a diferencia en este caso de lo que sucede en los reglamentos de Congreso de los Diputados y Senado, más de la mitad de los reglamentos parlamentarios aprobados posteriormente por cada una de las Asambleas en uso de la autonomía reglamentaria que los propios estatutos les reconocen reiteran la garantía estatutaria de la inviolabilidad[19]. Una reiteración a la que únicamente puede atribuirse un significado enfático o reiterativo, en ejercicio de la autonomía normativa de cada Cámara, que en ningún caso añade contenido sustantivo al reconocimiento de la prerrogativa en los estatutos.

En el caso de la Asamblea de Madrid, la garantía de la inviolabilidad se relega exclusivamente al reglamento parlamentario (art. 5), lo que no solo implica una degradación de rango normativo de la garantía, sino que desvirtúa su significación institucional, al estar prevista en la norma de organización y funcionamiento interno de la Cámara. Sin embargo, es forzoso concluir que en ningún caso priva a la Asamblea madrileña del efecto protector de dicha garantía en las dimensiones interna y externa de la institución parlamentaria, a cuyo análisis se consagra el resto del presente trabajo.

III. LA PROYECCIÓN INTERNA DE LA INVIOLABILIDAD

La inviolabilidad constitucional y estatutariamente garantizada a las Cámaras parlamentarias, en cuanto persigue asegurar un funcionamiento libre de injerencias provenientes de cualesquiera agentes externos, proyecta sus efectos hacia la esfera interna de la institución mediante el reconocimiento de un ámbito de autonomía que resulta esencial para consolidar su posición en el entramado orgánico consustancial a la democracia parlamentaria. Esa autonomía se traduce, como expresa con claridad el art. 72 CE, en su capacidad de dotarse de sus propias reglas de organización y funcionamiento (autonomía reglamentaria y organizativa), de sus propios recursos financieros (autonomía presupuestaria) y de sus propios medios personales (autonomía de personal). Pero a continuación, y de forma separada, el 72.3 CE atribuye a los presidentes de las Cámaras la facultad de ejercer en su nombre “todos los poderes administrativos y facultades de policía en el interior de sus respectivas sedes”.

Dando por sentado que la Presidencia de las Cámaras responde en nuestro sistema parlamentario –aun con todos los matices que quieran hacerse– al modelo de Presidencia neutral que debe mantenerse al margen de la lucha política para dedicarse a ordenar el desarrollo de los trabajos parlamentarios y el adecuado funcionamiento de la institución, las funciones que los reglamentos le atribuyen se sintetizan en la representación de la Cámara, el aseguramiento de la buena marcha de los trabajos, la garantía del cumplimiento del Reglamento y sus normas de desarrollo, la dirección de los debates y el mantenimiento del orden en estos, así como la dirección y coordinación de la acción de la Mesa en cuanto órgano rector de la institución[20]. Pero la atribución constitucional que les confiere el art. 72.3 CE otorga sin duda a las Presidencias de las Cámaras una posición de preeminencia en el seno de aquel órgano[21] que constituye, en palabras de Alzaga Villaamil (1978: 508), “un claro corolario” de la autonomía parlamentaria que, en lo que respecta a las facultades de policía –no entraremos aquí al análisis de los que la CE denomina “poderes administrativos”, que se personalizan en la Presidencia, pero corresponden en puridad a la institución–, es una de las prerrogativas clásicas de la institución, que ha sido tradicionalmente denominada entre nosotros “inmunidad de sede”[22]. Una prerrogativa que aparece, por tanto, directamente vinculada a la proclamación de la inviolabilidad de las Cortes por el art. 66.3 CE, pues, como ya explicara Pérez Serrano (1984: 774), el aseguramiento de la independencia de una Asamblea no se alcanza solamente con la garantía de su autonomía reglamentaria, sino que “se necesita además que no esté sometida a ningún Poder ajeno en lo que respecta al señorío de su recinto y que no dependa de ninguna otra autoridad en cuanto concierne al orden y régimen del edificio y de los que en él se encuentren”.

El reconocimiento de esta prerrogativa implica, por una parte, atribuir poderes disciplinarios a los órganos rectores de los Parlamentos, bajo la autoridad suprema de sus Presidencias, que aseguren el mantenimiento del orden tanto en relación con los propios miembros de las Cámaras –a través de las que comúnmente se denominan normas de disciplina parlamentaria, que deben quedar fuera de nuestro análisis–[23] como en relación con cualesquiera personas ajenas a las Cámaras mientras permanezcan en ellas, ya sea en calidad de personal a su servicio, miembros de los medios de comunicación, público invitado por los parlamentarios o asistente a las sesiones, o terceros que presten servicios a la institución; en suma, “un conjunto heterogéneo de sujetos” en expresión de Fernández Rodríguez (2005: 151). Y, por otra parte, como complemento indispensable para la efectividad de los poderes encaminados a garantizar la inmunidad de sede y el mantenimiento del orden en el recinto parlamentario, las “facultades de policía” comportan la atribución a las Presidencias de la competencia para la dirección y organización de la seguridad de las Cámaras, si bien exclusivamente en su proyección hacia el interior de las sedes, como se verá después.

1. LAS FACULTADES DE POLICÍA: EL MANTENIMIENTO DEL ORDEN DENTRO DEL RECINTO PARLAMENTARIO

De forma un tanto inexplicable, la prácticamente unánime réplica estatutaria de la consagración constitucional de la inviolabilidad de las Cámaras del art. 66.3 no encuentra, sin embargo, reflejo en lo que atañe a la proyección interna de dicha inviolabilidad en el art. 72.3. Tan solo los estatutos de autonomía extremeño (19.2) y castellanoleonés (23.1) efectúan una atribución expresa a las Presidencias de sus Asambleas de las facultades de policía y mantenimiento del orden en el recinto parlamentario. Por tanto, en el caso de las Asambleas legislativas de las CC. AA., hay que descender a los reglamentos parlamentarios para encontrar el reconocimiento de tales facultades. Y como en tantos otros aspectos del funcionamiento interno de las Cámaras, son los reglamentos de Congreso de los Diputados y del Senado los que han inspirado en buena medida a sus homólogos autonómicos, pues, al fin y al cabo, la atribución constitucional de las facultades de policía a las Presidencias de las Cámaras debe encontrar necesariamente su concreción por medio del ejercicio de la autonomía normativa de las Cámaras, también de las que conforman las Cortes Generales. Cabe adelantar que no son muchas las diferencias apreciables en lo que atañe a esa concreción en cada Cámara, aunque la dinámica propia de las Asambleas territoriales tras la consolidación del proceso autonómico ha dado ya lugar al surgimiento de no pocas particularidades, a las que se hará referencia cuando proceda[24]. Pero la sistemática empleada por algunos reglamentos sí presenta diferencias importantes que apuntan en el sentido, por una parte, de otorgar un mayor realce a la posición de la Presidencia de la institución en su entramado orgánico y, por otra, de singularizar el reconocimiento de las facultades de mantenimiento del orden en el recinto parlamentario como competencia específica y separada de las facultades disciplinarias sobre los miembros de las Cámaras dentro del elenco de facultades que corresponden a la Presidencia.

A estas premisas responde la sistemática del Reglamento del Senado, que adoptan también en mayor o menor medida las Cortes de Aragón y de Castilla-La Mancha, y las Asambleas de Murcia y de Extremadura, estableciendo una regulación de las facultades que examinamos en la sección dedicada al estatuto jurídico de la Presidencia[25], lo que sin duda realza su importancia e incorpora algunos matices relevantes: así, el Reglamento de la Cámara Alta no solo supedita la actuación de la Mesa a la autoridad del presidente (art. 35.1), sino que al enumerar sus facultades le atribuye expresamente la de “aplicar las medidas relativas a disciplina parlamentaria” (art. 37.10). A continuación, proclama formalmente su condición de “autoridad suprema de la Cámara en el Palacio del Senado y los demás edificios que de este dependen” –referencia explícita a la inmunidad de sede–, en virtud de la cual “dicta cuantas medidas sean necesarias para el buen orden dentro de su recinto y da las órdenes oportunas a los funcionarios y agentes del orden” (art. 38). Unas previsiones que enlazan directamente con las facultades previstas por el art. 72.3 CE y que se refuerzan con la atribución al órgano de la competencia para adoptar “las providencias necesarias respecto de las personas del público que perturben de cualquier modo el orden en las tribunas o galerías de la Cámara pudiendo, además, decretar su expulsión en el acto”, añadiéndose que, “si la falta fuera mayor, ordenará su detención y entrega a las autoridades competentes” (art. 39). Por tanto, quedando integradas las facultades relativas al mantenimiento del orden en el recinto parlamentario en el estatuto de la Presidencia, las normas dedicadas a la disciplina parlamentaria solamente guardan relación con la conducta de los miembros de la Cámara[26].

Entre los reglamentos que han optado por una sistemática análoga a la del Senado, reforzando en mayor o menor medida el estatuto de la Presidencia, el de las Cortes de Aragón le atribuye la función de velar “por la defensa de las competencias de la Cámara” (art. 54 in fine) y otorga carácter ejecutivo a las decisiones que adopte en el ámbito de sus competencias (art. 55.f). El Reglamento de las Cortes de Castilla-La Mancha atribuye expresamente a la Presidencia la condición de “máxima autoridad de las Cortes” (art. 35), mientras que el de la Asamblea de Extremadura señala que la Presidencia “sostiene y defiende las competencias de la Cámara” (art. 42), atribuyendo también carácter ejecutivo a sus decisiones. El Reglamento de la Asamblea Regional de Murcia contiene también un elenco de facultades de la Presidencia en la sección dedicada a las funciones de la Mesa y sus miembros, entre las que figura la de “tutelar el orden en el recinto de la Asamblea y en todas sus dependencias, adoptando cuantas medidas considere oportunas, en sesión o fuera de ella”, atribuyendo, asimismo, carácter ejecutivo a sus decisiones, pero solo en relación con las adoptadas en la dirección de los debates del Pleno, que debe llevar a cabo “con autoridad e independencia” (art. 36.i).

Sin embargo, el patrón mayoritario es el del Reglamento del Congreso de los Diputados, en el que las facultades presidenciales de policía y mantenimiento del orden dentro del recinto parlamentario no aparecen expresamente recogidas entre las normas relativas a las atribuciones de la Presidencia[27]. El art. 32 RCD enumera sus facultades, pero no hace mención de las que ahora analizamos, lo que obliga a entender que su atribución está implícita en la cláusula de cierre del precepto: “El Presidente desempeña, asimismo, todas las demás funciones que le confieren la Constitución, las leyes y el presente Reglamento”, remisión que alcanza lógicamente a las previstas por el art. 72.3 CE. De modo que el Reglamento del Congreso y buena parte de los autonómicos relegan el desarrollo de las facultades presidenciales de policía y mantenimiento del orden en el recinto parlamentario a un apartado consagrado a las normas de disciplina parlamentaria, de forma conjunta con las dirigidas a regular el incumplimiento de los deberes y la conducta de los miembros de las Cámaras en relación con el desarrollo de las sesiones y la cortesía parlamentaria, normalmente en un capítulo final del título dedicado a las disposiciones generales de funcionamiento[28].

No obstante, tanto el Reglamento de la Cámara Baja (art. 12 RCD) como la mayor parte de los reglamentos autonómicos[29] incluyen entre las previsiones relativas al estatuto de los parlamentarios una atribución presidencial que guarda relación directa con la prerrogativa individual de la inmunidad, pero que sin duda sirve también a la garantía de la inviolabilidad de las Cámaras como instrumento de preservación de su composición y libre actuación frente a cualesquiera acciones por parte de otros poderes que puedan alterarlas: dicha atribución consiste en que tan pronto sea conocida por la Presidencia “la detención de un Diputado o cualquiera otra actuación judicial o gubernativa que pudiere obstaculizar el ejercicio de su mandato”, deberá adoptar “de inmediato cuantas medidas sean necesarias para salvaguardar los derechos y prerrogativas de la Cámara y de sus miembros”. En suma, se está erigiendo a la Presidencia en garante de las prerrogativas individuales y colectivas de la institución, con el respaldo en última instancia, como se verá después, de la ley penal (art. 499 CP).

También guardan relación con la preservación de la inmunidad de sede en sentido amplio las normas, presentes entre las disposiciones generales de funcionamiento de muchos reglamentos, relativas al acceso de público invitado y representantes de los medios de comunicación a las sesiones de las Cámaras[30], como otras –menos frecuentes– relativas a la necesidad de contar con permiso presidencial para el registro audiovisual de las sesiones[31].

Pero, como ha quedado dicho, es dentro del capítulo dedicado a la disciplina parlamentaria (capítulo octavo del título IV) donde el Reglamento del Congreso distingue a lo largo de tres secciones sucesivas entre las normas relativas a las “sanciones por el incumplimiento de los deberes de los Diputados”, las “llamadas a la cuestión y al orden”, y al “orden dentro del recinto parlamentario”. Es este último apartado el que contiene las facultades presidenciales directamente conectadas con las facultades de policía y mantenimiento del orden, que incluyen[32]:

La atribución a la Presidencia, en ejercicio de los “poderes de policía” del 72.3 CE (que, sin embargo, habla de “facultades”), de la función de velar “por el mantenimiento del orden en el recinto del Congreso de los Diputados y en todas sus dependencias, a cuyo efecto podrá adoptar cuantas medidas considere oportunas, poniendo incluso a disposición judicial a las personas que perturbaren aquél” (art. 105 RCD).

La facultad general de expulsión de quien cause desórdenes graves de obra o de palabra, sea o no miembro de la Cámara, y sea en sesión o fuera de ella (art. 106, que incluye, además, la potestad de suspensión en su condición de diputado al responsable, si fuera el caso).

La función de velar por mantenimiento del orden en las tribunas del público, dando orden de expulsión del Palacio, “cuando lo estime conveniente”, a quienes lo quebranten dando muestras de aprobación o desaprobación, perturbando el orden o faltando a la debida compostura, e incluso ordenando a los servicios de la Cámara levantar diligencias si la conducta pudiera encontrar reproche penal.

Una especificidad que concierne a la garantía de la inmunidad de sede está presente en no pocos reglamentos autonómicos[33], que, al tiempo que determinan la sede de la institución, posibilitan la celebración de reuniones de sus órganos o de delegaciones de la Cámara fuera de aquella. Ello obliga a plantearse si la inviolabilidad acompaña a la institución cuando se reúne fuera de su sede habitual, lo que parece razonable al menos en cuanto a la garantía del libre funcionamiento del órgano y de la inmunidad del recinto en el que la reunión tenga lugar, sin perjuicio de las disfunciones que ello pueda ocasionar para la efectividad de la prerrogativa, especialmente ante la eventual aplicación de los tipos penales dirigidos a garantizarla[34].

Hay, no obstante, tres reglamentos parlamentarios que adoptan una sistemática propia. Así, el del Parlamento riojano lleva las disposiciones relativas al orden dentro del recinto parlamentario a un título específico al final del Reglamento, el título X, que –de forma original y llamativa– se denomina “Del orden y los Servicios del Parlamento”; el reglamento del Parlamento de Cataluña, cuyo texto refundido es de 2018, también lleva las normas relativas al orden y la disciplina parlamentarias a un título específico, el penúltimo de la norma (VII), “Del comportamiento y el orden en la sede del Parlamento”, cuyo último capítulo se ocupa del orden dentro del recinto parlamentario, incluyendo disposiciones originales como el deber genérico para el público asistente a las sesiones de mantener silencio y orden (art. 234), siendo posible su expulsión en otro caso (art. 236); y el texto reglamentario de la Asamblea de Madrid, aprobado en 2019, también se aparta de la sistemática más común, al llevar parte de las normas de disciplina parlamentaria –las relativas al incumplimiento de los deberes de los diputados– a las disposiciones que regulan su estatuto (título II), con una regulación prolija y garantista que tipifica de forma original como infracción disciplinaria de los parlamentarios “atentar contra la dignidad de la Asamblea de Madrid” (art. 33.3). La sección dedicada al orden dentro “de la sede de la Asamblea de Madrid” (arts. 137 y 138, dentro del título VI, relativo a las disposiciones generales de funcionamiento), como es habitual, encomienda a la Presidencia la facultad de mantenimiento del orden en todo el recinto parlamentario, especificando que se extiende a la sede y todas sus dependencias, pero previamente se establece la correlativa obligación de “los Diputados, los oradores y las demás personas que se encuentren en las dependencias de la Cámara […] de respetar las reglas de disciplina, de orden y de cortesía parlamentarias establecidas en el presente Reglamento, evitando provocar desorden con su conducta, de obra o de palabra”. Se hace también mención expresa a los servicios de seguridad de la Cámara para levantar las oportunas diligencias en caso de desorden (art. 137.3), y de forma original, se atribuye a los grupos parlamentarios la obligación de colaborar en el mantenimiento del orden entre sus invitados (art. 137.4)[35].

Finalmente, algunos de los reglamentos parlamentarios autonómicos incorporan especialidades que pueden reforzar las facultades presidenciales que analizamos. Entre ellas cabe destacar la posibilidad de ordenar el desalojo de la tribuna de público en caso de “desorden o tumulto” (art. 112.3 del Reglamento del Parlamento de Cantabria, art. 158.3 del Reglamento aragonés) o de “suspender o levantar la sesión cuando se produzcan incidentes que impidan la normal celebración de la misma” (art. 129 del Reglamento castellanomanchego, art. 153 del extremeño o art. 119 del murciano). Este último, al regular las normas generales sobre las intervenciones y las facultades presidenciales de dirección del debate, prevé expresamente las llamadas al orden al público –además de a la Cámara o sus miembros–, lo que constituye una original atribución presidencial (art. 90.9.d), así como el desalojo de todo él si no fuera posible identificar a los responsables e incluso la posibilidad de prohibir la asistencia a futuras sesiones a los expulsados. El Reglamento del Parlamento de Navarra añade a estas facultades la posibilidad de suspender la concesión de tarjetas de invitado a los grupos parlamentarios cuyos invitados hayan sido expulsados (art. 124). Y el Reglamento de las Corts Valencianes cuenta con la especial previsión, directamente vinculada a la garantía de la inmunidad de sede, de que por la Presidencia, de acuerdo con la Mesa, se dicten las normas de visita en el recinto parlamentario, “con especificación de las zonas restringidas y las de acceso o permanencia de visitantes” (art. 108.3).

Estamos, por tanto, en presencia de unas facultades presidenciales extraordinariamente amplias, que se extienden con carácter general a la preservación del orden en todas las dependencias parlamentarias, en todo momento y respecto de cualesquiera personas que se encuentren en ellas, y que se orientan a la garantía de la inmunidad de sede con carácter general y permanente. Cabe destacar, asimismo, el amplio margen de discrecionalidad que los reglamentos conceden a las Presidencias al apreciar o valorar la gravedad de las conductas o la entidad de los desórdenes, no solo a la hora de decretar la expulsión de los infractores, sino al encomendar a los servicios de la Cámara la instrucción de diligencias para depurar eventuales responsabilidades penales. Los concretos tipos que puedan resultar aplicables serán analizados con posterioridad, pero, en cualquier caso, un ejercicio responsable y prudente de esta última facultad debería llevar a someter dicha decisión al conocimiento de los portavoces y la Mesa de la Cámara[36].

2. LA ORGANIZACIÓN DE LA SEGURIDAD INTERIOR DE LAS CÁMARAS

La garantía de la inviolabilidad de los Parlamentos mediante la organización de la seguridad en el interior de sus dependencias constituye la segunda manifestación de las facultades presidenciales de policía y mantenimiento del orden en el recinto de las Cámaras. La garantía de la seguridad exterior corresponde, en buena lógica, a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado en el marco de lo dispuesto por los arts. 1 y 11 de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo. Pero la garantía de la seguridad y el mantenimiento del orden en el interior de las dependencias parlamentarias pertenece al ámbito de autonomía que resulta de la garantía constitucional y estatutaria de la inviolabilidad de las Cámaras. Lo cierto es que, como pone de relieve Sainz Moreno (2002: 64; 2008: 1411), aunque la existencia de esta separación entre ambas esferas es una constante de nuestro ordenamiento, puede resultar, en ocasiones, disfuncional, especialmente en los supuestos de ejercicio de los derechos de reunión y manifestación en el entorno de las Cámaras, que será objeto de análisis posteriormente. Interesa, por tanto, en primer lugar, determinar el concepto de sede, resultando que, mientras el art. 72.3 CE contiene una referencia genérica al “interior” de estas, son los reglamentos parlamentarios los que contribuyen a precisar el ámbito espacial del ejercicio de las facultades presidenciales en materia de policía y mantenimiento del orden, bien mediante alusiones igualmente genéricas al “recinto parlamentario” y sus “dependencias”, bien por referencia a la población en la que se encuentra la sede, con los problemas añadidos que plantean aquellos reglamentos que permiten celebrar reuniones de los órganos parlamentarios en lugares distintos al de la sede, sobre los que ya hemos advertido en el apartado anterior. Por ello, ante la imposibilidad de alcanzar una mayor concreción, Sainz Moreno (2002: 69) señala que lo esencial es “el destino” de un lugar al ejercicio de las funciones propias de la institución parlamentaria, de forma que la protección de las sedes debe entenderse referida a “un espacio comprendido entre ciertos límites […] un espacio cerrado, destinado a servir de soporte a las funciones constitucionales [o estatutarias] que tienen atribuidas las Cámaras”.

En ese espacio cerrado que constituya la sede de las Cámaras es, por tanto, en el que corresponde a sus Presidencias organizar y garantizar la seguridad interior, lo que, por otra parte, constituye una atribución común tanto en el derecho parlamentario comparado[37] como en nuestro derecho histórico[38].

En el caso del Congreso de los Diputados y el Senado, el art. 3 del Estatuto del Personal de las Cortes Generales dispone: “Las Cámaras podrán solicitar del Gobierno la adscripción a su servicio de personal perteneciente a Cuerpos de la Administración General del Estado para el desempeño de funciones de Seguridad y de aquellas otras no atribuidas estatutariamente a los Cuerpos de funcionarios de las Cortes Generales”, añadiendo a continuación que “dicho personal, con independencia de su permanencia en los Cuerpos de origen en la situación de servicio activo, dependerá a todos los efectos del Presidente y del Secretario General de la Cámara en que preste servicio”. En virtud de dicha previsión, existen sendas comisarías especiales adscritas a cada una de las Cámaras, dependientes de la Jefatura Central de Operaciones de la Dirección Operativa Adjunta de la Dirección General de la Policía, “que prestarán los servicios policiales necesarios en los órganos en que tienen su sede”[39]. Por su parte, las normas de organización de las secretarías generales del Congreso (norma 2.5) y del Senado (norma 2.6), aprobadas por sus Mesas el 4 de septiembre de 2007, determinan la dependencia administrativa de sus respectivas dotaciones de seguridad de los secretarios generales de cada Cámara.

En las Asambleas legislativas autonómicas la situación es, sin embargo, más compleja. Aunque la organización de la seguridad y los medios dispuestos a tal efecto depende en última instancia de las Presidencias de las Cámaras, la normativa de régimen interior de cada una de ellas establece, en ocasiones, la dependencia funcional de tales medios, bien de los gabinetes presidenciales, bien de las secretarías generales, siendo esto lo más habitual. En todo caso, y de acuerdo con la información obtenida de las propias Cámaras, solamente las Corts Valencianes y el Parlamento de Navarra cuentan con una unidad policial adscrita a la institución en términos análogos al Congreso y al Senado. En el Parlamento navarro la seguridad de la sede está exclusivamente a cargo de la Policía Foral, con un grupo adscrito a la Cámara bajo el mando de un inspector; en las Corts Valencianes el servicio es cubierto por la unidad del Cuerpo Nacional de Policía adscrita a la comunidad autónoma en virtud de convenio con el Estado (art. 37 de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo), bajo el mando de un inspector jefe adscrito a la institución, aunque el control de accesos y la seguridad interior se complementan con un servicio de seguridad privada.

En los casos de la Asamblea Regional de Murcia y la Asamblea de Extremadura, ambas Cámaras reciben protección exclusivamente del Cuerpo Nacional de Policía, a pesar de que sus comunidades no tienen una unidad policial adscrita. Por el contrario, el Parlamento riojano y las Cortes de Castilla-La Mancha cuentan tan solo con servicio de seguridad privado.

En el resto de los Parlamentos autonómicos, la organización de la seguridad se lleva a cabo mediante una combinación de la presencia policial de distinta intensidad en el control de accesos y la seguridad perimetral de las sedes, con la contratación de servicios de seguridad privada a cargo de la administración parlamentaria en tareas de vigilancia y seguridad en el interior del recinto parlamentario. En algunos casos, especialmente en aquellas CC. AA. que cuentan con su propia policía autonómica o con unidades del Cuerpo Nacional de Policía adscritas, la presencia policial es permanente (así sucede en el Parlament de Catalunya, el Parlamento Vasco, el Parlamento de Galicia, el Parlamento de Andalucía, el Parlamento de Canarias, en las Cortes de Aragón y en las Cortes de Castilla y León), mientras que en otros casos la presencia de las fuerzas y cuerpos de seguridad se circunscribe a una parte de la jornada –como en la Junta General del Principado de Asturias– o bien a los días en los que tienen lugar sesiones plenarias o actos institucionales de relevancia o con presencia de autoridades –tal es la situación en la actual legislatura del Parlamento de Cantabria o en el Parlament de les Illes Balears–.

Como balance de la situación descrita, resulta difícilmente comprensible que órganos estatutarios como los Parlamentos autonómicos, llamados a desempeñar trascendentales funciones en el seno de la organización institucional de cada comunidad y protegidos por una prerrogativa como es la inviolabilidad, que se declara formal y expresamente en los propios estatutos de autonomía, deban hacer frente a la garantía de la seguridad de sus sedes, en buena medida, con recursos propios, recurriendo a la contratación de servicios de seguridad privados, con una presencia a veces testimonial de los públicos y a pesar de las previsiones establecidas en las disposiciones legales vigentes relativas a la vigilancia y protección de los edificios e instalaciones de naturaleza pública (art. 11 de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo).

IV. LA PROYECCIÓN EXTERNA DE LA INVIOLABILIDAD DE LAS CÁMARAS

1. EL ARTÍCULO 77 CE Y EL EJERCICIO DEL DERECHO DE REUNIÓN Y MANIFESTACIÓN ANTE LAS CÁMARAS

El primer ámbito de la que hemos denominado proyección externa de la garantía constitucional de la inviolabilidad de las Cámaras es el que resulta de las previsiones del art. 77.1 CE cuando, al ocuparse del ejercicio del derecho de petición ante estas, previendo que puedan “recibir peticiones individuales y colectivas”, establece la prohibición de su “presentación directa por medio de manifestaciones ciudadanas”. Una prohibición en la que la doctrina ha visto, como quedó expuesto anteriormente, una conexión o reflejo directo de la prerrogativa que analizamos, que cuenta con el refuerzo punitivo del Código Penal en los términos que resultan de sus arts. 494 y 495, que serán objeto de posterior análisis, y que, para el Tribunal Constitucional, se establece precisamente “con el fin de garantizar la inviolabilidad” de las Cortes Generales (STC 172/2020, de 19 de noviembre, FJ 6.C.b).

Lo primero que destacan los comentaristas del art. 77 CE es que no formaba parte ni del anteproyecto ni del texto de la Ponencia constitucional, sino que su origen estaría en un voto particular defendido por Alianza Popular en la Comisión de Asuntos Constitucionales del Congreso que pretendía constitucionalizar la actividad de los grupos de presión (lobbies) en las Cámaras. Y al mismo tiempo, la opinión más extendida es que se trata de una previsión en buena medida superflua, una vez que el ejercicio del derecho de petición aparece consagrado entre los derechos fundamentales por el art. 29 CE[40]. Pero también ponen de relieve que la presentación de peticiones ante las Asambleas no solo forma parte de los orígenes del parlamentarismo británico y de la historia del movimiento revolucionario francés, sino que la regulación del específico ejercicio del derecho ante las Cámaras ha estado presente, si bien con distintos matices, en nuestro constitucionalismo histórico[41].

No nos interesa ahora el régimen jurídico del ejercicio del derecho de petición ante las Cámaras, que por lo general encuentra su regulación concreta en los reglamentos parlamentarios por remisión, en garantía de la autonomía parlamentaria, de la disposición adicional primera de la Ley Orgánica 4/2001, de 12 de noviembre, reguladora del Derecho de Petición[42], sino la específica prohibición de su ejercicio (“presentación directa”) ante las Cámaras “por medio de manifestaciones ciudadanas”. Lo primero que resulta necesario tener en cuenta es que, a diferencia de lo que sucedía en el texto de 1869, la Constitución de 1978 no establece ninguna prohibición ni limitación al ejercicio del derecho de reunión y manifestación en el entorno de las sedes de las Cámaras distinta de las que puedan resultar de las previsiones establecidas con carácter general por el art. 21 CE. La prohibición del art. 77.1 está referida al ejercicio del derecho de petición que no sea en la forma prevenida por los reglamentos de las Cámaras, lo que excluye su presentación directa, es decir, mediante la pretensión de comparecencia personal ante el órgano, y valiéndose, en su caso, para lograr dicho objetivo, de la presión o coacción que puede entrañar el ejercicio del derecho de manifestación ante las sedes parlamentarias[43]. Por ello, quienes consideran superflua la concreta previsión constitucional que analizamos sostienen que bien podría haber formado parte del art. 29 CE, mientras que, si la genérica prohibición o limitación del ejercicio del derecho de reunión y manifestación ante las Cámaras hubiera estado en la mente de los constituyentes, debería haberse incluido en la redacción del art. 21 CE[44].

El principal problema que se plantea en este ámbito es el de compatibilizar el ejercicio de dos derechos fundamentales consustanciales a la democracia representativa: por una parte, el derecho de reunión y manifestación “pacífica y sin armas” del art. 21 CE, que en buena medida es un derecho instrumental de la libre expresión de ideas y pensamientos consustancial a cualquier sociedad democrática y plural (arts. 1 y 20 CE), y, por otra parte, el derecho de participación en los asuntos públicos por medio de representantes libremente elegidos (art. 23 CE) que, bajo la forma de gobierno parlamentaria, comporta el derecho a ejercer las funciones propias del cargo representativo sin obstáculos e injerencias externas (art. 66.3 y 71 CE) y al margen de cualquier instrucción o coacción por parte de los electores (arts. 67.2 y 77.1 CE). En suma, el límite constitucional está claro y se sintetiza, una vez más y desde la perspectiva institucional, en la garantía de la inviolabilidad de las Asambleas, que comporta a estos efectos que en ningún caso pueda verse alterado su funcionamiento como consecuencia de la celebración de reuniones o manifestaciones en su entorno, que constituye, precisamente, la prohibición que resulta del tipo previsto por el art. 494 CP, que en cualquier caso circunscribe el castigo a los promotores, directores u organizadores de tales actos.

Sin embargo, no ha sido la aplicación de aquel tipo la que ha propiciado el análisis por nuestro Tribunal Constitucional de la articulación entre aquellos derechos, sino la del art. 498, con motivo de los sucesos acaecidos en el mes de junio de 2011 frente a la sede del Parlament de Catalunya en el curso de las movilizaciones convocadas bajo el lema “Aturem el Parlament” (“Paremos el Parlamento”). Aunque su análisis desde la perspectiva estrictamente penal se llevará a cabo posteriormente, lo cierto es que la STC 133/2021, de 24 de junio, al resolver los recursos de amparo interpuestos por varios de los condenados a raíz de aquellos hechos, dedica parte de su argumentación a la que denomina “delimitación de contenidos” entre los derechos de libertad de expresión, reunión y manifestación (arts. 20.1 y 21 CE), y el derecho a la participación política representativa (art. 23 CE). En apretada síntesis, el Tribunal Constitucional se propone llevar a cabo una ponderación entre los derechos y libertades en juego y concluye que los condenados lo fueron por desbordar los límites constitucionalmente admisibles del ejercicio de las libertades de expresión y manifestación, en perjuicio y con lesión tanto del derecho de los representantes libremente elegidos a ejercer sus cargos sin perturbaciones como del derecho de participación política de sus electores (art. 23 CE). Pero, además, frente a las alegaciones de los recurrentes sobre la lesión del derecho a la legalidad penal del art. 25.1 CE, cuestionando la subsunción de sus conductas en el tipo del art. 498 CP, el Alto Tribunal aprecia que dicha figura no protege solamente la libertad individual de los parlamentarios y su derecho de acceder a las sedes parlamentarias para desempeñar sus funciones, “sino que también se orienta a evitar que determinadas concentraciones o manifestaciones ante las instituciones parlamentarias, utilizando los medios coactivos expresados en el tipo, tengan como objetivo impedir ‘el normal funcionamiento del órgano parlamentario’ con el consiguiente menoscabo del derecho de participación política”, y ello en atención “a la especial significación constitucional que tiene la sede que alberga el poder legislativo en un sistema de democracia parlamentaria”, como se deduce incluso del art. 55.2 del Estatuto de Autonomía de Cataluña, que erige al Parlamento en “la sede donde se expresa preferentemente el pluralismo y se hace público el debate político” –y que a continuación, hemos de añadir ante el incomprensible silencio del Tribunal, proclama su carácter inviolable (art. 55.3)–. Baste con señalar que esta última reflexión resulta sorprendente por cuanto el tenor literal del art. 498 CP no incluye referencia alguna a “concentraciones o manifestaciones ante las instituciones parlamentarias”.

La mirada al derecho comparado en esta materia pone de relieve cómo en buena parte de los ordenamientos de nuestro entorno existe alguna previsión específica destinada a compatibilizar el ejercicio del derecho de reunión alrededor del espacio físico que acoge las sedes institucionales de las Cámaras, y aun de otros órganos constitucionales, estableciendo –con diferentes denominaciones– zonas de exclusión para el ejercicio de aquel[45]. Pero aún resulta más importante que, en no pocos casos, se prevé algún tipo de intervención de los órganos rectores de las Asambleas –normalmente de su Presidencia– en la determinación de las restricciones o limitaciones que puedan imponerse[46]. En abierto contraste, en el caso español, las facultades de policía y mantenimiento del orden en las sedes parlamentarias que, como ha quedado expuesto ya, corresponden a los presidentes de las Cámaras, se circunscriben al interior de aquellas, lo que deja en manos de la “autoridad gubernativa” a la que hace referencia la Ley Orgánica 9/1983, de 15 de julio, reguladora del derecho de reunión, la competencia para proteger y supervisar la celebración de reuniones y manifestaciones en su entorno[47], correspondiendo a la jurisdicción contencioso-administrativa la resolución de las posibles controversias que puedan suscitarse al respecto[48].

Parece lógico pensar que el primer instrumento de garantía para el adecuado desarrollo de la convocatoria de reuniones y manifestaciones ante las sedes parlamentarias debería ser el resultante de las previsiones de la propia Ley Orgánica reguladora del derecho de reunión. Pero esta norma, aprobada en 1983 y modificada en cuatro ocasiones con posterioridad, no recoge ninguna garantía, límite o cautela específicamente relacionados con el ejercicio del derecho en el entorno de las Cámaras legislativas, lo que implica aplicar el régimen general previsto por su capítulo IV (arts. 8-11) para cualquier reunión o manifestación en un espacio público. De modo que actualmente las únicas limitaciones directamente relacionadas con el ejercicio, en principio lícito, del derecho de reunión y manifestación en el entorno de las Cámaras legislativas son las que resultan de los tipos previstos por los arts. 494 y 495 CP –este último en relación directa con lo dispuesto por el art. 77.1 CE–, que serán analizados en el apartado final de este trabajo, así como de las previsiones establecidas en la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana (LOPSC), y, específicamente, por su controvertido art. 36.2, que tipifica como infracción grave “[l]a perturbación grave de la seguridad ciudadana que se produzca con ocasión de reuniones o manifestaciones frente a las sedes del Congreso de los Diputados, el Senado y las asambleas legislativas de las comunidades autónomas, aunque no estuvieran reunidas, cuando no constituya infracción penal”, cuya conformidad con la Constitución ha sido avalada por la STC 172/2020, de 19 de noviembre. A la postre, la protección constitucional y estatutaria de la inviolabilidad de las Cámaras carece de reflejo específico en la legislación de desarrollo del ejercicio del derecho de reunión y manifestación, con el que puede colisionar y debe conciliarse, sustituyéndose la intervención legislativa común de desarrollo del ejercicio de un derecho fundamental (arts. 81 y 53 CE) por la tipificación administrativa o penal de las conductas que el legislador considera inconciliables con aquella prerrogativa.

En cualquier caso, la STC 172/2020, de 19 de noviembre, resulta de extraordinario interés por analizar en profundidad las repercusiones que pueda tener el ejercicio de reuniones y manifestaciones frente a las Cámaras. No es este el lugar para llevar a cabo un comentario sobre esta[49], pero sí resulta imprescindible intentar condensar la doctrina que el Alto Tribunal establece respecto a esta cuestión en el prolijo FJ 6 de la sentencia. El Tribunal parte de la constatación de que “el espacio urbano no es solo un ámbito de circulación, sino también un espacio de participación”, y de que, asimismo, “el ‘lugar de concentración’ reviste importancia central en la configuración del derecho de reunión”. En el caso de “las zonas que se ubican frente a las sedes parlamentarias”, ello es así por dos motivos: desde la perspectiva funcional, los manifestantes pueden querer aprovechar el momento en que el órgano esté reunido para que “el mensaje que quieren transmitir llegue directamente a sus destinatarios principales”, y, desde la perspectiva institucional, la manifestación cobra sentido en atención a la “alta relevancia institucional” del órgano, incluso cuando no está reunido. Por ello, asume el Tribunal que, de acuerdo con el art. 21 CE, no existe óbice a la celebración de reuniones o manifestaciones frente a las sedes de las Asambleas, estén o no reunidas (con cita en este aspecto concreto de la STEDH de 27 de noviembre de 2012, caso Sáska c. Hungría). Pero señala también que el ejercicio del derecho no es ilimitado y debe respetar las exigencias previstas por el ordenamiento jurídico, que se concretan a este respecto en comunicar previamente la celebración de la reunión, ajustarse a las alteraciones que la autoridad señale eventualmente como necesarias, “y que con ocasión de su ejercicio no se perturbe la seguridad ciudadana”. Esta apelación a la “seguridad ciudadana” resulta sorprendente, porque dicho bien jurídico no figura como tal entre los límites que determinan la ilicitud de una reunión en el art. 21 CE. Pero es la que sirve de justificación para la declaración de conformidad del art. 36.2 LOPSC con la Constitución, pues, mediante una alambicada argumentación, el Tribunal entiende que la tipificación específica como infracción de la perturbación grave de aquel bien jurídico con ocasión de reuniones o manifestaciones ante las sedes parlamentarias encuentra fundamento en la proclamación constitucional de la inviolabilidad de las Cámaras “y de sus miembros” (sic) del art. 66.3 CE, para concluir que la previsión del art. 36.2 LOPSC se orienta a la realización de un fin legítimo, la protección de las sedes parlamentarias, que se justifica, por un lado, en cuanto “albergan el desenvolvimiento efectivo de las funciones representativas por medio del funcionamiento del órgano legislativo en sus distintas formas y composiciones”, y, por otro lado, porque “resulta inherente a ellas, incluso cuando están inactivas, su carácter de representación institucional de la voluntad popular, de modo que constituyen un símbolo del más alto valor constitucional”. Y ese resultado se alcanza, a juicio del Tribunal, mediante una medida idónea –la sanción de las reuniones y manifestaciones ante las Cámaras que perturben gravemente la seguridad ciudadana–, en cuanto “impida el normal funcionamiento del órgano parlamentario en sus distintas formas y composiciones”, –y a pesar, insistimos, de que el precepto impugnado se aplique incluso cuando las Cámaras no estén reunidas–, o “produzca una desconsideración del símbolo encarnado en las sedes parlamentarias que razonablemente pueda coadyuvar por sí misma, o mediante la incitación de otras conductas, a que se ponga en riesgo la tranquilidad y convivencia ciudadanas [art. 3 c) LOPSC] o a que, de un modo más general, se condicione a otros ciudadanos el libre ejercicio de sus derechos y libertades reconocidos por el ordenamiento jurídico [art. 3 a) LOPSC]”[50].

Lo cierto es que este estado de cosas ha dado lugar a algunas situaciones especialmente conflictivas que la aplicación de la regulación vigente no consiguió evitar, con un doble efecto: por una parte, la intervención del legislador para enfrentar tales conflictos por la vía del derecho sancionador, en lugar de ensayar una mejora regulatoria sobre el ejercicio del derecho de reunión, y, por otra, la entrada en juego de la jurisdicción penal, que debería ser siempre el último recurso, del que nos ocuparemos finalmente.

2. LA PROTECCIÓN PENAL DE LA INVIOLABILIDAD DE LAS CÁMARAS

Para concluir nuestro estudio resta por analizar la principal manifestación de la garantía de la inviolabilidad de las Cámaras en su esfera externa, que radica en la protección que dispensa el derecho penal a sus sedes y al ejercicio de sus trascendentales funciones libre de cualesquiera perturbaciones, hasta el punto de que, como se expuso al comienzo, consagración de la inviolabilidad del Parlamento y tipificación penal de su lesión aparecen expresamente vinculadas en el único antecedente de nuestro art. 66.3 CE en el derecho comparado –el de la Constitución danesa de 1953–; mientras que la inclusión de la prerrogativa en nuestra norma fundamental respondió en buena medida a la voluntad, expresamente afirmada en el debate constituyente, de proporcionar respaldo constitucional a la protección penal de las Cortes Generales[51].

Los tipos penales específicamente destinados a sancionar conductas atentatorias contra el funcionamiento de las Cámaras aparecen recogidos dentro del título XXI (“Delitos contra la Constitución”) del libro II. El primer capítulo de aquel se ocupa de la tipificación del delito de rebelión y las conductas asociadas a este: el tipo básico del art. 472 consiste en el alzamiento público y violento para conseguir determinados fines contrarios al ordenamiento constitucional, entre los cuales figura en su apartado 4.º: “Disolver las Cortes Generales, el Congreso de los Diputados, el Senado o cualquier Asamblea Legislativa de una Comunidad Autónoma, impedir que se reúnan, deliberen o resuelvan, arrancarles alguna resolución o sustraerles alguna de sus atribuciones o competencias”. Pero el grueso de las conductas potencialmente lesivas del libre funcionamiento de las Cámaras legislativas y de la indemnidad de sus sedes se encuentra tipificado en la sección primera (“Delitos contra las instituciones del Estado”) del capítulo III (“De los delitos contra las instituciones del Estado y la división de poderes”) del mismo título. En una sistemática claramente tributaria de la del Código anterior[52], la sección comprende los arts. 492 a 505, pero no todos ellos responden estrictamente a aquella finalidad: los arts. 492 a 499 sí tipifican conductas que atentan contra las Cámaras en su dimensión institucional o funcional, pero los arts. 500 y 501 persiguen garantizar la efectividad de la inmunidad en cuanto prerrogativa individual de los parlamentarios, mientras que el 502 persigue asegurar el adecuado funcionamiento de las comisiones parlamentarias de investigación. Los restantes tipos de la sección (arts. 503 a 505) tipifican conductas atentatorias contra otras instituciones o autoridades distintas del Poder Legislativo. Para García González (2005: 229), el contenido de la sección engloba “un extraño o, cuando menos, llamativo cúmulo de comportamientos de discutible equiparación entre sí” y constituye “uno de los apartados menos atendidos del Código Penal, tanto jurisprudencial como doctrinalmente”. Lo primero que llama la atención al analizar la sistemática de esta parte del Código es que, habiéndose justificado la proclamación constitucional de la inviolabilidad de las Cámaras en proporcionar respaldo a su protección por la vía penal, los tipos que responden sin lugar a dudas a dicha finalidad no hayan sido agrupados de forma independiente, por razón del bien constitucionalmente protegido, a cuya garantía se orientan, en una sección específica que bien podría denominarse “De la protección de la inviolabilidad de las Cámaras”[53].

En consecuencia, nuestro análisis se circunscribirá a los tipos que entendemos orientados a la protección directa y principal de la inviolabilidad de las Cámaras constitucional y estatutariamente garantizada: el de rebelión en la modalidad comisiva del apartado 4.º del art. 472 CP y los previstos en los arts. 492 a 499. Atendiendo a la naturaleza de este trabajo, solo se llevará a cabo una breve exposición de sus elementos esenciales, haciendo mención, cuando proceda, a supuestos concretos en los que hayan sido aplicados por la jurisdicción penal.

El delito de rebelión en la modalidad que se lleva a cabo alterando el libre y normal funcionamiento de las Cámaras legislativas (art. 472.4.º CP) bien puede calificarse, con Cuerda Arnau (2019: 739), como “el más grave de los atentados contra el orden constitucional”, pues resulta indiscutible que, en palabras de García Rivas (2016: 23), “ninguna otra figura delictiva acredita unos efectos tan demoledores sobre las bases jurídicas de la convivencia”. En cualquier aproximación a su estudio resulta inevitable pensar en el asalto al Congreso de los Diputados acaecido el 23 de febrero de 1981, que bien hubiera podido constituir el caso tipo para el análisis de esta figura delictiva, aunque, como es conocido, aquel gravísimo suceso fue finalmente sustanciado ante el Consejo Supremo de Justicia Militar y conforme al entonces vigente Código de Justicia Militar[54]. Afortunadamente, no habiéndose vuelto a producir ningún hecho similar a aquel, el tipo concreto al que hacemos referencia permanece a día de hoy inaplicado.

El resto de figuras que se consagran específicamente a la protección del libre funcionamiento de las Asambleas parlamentarias son, como ha quedado expuesto, las que integran los tipos previstos en los arts. 492 a 499 CP. Resulta difícil efectuar una clasificación de estos más allá de la genérica afectación de aquel bien jurídico, pues las conductas sancionadas son heterogéneas. Tan solo el primero de ellos (art. 492) tiene como rasgo distintivo frente a los demás el que, por razón de la materia, es el único que tiene como sujeto pasivo exclusivamente a las Cortes Generales; todos los demás recogen conductas que pueden llevarse a cabo en relación tanto con las Cámaras estatales como con las autonómicas, determinando la tutela penal de sus sedes, o de la actividad desarrollada en el seno de cualquiera de ellas.

El art. 492 prevé pena de prisión de diez a quince años e inhabilitación absoluta por tiempo de diez a quince años, “sin perjuicio de la pena que pudiera corresponderles por la comisión de otras infracciones más graves”, para quienes, “al vacar la Corona o quedar inhabilitado su Titular para el ejercicio de su autoridad, impidieren a las Cortes Generales reunirse para nombrar la Regencia o el tutor del Titular menor de edad”. En cuanto al bien jurídico protegido, señala Manjón-Cabeza Olmeda (2016: 143) que, a pesar del concreto ámbito competencial de las Cortes Generales sobre el que recae, “las referencias a la Regencia o a la tutela del Rey menor no deben inducir a la confusión de afirmar que se está protegiendo a la Corona”, teniendo en cuenta que los “delitos contra la Corona” aparecen recogidos en el capítulo inmediatamente anterior del mismo título. Por tanto, el bien jurídico protegido no es otro que es el correcto funcionamiento de las Cortes Generales, pero respecto de una concreta materia: el ejercicio de sus atribuciones en relación con el nombramiento de la regencia o de la tutela del rey menor. En cuanto al sujeto activo, podrá ser cualquier persona que impida la reunión de las Cortes, aunque el tenor del precepto parece requerir un sujeto plural. La conducta consiste en impedir la reunión de las Cortes sin exigirse ningún medio comisivo específico y requiere tanto el dolo de impedir la reunión de las Cortes como la efectiva consecución del resultado perseguido.

El art. 493 castiga con pena de prisión de tres a cinco años a “los que, sin alzarse públicamente, invadieren con fuerza, violencia o intimidación las sedes” de cualquiera de las Cámaras, estando reunidas. La doctrina tiende a considerarlo un tipo subsidiario del delito de rebelión que tipifica la invasión violenta –irrupción por la fuerza– de las Asambleas parlamentarias, pero sin mediar alzamiento público, cuando estén reunidas –celebrando una sesión de sus órganos de trabajo reglamentariamente convocada–. Por tanto, el tipo persigue proteger el lugar físico en el que tenga lugar una sesión de cualquiera de sus órganos de trabajo que, como quedó anteriormente expuesto, puede no corresponderse en algunos casos con la sede institucional habitual de cada Asamblea[55]. Como señala Álvarez García (2016: 159), en última instancia lo que se protege es el normal funcionamiento de la institución y no el mero espacio físico en el que se celebre la reunión. En suma, estaríamos hablando de un tipo penal destinado a proteger la “inmunidad de sede” como uno de los elementos integrantes de la garantía de la inviolabilidad de las Cámaras. Menos pacífico resulta entre la doctrina si se trata o no de un delito de resultado, lo que comportaría que se produjese la efectiva interrupción de la reunión o reuniones que estuviesen teniendo lugar, así como el objeto sobre el que debe desplegarse la fuerza, violencia o intimidación (solo las personas o también las cosas), aunque, en todo caso, su empleo debe ser idóneo para lograr la invasión. Por último, el tipo subjetivo exige conocimiento de que las Cámaras se encuentran reunidas, siendo irrelevante la finalidad por la que se lleve a cabo la conducta típica de la invasión[56].

El art. 494 prevé pena de prisión de seis meses a un año o multa de doce a veinticuatro meses para quienes “promuevan, dirijan o presidan manifestaciones u otra clase de reuniones” ante las sedes de las Cámaras, “cuando estén reuni-
d[a]s, alterando su normal funcionamiento”. Se trata de un tipo orientado a asegurar la normalidad en el desarrollo de las sesiones de las Asambleas, sin que pueda verse alterado el normal ejercicio de sus funciones por la celebración de reuniones o manifestaciones frente a sus sedes, aunque la doctrina encuentra difícil imaginar supuestos concretos en los que la conducta típica pueda alcanzar por sí misma el resultado previsto sin el concurso de elementos típicos de alguna de las otras figuras que estamos analizando[57]. Por tanto, en cualquier caso, las reuniones y manifestaciones que no alcancen aquel resultado, a pesar de celebrarse frente a las sedes parlamentarias, quedarán lógicamente fuera del tipo, y deben contar con la plena garantía de su celebración en los términos de lo dispuesto por el art. 21 CE y la ley orgánica que lo desarrolla[58]. Por lo demás, es específica del tipo la delimitación del sujeto activo, restringida a quienes “promuevan, dirijan o presidan” las manifestaciones, que obliga a una concreta actividad hermenéutica para la determinación de la autoría[59].

El art. 495 CP, en una redacción ciertamente compleja, contempla un desbordamiento de las condiciones de ejercicio del derecho de petición ante las Cámaras del art. 77.1 CE y castiga con pena de tres a cinco años el intento de penetrar en las sedes parlamentarias para presentar peticiones individuales o colectivas, “sin alzarse públicamente”, pero “portando armas u otros instrumentos peligrosos” (apdo. 1), aplicándose la pena en su mitad superior “a quienes promuevan, dirijan o presidan el grupo” (apdo. 2). Como pone de relieve García González (2005: 239), no se especifica, aunque se presupone, que las Cámaras se encuentren reunidas; sin embargo, Álvarez García (2016: 209) no comparte dicha presunción, pues considera que no es una exigencia que se desprenda necesariamente de la conducta descrita en el tipo. En todo caso, a nuestro juicio, lo que concurre es una grave carencia de la descripción típica. Por otra parte, los medios comisivos exigidos hacen muy difícil el deslinde con el tipo de invasión violenta del art. 493, anteriormente examinado. La doctrina se muestra también crítica con excesivo adelantamiento de la barrera del reproche penal a la mera tentativa, que constituye la consumación, aunque el tipo exige en todo caso como requisito objetivo que se porten armas o elementos peligrosos (aunque no se exhiban ni utilicen), y como requisito de tipo subjetivo añadido al dolo, la intención de presentar una petición a las Cámaras.

El art. 496 CP prevé pena de multa de doce a dieciocho meses para “[e]l que injuriare gravemente a las Cortes Generales o a una Asamblea Legislativa de Comunidad Autónoma, hallándose en sesión, o a alguna de sus Comisiones en los actos públicos en que las representen”, salvo si prueba la veracidad de las imputaciones en los términos del art. 210 CP. No planteándose ninguna dificultad por razón del sujeto activo, lo primero que llama la atención frente a las figuras ya comentadas es la determinación del sujeto pasivo: en primer lugar, por hacer referencia conjunta a las “Cortes Generales” en lugar de al Congreso y al Senado –circunstancia que se repite tan solo, como veremos, en el art. 499–, junto con las Asambleas legislativas de las comunidades autónomas, y, en segundo lugar, por la extraña referencia a las comisiones, que resulta por completo ajena a las facultades típicas de tales órganos en nuestro derecho parlamentario. En cuanto a lo primero, la única explicación radicaría en la identificación del sujeto pasivo de ámbito estatal con el órgano titular de la prerrogativa de la inviolabilidad en el art. 66.3 CE, que resultaría el bien lesionado por las injurias[60]. Y en cuanto a lo segundo, la referencia a las comisiones como representantes de las Cámaras en actos públicos podría ser el resultado de la conjunción de la inercia histórica con la falta de diligencia del legislador en la actualización de los tipos penales, pues la referencia es deudora en su literalidad del art. 194 del Código Penal de 1848. En cuanto a los demás elementos del tipo, se exige que las Cámaras se hallen “en sesión” –a diferencia, nuevamente, de los arts. 493 y 494, que exigen que se encuentren “reunidas”–, lo que solo puede entenderse en sentido equivalente, es decir, celebrándose sesión reglamentariamente convocada (67.3 CE) de cualesquiera de los comúnmente denominados órganos de trabajo de las Cámaras.

El art. 497 tipifica la perturbación del orden de las sesiones de las Cámaras por quienes no sean miembros de ellas, distinguiendo entre la perturbación grave (castigada con prisión de seis meses a un año) y la no grave (penada con multa de seis a doce meses). Existiendo acuerdo doctrinal sobre la protección del libre y normal funcionamiento de las Cámaras como bien jurídico protegido –nuevamente, se exige que la perturbación afecte a una sesión parlamentaria, lo que debe entenderse como referido a cualquier reunión de uno de los órganos de la Cámara reglamentariamente convocada–, a partir de ahí el precepto plantea diversos problemas de taxatividad relativos a la determinación de la gravedad de las conductas, y, desde el punto de vista del derecho parlamentario, al deslinde del ámbito propio de las facultades presidenciales de policía y mantenimiento del orden en el recinto parlamentario, consagradas por el art. 72.3 CE y asumidas por los reglamentos de todas las Asambleas legislativas. Porque la aplicación del tipo dependerá, en buena medida, del criterio de quienes desempeñen dichas facultades al valorar la entidad de la perturbación y la consiguiente decisión de poner en conocimiento de la autoridad judicial lo acaecido en sede parlamentaria, tal y como prevén la generalidad de los reglamentos parlamentarios[61]. Ello es así porque el tipo configura la conducta punible como un delito de resultado, que exige, por tanto, la efectiva producción de la perturbación del orden de la correspondiente sesión, apreciación que corresponderá en última instancia a quien tiene atribuida aquella responsabilidad, aunque luego pueda ser valorada en sede jurisdiccional penal. Por lo demás, sujeto activo solo pueden ser quienes no tengan la condición de miembros de las Cámaras –la perturbación del orden por los propios parlamentarios queda sujeta a las normas de disciplina parlamentaria establecidas en los reglamentos, en garantía de su autonomía–, lo que puede alcanzar tanto al público autorizado a asistir a las sesiones plenarias –las de comisión no suelen admitir la presencia de público– como a eventuales comparecientes, personal acreditado de los medios de comunicación o incluso el personal al servicio de las Cámaras[62]. El tipo ha sido aplicado al menos en dos ocasiones y en sus dos modalidades (grave y no grave): en primer lugar, por la Sentencia del Juzgado Central de lo Penal de la AN 8323/2002, de 27 de febrero, por la que se condenó como coautores de un delito del art. 497.2 CP (alteración no grave) a varios individuos que, en el transcurso de una sesión plenaria de las Corts Valencianes a la que asistían como invitados, mostraron camisetas con un logotipo sindical y desplegaron varias pancartas, que se negaron a retirar a requerimiento de la Presidencia, razón por la cual la sesión hubo de suspenderse para la retirada de las pancartas y el desalojo de los infractores, y, en segundo lugar, por la Sentencia del Juzgado Central de lo Penal de la AN 51/2007, de 15 de octubre, que condenó a varios individuos como coautores de un delito del art. 497.1 CP por la alteración grave de una sesión plenaria del Parlamento Vasco a la que habían sido invitados por un grupo parlamentario mediante una acción coordinada para desplegar carteles y proferir gritos, unos desde la tribuna de público, y otros accediendo al hemiciclo, lo que determinó la suspensión de la sesión hasta el desalojo de los infractores[63].

El art. 498 castiga con pena de prisión de tres a cinco años a quienes impidan a un miembro de cualquiera de las Cámaras asistir a sus reuniones o coarten la libre manifestación de sus opiniones o la emisión de su voto, empleando en todos los casos “fuerza, violencia, intimidación o amenaza grave”. Se trata, en palabras de Álvarez García (2016: 248), de “una curiosa estructura delictiva” que encierra no tanto un delito complejo como uno compuesto por tres tipos (impedir la asistencia, coartar la emisión de opiniones y coartar la emisión del voto)[64], que, no obstante, constituye a la postre una agravación del tipo de coacciones del art. 172 CP por razón de los sujetos pasivos y de la conducta impedida. Por tanto, la aplicación del tipo depende del empleo de los medios comisivos señalados para lograr uno de los resultados descritos, lo que implica también la presencia del elemento subjetivo del dolo. En todo caso, los medios comisivos (fuerza, violencia, intimidación o amenaza grave) deben tener la entidad suficiente para lograr cualquiera de los resultados típicos. Esta figura delictiva fue la aplicada a los conflictivos sucesos acaecidos en la ciudad de Barcelona el día 15 de junio de 2011 a raíz de la convocatoria de diversas movilizaciones en el entorno del Parlament de Catalunya para protestar contra los recortes de gasto público bajo el lema “Aturem el Parlament” (“Paremos el Parlamento”), con ocasión de la celebración del debate presupuestario en la Cámara. En una primera sentencia, de 7 de julio de 2014, la Audiencia Nacional absolvió a diecinueve de los veinte procesados de los delitos de los que se les acusaba, que incluían el que ahora analizamos –condenando a uno de ellos por una falta de daños–, pero la posterior Sentencia del Tribunal Supremo 161/2015, de 17 de marzo, tras el recurso de casación del Ministerio Fiscal y las acusaciones particulares (Generalitat y Parlament de Catalunya), anuló la anterior y condenó a ocho de los procesados por un delito contra las instituciones del Estado del art. 498 CP[65]. Independientemente de la interesante polémica suscitada por ambos pronunciamientos –en el terreno tanto político como jurídico, enfrentando concepciones opuestas sobre la democracia y el derecho de participación en los asuntos públicos, así como acerca del posible “efecto desaliento” que la represión penal de conductas asociadas al ejercicio de los derechos fundamentales puede comportar–, lo cierto es que han contribuido decisivamente a esclarecer las características del precepto que analizamos. En primer lugar, se plantea si estamos en presencia de un delito de resultado o de tendencia. Para Álvarez García, el primer tipo (impedir la asistencia) configura un delito de resultado cortado: basta con ejercer la acción de “impedir” empleando alguno de los medios comisivos y con la intención de lograr el resultado, aunque este no llegue a producirse; los otros dos tipos sí exigirían la concurrencia del resultado. Sin embargo, el Tribunal Supremo, en la Sentencia 161/2015, de 17 de marzo, sostiene que las tres modalidades configuran un delito de tendencia en el que basta el empleo de los medios comisivos previstos para lograr alguna de las finalidades típicas para entender consumado el tipo. También existen posturas discrepantes en relación con el bien jurídico protegido: la libertad de los parlamentarios en el ejercicio de sus funciones (ius in officium) y, en cuanto representantes de la ciudadanía, el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos por medio de aquellos (art. 23 CE); o bien el normal funcionamiento de las Cámaras –elemento integrante de su inviolabilidad constitucionalmente proclamada–, como es común a todos los tipos que estamos examinando, en la medida en que la libre asistencia y la libre manifestación de su opinión constituyen presupuestos de aquel[66]. La importancia de la determinación del bien jurídico reside en que condiciona, a su vez, la determinación del sujeto pasivo, que serán los parlamentarios o las Cámaras de las que forman parte, según se sostenga una u otra postura. El Tribunal Supremo diferencia por ello entre sujetos pasivos de la acción, que serían los primeros, y los del delito, que serían las Cámaras legislativas. Por tanto, estaríamos en presencia de un delito pluriofensivo, lo que dotaría de pleno sentido a la “conexión” que la jurisprudencia constitucional aprecia, como quedó expuesto anteriormente, entre la inviolabilidad como prerrogativa colectiva y las prerrogativas individuales de los parlamentarios[67].

BIBLIOGRAFÍA

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[1] Estando en curso la preparación de este trabajo, tuvo lugar, asimismo, el pronunciamiento definitivo del Tribunal Constitucional sobre los recursos de amparo interpuestos por los condenados, mediante la STC 133/2021, de 24 de junio, a la que más adelante se hará referencia.

[2] Por ello, a día de hoy sigue conmemorándose de forma simbólica en la ceremonia oficial de la apertura del período de sesiones, cuando el monarca pronuncia el discurso de la Corona en la Cámara de los Lores, y para ello se envía a un alto funcionario de esta, el conocido como gentelman usher of the black rod, o simplemente black rod (en referencia al color de la madera de ébano con la que está confeccionado el bastón que porta), a buscar a los miembros de la Cámara de los Comunes para que asistan al discurso. Cuando este se acerca a las puertas de la Cámara Baja, el portero las cierra, obligándole a solicitar permiso para entrar y dirigirse a los comunes llamando tres veces con la vara en la puerta del salón de sesiones. Los parlamentarios se emparejan, encabezados por el primer ministro y el líder de la oposición, y, comportándose de manera informal y distendida, siguen al black rod hasta la Cámara de los Lores para escuchar el discurso de la Corona. Sobre esta figura y sus funciones véase May (2015: 141, 144 y 184-185). Fraga Iribarne se refiere, con cita de Burdeau, al carácter ceremonioso del parlamentarismo británico, llegando a calificarlo como “el gran teatro político de Inglaterra” y tomando como ejemplo la ceremonia descrita (1960: 54 y 63).

[3] Joseph Pérez (2003: 480) califica el 23-F de “pálida réplica” del pronunciamiento de Pavía en 1874.

[4] Por razones obvias no cabe detenerse en otros sucesos análogos, pero sí cabe mencionar por su significación, aun sin ánimo de exhaustividad, el nunca suficientemente aclarado incendio del Reichstag en Berlín, en la noche del 23 de febrero de 1933, que a la postre resultó la excusa para la promulgación del decreto de plenos poderes que facilitó la consolidación en el poder del partido nazi y del recién nombrado canciller Adolf Hitler.

[5] En palabras de Garrorena Morales (2001: 65), “en nuestros días, la forma más adecuada de determinar el lugar institucional del parlamento no pasa por subrayar la superioridad sino la singularidad de su posición”.

[6] Con una excepción: el Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid no contiene proclamación de la inviolabilidad de la Asamblea, que, sin embargo, sí aparece en el Reglamento de la Cámara (art. 5).

[7] Así, cabe mencionar, entre otros, por su especial gravedad, los incidentes acaecidos en Cartagena en el mes de febrero de 1992, donde diversas movilizaciones con el trasfondo de la reconversión industrial dieron lugar a enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas del orden que culminaron en el incendio de la sede de la Asamblea Regional de Murcia. La investigación judicial llevada a cabo no pudo identificar a los posibles autores e hizo imposible formular acusación alguna, lo que condujo al sobreseimiento provisional de las diligencias por Auto del Juzgado de Instrucción núm. 4 de Cartagena, de 16 de junio de 1992. El Pleno de la Cámara aprobó una declaración institucional de condena en su sesión del 6 de febrero de 1992.

 También la sede de la entonces denominada Asamblea Regional hoy Parlamento de Cantabria fue testigo de sendos encierros protagonizados en febrero de 1993, por mujeres y familiares de los trabajadores de la empresa Sniace, y en octubre de 1999, por miembros del comité de empresa de Astander. En ambos casos se trataba de llamar la atención sobre la situación de crisis de las citadas empresas y los encierros se produjeron de forma pacífica, aprovechando la visita autorizada a la sede parlamentaria para entrevistarse con los grupos parlamentarios. El primero se prolongó por espacio de un mes, mientras que el segundo duró veinte días; pero en ambos casos pudo mantenerse el funcionamiento de la Asamblea en condiciones de aparente normalidad. En ninguno de los dos casos hubo consecuencias penales.

 Finalmente, en noviembre de 2000 se produjeron, asimismo, incidentes de especial gravedad en las Cortes de Castilla y León, cuando las protestas convocadas por la representación sindical de los empleados públicos de la comunidad ante el recinto parlamentario que debatía el proyecto de presupuestos fueron disueltas por la Guardia Civil, que llegó a penetrar en la sede a requerimiento de su presidente para desalojar de la tribuna del público a varios sindicalistas que habían desplegado un pancarta. No nos consta que los hechos tuvieran repercusión penal, pero sí motivaron la comparecencia en el Congreso de los Diputados del secretario de Estado de Seguridad para explicar la actuación de las fuerzas policiales (DS Congreso, n.º 254, de 5 de junio de 2001).

[8] Pues, como señala expresivamente Caamaño (2018: 28): “El parlamento democrático es el lugar donde reafirmar los propios argumentos y cuestionar los ajenos, procurando la máxima proyección sobre los electores. Esa es la clave”.

[9] Según recoge el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, año 1978, n.º 78, de la sesión celebrada por la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas el día 1 de junio de 1978 (p. 2826), la enmienda fue presentada cuando la Presidencia de la citada Comisión estaba punto de dar por cerrado el debate y votación en torno al que hasta ese momento era el art. 61 del proyecto constitucional, que contaba tan solo con dos apartados (que hoy son los dos primeros apartados del art. 66), los cuales, a su vez, habían sido incorporados mediante sendas enmiendas por la Ponencia. La propuesta consistió en añadir un tercero con el tenor “Las Cortes Generales son inviolables”, que hoy constituye el tercer apartado del art. 66 CE.

[10] Lasagabaster Herrarte (2014: 1861) sostiene al respecto que “la inviolabilidad del Parlamento constituye un principio que todos los ordenamientos acogen, lo hagan de forma expresa y en la propia norma constitucional o en sus normas institucionales básicas, o bien se considere implícito, como una característica ínsita, inevitable e imprescindible de la institución”, añadiendo que “la falta de libertad del Parlamento […] pondría en cuestión la existencia misma de la democracia”.

[11] Como explica Alcón Yustas (2010: 51 y ss.), el sistema constitucional danés descansa sobre el texto ampliamente reformado en 1953 de la original Constitución de 1849, por lo que conserva sobre el papel algunos rasgos del constitucionalismo liberal: monarquía constitucional, sistema de “parlamentarismo negativo” en el que el Ejecutivo no requiere de la confianza de la mayoría parlamentaria, siendo suficiente con que no suscite el rechazo de la Cámara, y ejercicio conjunto del poder legislativo por la Corona y el Parlamento.

[12] Alzaga Villaamil (1978: 438) señala directamente que el apartado 3 de nuestro art. 66 “está inspirado” en el precedente danés y que a buen seguro Peces-Barba “había puesto sus ojos en el art. 34 de la Constitución danesa de 1953”.

[13] De acuerdo con la información disponible en la propia web institucional del Parlamento danés, la previsión constitucional encuentra la correlativa tipificación en la ley penal, que puede comportar una pena de prisión de hasta dieciséis años, estando también legalmente prohibida la alteración de los trabajos parlamentarios por medio de la celebración de manifestaciones frente a la Cámara, aunque en este caso la sanción se circunscribe a una multa. Véase https://www.thedanishparliament.dk/-/media/pdf/publikationer/english/my_constitutional_act_with_explanations.ashx

[14] Los poderes presidenciales de policía aparecen reiterados en el art. 7 del Reglamento del Bundestag (Geschäftsordnung), y desarrollados en cuanto al interior de la sede en su apéndice 1 (Hausordnung). La infracción de las normas de comportamiento puede comportar sanción penal o administrativa, en función de su entidad.

[15] Lasagabaster llega a proponer a tal efecto la inclusión de este tipo de conflictos en el elenco de conflictos entre órganos constitucionales previsto por el título IV de la LOTC (vid. pp. 1875-1876).

[16] La cursiva es nuestra. La sentencia será objeto un comentario más extenso al analizar el ejercicio del derecho de reunión y manifestación ante las sedes parlamentarias en un apartado posterior.

[17] País Vasco: 25.12; Cataluña: 55.3; Galicia: 10.2; Andalucía: 100.2; Principado de Asturias: 23.2; Cantabria: 8.2; La Rioja: 16.2; Región de Murcia: 21.dos; Comunidad Valenciana: 21.1; Aragón: 33.2; Castilla-La Mancha: 9.tres; Canarias: 38.2; Navarra: 13.1; Extremadura: 16.1; Illes Balears: 40.2, y Castilla y León: 20.2.

[18] Así, proclaman conjuntamente inviolabilidad y autonomía los estatutos de la Comunidad Valenciana y Extremadura, mientras que este último y el de las Illes Balears vinculan inviolabilidad e indisolubilidad.

[19] Cortes de Aragón (art. 1.2), Junta General del Principado de Asturias (art. 3), Parlamento de Illes Balears (art. 1.2), Parlamento de Canarias (art. 1.3), Asamblea de Extremadura (art. 5), Asamblea de la Región de Murcia (art. 6), Corts Valencianes (art. 2.1) y Parlamento de La Rioja (art. 2). En el específico caso de las Corts Valencianes, la DA 3.ª del Reglamento de 2006 prevé incorporar en un anexo las normas sobre blasones, etiqueta y formulario; estas (art. primero) reconocen “la prerrogativa tradicional de colocar, en el lugar en que se celebren las sesiones, un portero con maza de plata, el cual dependerá del presidente” como “símbolo de la inviolabilidad” de las Corts.

[20] Una exposición sistemática sobre las funciones presidenciales en Torres Muro (1987: 92 y ss.); respecto de los Parlamentos autonómicos, en Iglesias Machado (2016: 135 y ss.), y respecto de Congreso y Senado, en García-Escudero Márquez (2018: 2024-2025).

[21] Con carácter general, García-Escudero Márquez y Pendás García (1998: 434) entienden que a las Presidencias corresponde un “status singular y único que no se confunde con la mera condición de miembro principal del órgano colegiado de gobierno”. Delgado-Iribarren García-Campero (2012: 271) considera que hoy en día la Presidencia es “una magistratura arbitral, neutral (o preferiblemente imparcial) y de garantía”. En sentido análogo, y en relación con los Parlamentos autonómicos, Iglesias Machado (2016: 128) entiende que, a pesar del desplazamiento de sus funciones hacia los órganos colegiados, la Presidencia “es un órgano singular, un órgano de gobierno de carácter individual” y no “un mero primus inter pares”, en atención a sus específicas funciones. Para Sanz Pérez (2017: 116), “la posición de los Presidentes de los Parlamentos españoles depende de la propia proyección personal y política de la persona que desempeña el cargo, aunque su ubicación vertebral en el sistema es evidente”. También Alba Navarro (2018: 276) entiende que las específicas atribuciones competenciales de la Presidencia la sitúan en una “situación de clara primacía respecto de la Mesa”, erigiéndose en el “punto de vinculación esencial” con la administración parlamentaria al servicio de las Cámaras.

[22] García-Escudero Márquez y Pendás García (1998: 459).

[23] Existen ya una amplia doctrina y un cuerpo de jurisprudencia constitucional en la materia a los que resulta imposible hacer referencia aquí. A título de ejemplo pueden consultarse las referencias doctrinales que aporta Iglesias Machado (2016) en las pp. 139-142. De especial interés también por las referencias al derecho comparado y propio, el volumen colectivo Derecho parlamentario sancionador (2005). En él Torres Muro diferencia también, como nosotros, entre las normas de disciplina parlamentaria aplicables a los miembros de las Cámaras y las medidas aplicables a terceros que alteren el orden del recinto parlamentario (p. 31). En cuanto a la jurisprudencia constitucional en materia de disciplina parlamentaria, véase la que reseña García-Escudero Márquez (2018: 2036).

[24] En sentido análogo, Fernández Rodríguez (2005: 145), aunque el transcurso del tiempo y las reformas reglamentarias más recientes han acentuado las diferencias entre los distintos reglamentos.

[25] Por lo que se refiere a la Cámara Alta, sección primera (“Del Presidente y los Vicepresidentes”) del capítulo primero (“De la Mesa”) del título tercero (“De la organización y funcionamiento del Senado”), arts. 37 a 40.

[26] Reglamento del Senado, capítulo octavo (“De la disciplina parlamentaria”), del título tercero (“De la organización y funcionamiento del Senado”), arts. 101 a 103. No podemos compartir por ello la afirmación de Fernández Rodríguez (2005: 145) de que las facultades de mantenimiento del orden en las sesiones y en el recinto parlamentario “se incardinan dentro de la función de disciplina parlamentaria”, pues, a nuestro juicio, ocurre más bien al contrario: la atribución de dichas facultades presidenciales, de rango constitucional en el caso de las Cortes Generales (art. 72.3), es la que da origen a las normas de disciplina parlamentaria aplicables a los miembros de la Cámara y a cualquier otra persona que acceda a su interior. Cuestión distinta es que la sistemática de la mayoría de los reglamentos, siguiendo el modelo del Congreso de los Diputados, englobe todas las medidas en las que puedan concretarse aquellas facultades en un único apartado bajo esa denominación común.

[27] Sección 1.ª (“De las Funciones de la Mesa y sus miembros”) del capítulo primero (“De la Mesa”) dentro del título III (“De la organización del Congreso”).

[28] Así, en el Congreso, capítulo octavo (“De la disciplina parlamentaria”) del título IV (“De las disposiciones generales de funcionamiento”), arts. 99-107.

[29] Contemplan una previsión análoga los reglamentos parlamentarios de Andalucía (art. 12), Aragón (art. 37), el Principado de Asturias (art. 18), Canarias (art. 14.2), Cantabria (art. 15), Castilla-La Mancha (art. 17), Castilla y León (art. 11), Extremadura (art. 28), País Vasco (art. 16), Galicia (art. 19), Illes Balears (art. 13), La Rioja (art. 23.1), Madrid (art. 24.2), la Región de Murcia (art. 16.2), Navarra (art. 20) y la Comunidad Valenciana (art. 17). Sobre el alcance y supuestos a los que hace referencia el precepto, Moreno Fernández-Santa Cruz (2012: 99 y ss.).

[30] Véanse, a título de ejemplo, arts. 57 del Reglamento del Parlamento de Cantabria, 76 del Reglamento de la Asamblea de Extremadura, 64 del Reglamento del Parlamento Vasco o 54 del Reglamento del Parlamento de Galicia.

[31] De nuevo, a título de ejemplo, cfr. art. 104.3 del Reglamento del Parlamento de Cantabria y art. 138.2 del Reglamento de la Asamblea de Madrid.

[32] Siguen esta misma sistemática, con escasas variaciones a las que se hará referencia en el texto, los reglamentos parlamentarios de Andalucía (arts. 105-107), Asturias (arts. 134-136), Canarias (arts. 123-125), Cantabria (arts. 110-112), Castilla y León (arts. 105-107), País Vasco (arts. 111-114), Galicia (arts. 107-109), Illes Balears (arts. 120-122), Navarra (arts. 122-125) y la Comunidad Valenciana (arts. 106-108).

[33] Parlamento de Canarias (art. 2), Parlamento de Cataluña (art. 73), Asamblea de Extremadura (art. 3), Parlamento balear (art. 1), Parlamento de La Rioja (arts. 2 y 3), Asamblea de Madrid (art. 6) y Asamblea de Murcia (arts. 3 y 6).

[34] Téngase en cuenta la relevancia que a las sedes parlamentarias, “como espacio que garantiza que los diputados puedan ejercer su función representativa sin perturbaciones” y su función simbólica, vienen dando algunos pronunciamientos recientes del Tribunal Constitucional, como las SSTC 19/2019, de 12 de febrero (FJ 5), 45/2019, de 27 de marzo (FJ 6), y 133/2021, de 24 de junio (FJ 7.3.2).

[35] Conviene recordar a estos efectos los desórdenes acaecidos en la tribuna de público durante una sesión plenaria de la Asamblea de Madrid en el mes de febrero de 2001, que dieron lugar a la suspensión de la sesión, recurrida en amparo por los grupos de la oposición por entender que el acuerdo adoptado había excedido las facultades reglamentarias de mantenimiento del orden con vulneración del art. 23.2 CE. Por ATC 142/2002, de 23 de julio, se acordó la inadmisión a trámite del recurso por entender que, aunque la decisión de suspensión definitiva no estuviera expresamente prevista en el Reglamento parlamentario, el reconocimiento de las facultades presidenciales para el mantenimiento del orden, que incluyen la adopción de cualesquiera medidas que se consideren oportunas a tal efecto, impide considerar que se hubiera producido una extralimitación que lesionara el derecho fundamental de los recurrentes. Sobre la actuación de la Presidencia en aquellos sucesos, véase Navas Castillo (2001).

 El Congreso de los Diputados tampoco ha quedado al margen de incidentes de esta naturaleza. Baste con recordar el protagonizado por varias activistas del colectivo Femen en el mes de octubre de 2013, que dio lugar a su expulsión de la tribuna de público con la posterior detención y apertura de diligencias penales. Sin embargo, el Juzgado de Instrucción núm. 6 de Madrid decretó la libertad de las activistas, descartando la trascendencia penal de su conducta a efectos de lo dispuesto por el art. 497 CP.

[36] En sentido análogo, Torres Muro (2005: 45), al analizar los principios que deben presidir la aplicación de las normas de disciplina parlamentaria, incluye el que denomina “principio del máximo consenso posible”.

[37] Aun con datos de 1998, resulta de interés consultar el “Informe sobre la autonomía administrativa y financiera de las asambleas parlamentarias”, elaborado por Michel Couderc en su condición de secretario general de la Asamblea Nacional francesa para la revista de la Asociación de Secretarios Generales de Parlamentos (ASGP). En relación con la protección de las Asambleas y sus miembros en materia de seguridad, y tras dejar sentado que “la condición más elemental de la libertad de deliberación de una asamblea es la seguridad de sus miembros y por consiguiente la protección de sus locales”, expone los resultados de un cuestionario planteado a un total de 49 parlamentos de diversos países. Véase Couderc (1999: 21-29).

[38] Véanse Sainz Moreno (2002: 72-73) y Delgado-Iribarren García-Campero (2012: 280-281).

[39] Véase art. 2.1 de la Orden INT/28/2013, de 18 de enero, por la que se desarrolla la estructura orgánica y funciones de los Servicios Centrales y Periféricos de la Dirección General de la Policía.

[40] Así, Cruz Villalón (1998: 667-668).

[41] Véanse Alzaga Villaamil (1978: 524-525), Cruz Villalón (1998: 674 y ss.) o Recoder de Casso y García-Escudero Márquez (2001b: 1303). En apretada síntesis, cabe destacar que la Constitución de 1869 establecía en su art. 55 la prohibición de presentar “en persona, individual ni colectivamente”, peticiones a las Cortes y de “celebrarse, cuando las Cortes estén abiertas, reuniones al aire libre en los alrededores del Palacio de ninguno de los Cuerpos Colegisladores”, prohibición que comportó la correspondiente tipificación penal en el Código de 1870, que circunscribía el castigo a quienes “promovieren, dirigieren o presidieren manifestaciones y otra clase de reuniones al aire libre en los alrededores del Palacio de cualesquiera de los Cuerpos Colegisladores, cuando estén abiertas las Cortes”. Sin embargo, los dos textos posteriores de 1876 y 1931, probablemente a la vista de la experiencia histórica, circunscribieron la prohibición a la presentación de peticiones a las Cámaras por “ninguna clase de fuerza armada” (arts. 13 y 35, respectivamente), aunque la tipificación penal se mantuvo.

[42] Como ponen de relieve García Manzano (2008: 1447) o Palomar Olmeda (2018: 2115), con carácter previo a la aprobación de la vigente ley orgánica, y a pesar de la exclusiva referencia del art. 77 CE a las Cortes Generales, la STC 214/1993, de 14 de julio, despejó cualquier duda acerca de la consideración de las Asambleas legislativas autonómicas como posibles destinatarias del ejercicio del derecho de petición (FJ 2). Sobre la obligatoriedad de la tramitación de las peticiones ante las Asambleas legislativas, véase la STC 108/2011, de 20 de junio. En todo lo relativo al ejercicio del derecho ante las instituciones parlamentarias, el excelente y exhaustivo comentario de Alenza García (2002) a la disposición adicional primera de la LO 4/2001, de 12 de noviembre.

[43] De acuerdo con Alenza García (2002: 884-885), tanto el ejercicio individual y colectivo del derecho como la exigencia de forma escrita excluyendo la presencialidad aparecen ya en el art. 29 CE, por lo que el 77.1 no añade sino la prohibición de presentación por medio de manifestaciones ante las Cámaras, que, a su juicio, vendría también excluida por la exigencia de forma escrita. Por ello concluye que la única justificación de la prohibición estaría en la protección de la inviolabilidad de la institución constitucionalmente garantizada por el art. 66.3.

 En palabras de Sainz Moreno (2002: 75), “lo que la Constitución prohíbe, pues, es que los promotores o una delegación de los manifestantes pretendan ser recibidos en audiencia por la Cámara o por una comisión de ella para exponer sus peticiones”, pretensión que si fuera violenta comportaría aplicar el art. 495 CP.

[44] La celebración de reuniones y manifestaciones ante las sedes de los Parlamentos ha sido ya estudiada entre nosotros por Sainz Moreno (2002), con una pormenorizada exposición del derecho comparado en la materia, previa al estudio de la problemática del régimen jurídico de las manifestaciones ante la sede de la representación popular, y posteriormente por Santaolalla López (2014).

[45] Véase Sainz Moreno (2002: 49 y ss.). El tiempo transcurrido desde la publicación de dicho trabajo ha dejado obsoletas algunas de las referencias legislativas que incorpora (así, las de la República Federal alemana, que cuenta con una nueva ley de 2008, o en el caso belga, que ha experimentado diversas modificaciones en 2012 y 2017), pero el sentido de las regulaciones a los efectos de este análisis se mantiene. Santaolalla López actualiza alguna de ellas (2014: 19 y ss.).

[46] Véase Sainz Moreno (2002: 58-60).

[47] Coincidimos con Sainz Moreno (2002: 71) al abogar por la definición de una zona acotada con carácter general para la preservación de las sedes parlamentarias en caso de reuniones y manifestaciones en su entorno que proporcione objetividad y seguridad. Pues, como afirmara Santaolalla López (2014: 30), en estos casos “lo que está en juego más que seguridad ciudadana es la seguridad parlamentaria”, y lo importante es “preservar más que la seguridad ciudadana el correcto funcionamiento” de las Cámaras.

[48] A título de ejemplo, pueden consultarse la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid (Sala de lo Contencioso, secc. 8.ª) 277/2001, de 7 de marzo, que desestima el recurso interpuesto por los convocantes de una manifestación ante la Asamblea de Madrid para reclamar una estación de metro contra la resolución de la Delegación del Gobierno que prohibió dicha concentración alegando que en el día y hora estaba prevista la celebración de una sesión plenaria que podía verse alterada, o la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Galicia (Sala de lo Contencioso, secc. 1.ª) 144/2007, de 12 de febrero, que estimó el recurso interpuesto por los convocantes de una concentración frente a la sede del Parlamento gallego para mostrar la disconformidad con un proyecto de ley en tramitación frente a la resolución de la Subdelegación del Gobierno que prohibió su realización por coincidir con la celebración de sesión plenaria en la Cámara.

[49] Véase Aba Catoira (2021), en especial, pp. 183-184.

[50] La sentencia cuenta con un voto particular de la magistrada Balaguer Callejón muy crítico con la interpretación mayoritaria del Tribunal en esta cuestión, a cuya lectura no podemos sino remitirnos y que en buena medida compartimos.

[51] Una protección ya dispensada a las Cortes del régimen anterior por el Código de 1973 (arts. 149 y ss.), que, en lógica sintonía con el desarrollo del proceso autonómico impulsado tras la Constitución de 1978, fue tempranamente extendida a las Asambleas legislativas de las CC. AA. por virtud de la Ley Orgánica 2/1981, de 4 de mayo, dotando, así, de pleno sentido a los preceptos de los estatutos de autonomía que proclaman también la inviolabilidad de sus Cámaras parlamentarias, y que posteriormente hizo suya el Código Penal de 1995.

[52] La sección primera del capítulo III del título XXI del Código de 1973 se dedicaba a los “delitos contra los altos organismos de la Nación”, y buena parte de las conductas allí tipificadas se trasladaron al Código actual.

[53] Además, la consagración de determinados tipos penales a la protección del funcionamiento de las Cámaras es una constante histórica en nuestro ordenamiento punitivo, como pone de relieve el exhaustivo estudio que, de los actualmente comprendidos en los arts. 493 a 499, lleva a cabo el profesor Álvarez García (2016).

 Ante la inevitable necesidad de seleccionar las referencias en un campo que resulta ajeno a nuestra especialidad, para esta parte del trabajo y para las cuestiones específicamente jurídico-penales nos hemos apoyado en el análisis de este autor (2016: 155 y ss.), junto a los llevados a cabo por García Rivas y Manjón-Cabeza Olmeda sobre los arts. 472 (pp. 21 y ss.) y 492 (pp. 141 y ss.), respectivamente, dentro la misma obra colectiva referenciada en la bibliografía final. Asimismo, atendiendo a su especificidad o su carácter más reciente, se han manejado también los estudios de García González (2005), Matia Portilla (2015) y Cuerda Arnau (2019).

[54] La sentencia inicial, de 3 de junio de 1982, fue recurrida en casación ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, que, mediante sentencia de 22 de abril de 1983, casó y anuló aquella estimando en gran medida los argumentos del Ministerio Fiscal y agravando las penas inicialmente impuestas a la mayoría de los implicados. Dicho proceso marca, a juicio de García Rivas (2016: 24), “un punto de inflexión” en la historia del delito de rebelión, “ya que dio lugar a un procedimiento penal complejo, en el que se mezcló la negra historia del autoritarismo militar español (Consejo de Guerra que castigó con suma levedad a los responsables) y el emergente constitucionalismo civil (condena final a penas máximas por el Tribunal Supremo)”.

[55] Así lo cree García González (2005: 233), con cita de Puyol Montero.

[56] El tipo permanece inaplicado en su redacción actual, pero no así su equivalente del Código de 1973: la Sentencia de la secc. 1.ª de la Audiencia Provincial de A Coruña, de 24 de diciembre de 1992, apreció la comisión de un delito del art. 149 del Código entonces vigente por la invasión violenta de la sede del Parlamento de Galicia llevada a cabo el 2 de marzo de 1988 por un grupo de trabajadores de una empresa en crisis, encontrándose reunido el Pleno de la Cámara, por el que fueron condenados dos miembros del comité de empresa. La sentencia, que contó con un voto particular, fue recurrida en casación y confirmada por la Sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, secc. 1.ª, 8327/1993, de 3 de diciembre.

[57] García González (2005: 236) considera desafortunado el tipo delictivo, siendo incluso partidario de su supresión, tal y como propuso una enmienda del grupo parlamentario Popular durante el trámite parlamentario del Código, por resultar una limitación excesiva del derecho de reunión y manifestación, al no exigirse fuerza o intimidación. Hemos de añadir que por ello resulta hasta cierto punto paradójico que, tiempo después, la misma fuerza política, ya en tareas de gobierno, impulsara la aprobación del controvertido art. 36.2 LOPSC, “rebajando el listón” punitivo al derecho administrativo sancionador.

[58] En el mismo sentido, Cuerda Arnau (2019: 749), Álvarez García (2016: 189), que excluye en todo caso las simples molestias o alteraciones, y Matia Portilla, con cita de jurisprudencia (2015: 121).

[59] La LOPSC incorporó a efectos de su régimen sancionador un precepto, el art. 30.3, definidor de los conceptos de “organizadores” y “promotores” de reuniones y manifestaciones, que fue impugnado en el recurso de inconstitucionalidad resuelto por la STC 172/2020, de 19 de noviembre, y considerado adecuado a la Constitución. Sin embargo, es de dudosa utilidad a los efectos del art. 494, al no existir coincidencia entre los conceptos determinantes de la autoría en los campos administrativo y penal. Álvarez García lleva a cabo, no obstante, una rotunda crítica de la, a su juicio, enorme ampliación del ámbito de los sujetos responsables llevada a cabo por medio de aquella definición (2016: 186).

[60] También Matia Portilla (2015: 127) parece inclinarse por considerar que el bien protegido es la inviolabilidad de las Cámaras, entendiendo que esta alcanza a su prestigio o autoridad. Al respecto cita la doctrina de la STC 51/1985, de 10 de abril, que, aunque referida a un supuesto de injurias al Gobierno del CP de 1973, destaca la necesidad de proteger “el prestigio de las instituciones democráticas” en su conjunto; o de la STS 15876/1994, de 21 de abril, que, referida también a un supuesto de injurias a un miembro de las Cortes del art. 157.3.º del CP anterior, sostiene, con cita de la STC referenciada, que “[e]l bien jurídico protegido en estas figuras delictivas no es tanto el honor sino el prestigio de instituciones que se reputan esenciales dentro de la estructura del Estado democrático”.

[61] Como quedó expuesto anteriormente, la necesaria imparcialidad y la prudencia en el desempeño de las facultades presidenciales aconsejarán en estos casos el sometimiento de la valoración de la gravedad de las conductas al conocimiento y apreciación por los portavoces de los grupos parlamentarios y las Mesas de las Cámaras.

[62] En palabras de Matia Portilla (2015: 131), cualquiera que, “habiendo entrado de forma legítima en el recinto parlamentario, perturba desde el interior el normal desarrollo de la sesión”.

[63] Este segundo pronunciamiento resulta de interés en orden a la valoración de las conductas para la determinación de su gravedad, considerando el órgano jurisdiccional que, lejos de provocar “un mero alboroto pasajero inmediatamente abortado” que merecería la calificación de no grave, los sujetos activos lograron no solo interrumpir al orador que estaba haciendo uso de la palabra, sino el desarrollo de la propia sesión, que hubo de ser suspendida, provocando, además, “desasosiego e intranquilidad” en los diputados visible y audible en la prueba practicada, y ofreciendo “resistencia, aunque pasiva”, al desalojo por los servicios de seguridad, habiendo quedado también acreditado que la acción estaba “meticulosamente diseñada” para acrecentar la sensación de disturbio, circunstancias que, apreciadas en conjunto, determinan que la alteración debe ser valorada como grave.

[64] Matia Portilla (2015: 135) los reduce a dos: “impedir asistir a las reuniones” y “coartar la libre manifestación de opiniones o del voto”.

[65] Estando ya en preparación este trabajo, la STC 133/2021, de 24 de junio, resolvió el recurso de amparo interpuesto por varios de los procesados contra la sentencia del Tribunal Supremo, que fue desestimado, aunque se formularon tres votos particulares sobre el fallo mayoritario. Los antecedentes de este pronunciamiento constituyen un excelente resumen del caso.

[66] Así lo sostiene el ATS 11186/2012, de 8 de noviembre, que resuelve la cuestión de competencia en el supuesto mencionado en favor del Juzgado Central de Instrucción a la Audiencia Nacional, y es acogido posteriormente por la STS 161/2015, de 17 de marzo, ya referenciada. Por su parte, García González con cita de Polaino Navarrete (2005: 247), cree también que estamos en presencia de “un delito intencional de resultado cortado” en cualquiera de sus modalidades, precisamente porque considera que el bien jurídico protegido es el normal funcionamiento de las Cámaras.

[67] La interpretación del art. 498 CP llevada a cabo por la STS 161/2015 se condensa en su prolijo FJ 5, a cuya lectura remitimos.

[68] Así, García González (2005: 248) o Matia Portilla (2015: 139). Y ello teniendo en cuenta que, como pone de relieve Álvarez García (2016: 275), no solo no existía un precedente similar en el Código anterior, sino que la redacción originaria del proyecto de ley orgánica solo fue alterada en el trámite parlamentario para incluir a las Asambleas legislativas autonómicas, es decir, sin que se plantease ninguna precisión adicional para intentar colmar las exigencias del principio de legalidad.

[69] Conviene traer de nuevo a colación aquí el ejemplo del procesamiento de la Mesa del Parlamento Vasco y los distintos pronunciamientos jurisdiccionales a que dio lugar, analizados por Lasagabaster Herrarte (2014). Así como los más recientes pronunciamientos del Tribunal Constitucional en relación con el papel de los miembros de la Mesa del Parlament en el desarrollo del procés independentista catalán.

[70] Arias Díaz (2000) describe un supuesto acaecido en el Principado de Asturias que bien podría encajar en este tipo de perturbaciones: la suspensión por el Tribunal Superior de Justicia de un Pleno de la Junta General del Principado.

[71] Recuérdese la previsión del art. 548 LECrim. Álvarez García (2016: 279) concluye que lo que se protege es “una idea” recogida, no olvidemos, en una Constitución normativa, y en términos de legalidad penal “las ideas no poseen los requisitos exigibles de determinación suficientes como para establecer tipos penales sobre ellas”.