THE GENDER PERSPECTIVE IN THE INTERPRETATION OF CRIMINAL, SUBSTANTIVE AND PROCEDURAL LAWS
Ignacio José Subijana Zunzunegui
Tribunal Superior de Justicia del País Vasco
Cómo citar / Nola aipatu: Subijana Zunzunegui, I. J. (2023). La perspectiva de género en la interpretación de las leyes penales, sustantivas y procesales. Legebiltzarreko Aldizkaria - LEGAL - Revista del Parlamento Vasco, 4: 114-137
https://doi.org/10.47984/legal.2023.006
RESUMEN
La presente reflexión entiende que la perspectiva de género equivale a una protección reforzada de las mujeres en el orden penal, tanto sustantivo como procesal, a partir del especial desvalor predicable de una violencia del hombre que ratifica un modelo social de discriminación de la mujer. A la luz de esta premisa, que encuentra cabida en los espacios normativo y jurisdiccional, analiza cómo cabe implementar el enfoque de género en cada uno de los tres ámbitos afectados por la interpretación y aplicación de las leyes penales: la delimitación del hecho, la fijación de la significación jurídica del hecho en los delitos contra la vida y los delitos sexuales y la determinación del efecto que se anuda al hecho conforme a la significación jurídica conferida.
PALABRAS CLAVE
Perspectiva de género, víctimas, violencia, protección reforzada.
LABURPENA
Hausnarketa honetan jotzen da genero-ikuspegia zigor-arloan –sustantiboan zein prozesalean– emakumeen babesa indartzearen baliokidea dela, emakumearen aurkako diskriminaziozko eredu sozial bat berresten duen aldetik gizonaren indarkeriari dagokion gaitzespen berezitik abiatuta. Premisa horren argitan, zeinak lekua baitu arau- eta jurisdikzio-eremuetan, aztertzen da nola ezar daitekeen genero-ikuspegia zigor-legeen interpretazioak eta aplikazioak eragindako hiru eremuetako bakoitzean: egitatea zedarritzea, egitatearen esanahi juridikoa finkatzea bizitzaren aurkako delituetan eta sexu-delituetan, eta emandako esanahi juridikoaren arabera egitateari lotzen zaion ondorioa zehaztea.
GAKO-HITZAK
Genero-ikuspegia, biktimak, indarkeria, babes indartua.
ABSTRACT
This reflection concludes that the gender perspective is equivalent to a reinforced protection of women in the penal order, both substantive and procedural, based on the special predicable devaluation of male violence that ratifies a social model of discrimination against women. In the light of this premise, which finds a place in the normative and jurisdictional spaces, it analyzes how the gender approach can be implemented in each of the three areas affected by the interpretation and application of criminal laws: the delimitation of the fact, the fixation of the legal significance of the fact in crimes against life and sexual crimes and the determination of the effect that is tied to the fact according to the legal significance conferred.
KEYWORDS
Gender perspective, victims, violence, reinforced protection.
SUMARIO
I.LA PERSPECTIVA DE GÉNERO EN EL DERECHO PENAL.
II.LA PERSPECTIVA DE GÉNERO EN LA DELIMITACIÓN DEL HECHO: LA PRUEBA. 1. La construcción de la prueba en el escenario judicial. 2. La valoración de la prueba por el juez o tribunal.
III.LA PERSPECTIVA DE GÉNERO EN LA FIJACIÓN DE LA SIGNIFICACIÓN TÍPICA. 1. En general. 2. En los delitos contra la vida. 3. En los delitos contra la libertad sexual.
IV.LA PERSPECTIVA DE GÉNERO EN LA DETERMINACIÓN DE LAS CONSECUENCIAS JURÍDICAS.
V.A MODO DE CONCLUSIÓN.
ABREVIATURAS MÁS UTILIZADAS.
BIBLIOGRAFÍA.
PRELIMINAR
El presente artículo es una actualización normativa y jurisprudencial de una reflexión sobre el enfoque de género en el sistema penal que inicié en el año 2018 y que se plasmó en los artículos: “El enjuiciamiento penal con perspectiva de género” (en colaboración con Izaskun Porres García), de la editorial jurídica Sepin, de septiembre de 2018, “La perspectiva de género en el enjuiciamiento de los delitos de violencia del hombre sobre la mujer”, en el libro colectivo Victimología: en busca de un enfoque integrador para repensar la intervención con víctimas (Aranzadi, 2018) y “La perspectiva de género en la prueba de los delitos de violencia del hombre sobre la mujer”, en Psikologiaz: revista del Colegio de Psicología de Bizkaia (2020, vol. 51).
I. LA PERSPECTIVA DE GÉNERO EN EL DERECHO PENAL
Las políticas públicas en materia de género descansan en una premisa empírica: la asimétrica distribución de los roles personales, sociales, políticos y económicos asignados a las mujeres y a los hombres en los espacios privados y públicos. Este desequilibrio responde a una construcción sistémica en la que las relaciones entre las mujeres y los hombres se estructuran en clave de poder, ocupando los hombres más espacio, a costa del espacio que compete a las mujeres que estas no ocupan[1], lo que afecta al ejercicio efectivo en un plano de igualdad de los derechos y libertades por parte de las mujeres. Por ello, en aras de alcanzar el objetivo de la igualdad real, se precisan políticas públicas en materia de género que no se nutran exclusivamente de la prohibición de discriminación de las mujeres, sino que incorporen, también, medidas de acción afirmativa encaminadas a retirar los obstáculos que impiden la igualdad efectiva entre mujeres y hombres. En este marco referencial la perspectiva de género aspira a que los parámetros que utiliza el sistema de justicia para interpretar y aplicar la ley no refuercen, a través de una neutralidad axiológica vinculada a la igualdad formal, las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, consolidando, de esta manera, la discriminación de estas últimas (Fernández-Molina y Bartolomé, 2023). Lo que postula, en definitiva, es que el sistema de justicia emplee técnicas de diferenciación que, siendo proporcionadas, logren la equiparación final de lo que en el punto inicial es desigual. Al respecto, pacífica doctrina del Tribunal Constitucional (por todas, STC 31/2018, de 10 de abril) ha sostenido que el tratamiento diverso de situaciones distintas puede venir exigido, en un Estado social y democrático de derecho, para la efectividad de los valores que la Constitución consagra con el carácter de superiores del ordenamiento, como son la justicia y la igualdad (art. 1 CE), a cuyo efecto impone, además, a los poderes públicos que promuevan las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva. Por ello, concluye, la actuación de los poderes públicos para remediar la situación de las mujeres colocadas en innegable desventaja en el ámbito social, por razones que resultan de tradiciones y hábitos profundamente arraigados en la sociedad, no puede considerarse vulneradora del principio de igualdad, aun cuando establezca para ellas un trato más favorable, pues se trata de un tratamiento distinto a situaciones efectivamente disímiles.
En este sentido, desarrollando la visión promocional ofrecida por el art. 9.2 CE[2], el valor hermenéutico de la perspectiva de género viene reconocido, entre otras normas, en el art. 4 de la Ley 3/2007[3], en el 4.3 de la Ley 15/2022[4], en el 2.c de la Ley Orgánica 10/2022[5] y en el 3.5 del DLCA 1/2023[6].
La perspectiva de género no reivindica un derecho específico para las mujeres –que coexista con otro propio de los hombres–. Propugna, más bien, repensar los conceptos y redefinir las interpretaciones teniendo en cuenta las necesidades específicas de las mujeres y, principalmente, articulando una respuesta definida desde el mentado prisma a la pregunta de cómo impacta el derecho en las mujeres. En otras palabras: aplicar al derecho un enfoque de género significa preguntarse si las normas han tenido en cuenta los intereses y las preocupaciones relevantes de las mujeres, indagando si en la construcción de los conceptos que anidan en el sistema jurídico se han valorado las experiencias de estas (Álvarez, 2022).
Se discute si el Derecho penal, como máxima expresión del control social formal del Estado, puede ofrecer una perspectiva de género (Asua, 2021). Se ha dicho, al respecto, que el Derecho penal no puede acudir a recursos de acción positiva para igualar a los que, siendo formalmente iguales, son materialmente desiguales. Sin embargo, los arts. 4 de la Ley 3/2007 y 4.3 de la Ley 15/2022 no excluyen ningún sector jurídico de la exigencia de interpretación y aplicación de las leyes para garantizar la igualdad de trato efectiva de las mujeres y de los hombres. Ello conlleva que también en el orden penal la perspectiva de género debe informar la interpretación y la aplicación de las leyes penales. Y es preciso hacerlo a partir de su función de último recurso del Estado para cumplir la tarea de protección de los intereses esenciales de las personas en una sociedad plural y diversa. Consecuentemente, la perspectiva de género en el orden penal se tiene que vincular necesariamente con la referida función de protección de la ley penal –tanto sustantiva como procesal–. En concreto justificando, a través de mecanismos de tutela específicos, una protección reforzada de la mujer cuando es víctima de una violencia procedente del hombre, algo que no es ajeno a la estructura del Código Penal, tal y como afirma la STS 36/2023, de 26 de enero. Y ello porque, en línea con la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional (SSTC 59/2008, de 14 de mayo, 81/2008, de 17 de julio, o 41/2010, de 22 de julio), el específico tratamiento penal en materia de violencia de género responde a la voluntad del legislador de sancionar más gravemente unas conductas que son más graves a partir del contexto relacional en el que se producen y a partir también de que tales conductas son el trasunto de una desigualdad en las relaciones de pareja al constituir una manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres. No en vano, señala el máximo intérprete de la Constitución en las sentencias referidas, el agresor actúa conforme a una pauta cultural –la desigualdad entre hombre y mujer– generadora de gravísimos daños a las víctimas y dota así, consciente y objetivamente, a su comportamiento de un efecto añadido a los propios del uso de la violencia en otro contexto.
El mayor desvalor de la conducta se trata de compensar con una mayor prevención que puede procurar una elevación de la pena, sin incurrir en populismos punitivos, lo que, desde la óptica de la ley penal como norma de protección, redunda en una tutela reforzada de las potenciales víctimas. Se trata, en definitiva, de reconocer la mayor lesividad de la conducta violenta del hombre sobre la mujer a partir de su significación objetiva como reproducción de un arraigado modelo de discriminación de la mujer por el hecho de ser mujer[7]. Con su conducta violenta el hombre convalida la desigualdad sistémica de la mujer, de modo que cuando la norma contempla una pena superior en su base se justifica por la dualidad de bienes jurídicos afectados: la protección de la dignidad y de la desigualdad por abuso de poder que alimenta esa específica violencia del hombre sobre la mujer (así, STS 980/2022, de 21 de diciembre). De ahí que la violencia de género se conciba como una violencia sistémica, dado que la causa determinante es la insuperable fractura derivada de la desigualdad estructural en términos de poder, que separa a mujeres y a hombres (Larrauri, 2021: 8).
Por ello, no es preciso un elemento subjetivo peculiar o un dolo específico para justificar la punición agravada de los injustos de violencia de género. No es algo subjetivo, sino objetivo, aunque contextual y sociológico (así, SSTS 856/2014, de 26 de diciembre, y 614/2015, de 21 de octubre). Es el empleo de la violencia del hombre sobre la mujer en una estructura social caracterizada por la supremacía de lo masculino sobre lo femenino lo que provoca su mayor desvalor, al consolidar ese asimétrico orden y discriminar de esta manera a la mujer. En concreto, el art. 1.1 LO 1/2004 califica la violencia masculina como la manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, sin mención a alguna intención específica adicional en el hombre para su calificación como tal, si bien reduciéndola, de forma injustificada, a la violencia sobre la mujer que sea o haya sido cónyuge o pareja del hombre que agrede[8].
A la luz de este planteamiento es preciso reflexionar sobre cómo cabe implementar la perspectiva de género –como criterio de protección reforzada– en cada uno los tres ámbitos afectados por la interpretación y aplicación de las leyes penales: la delimitación del hecho (supuesto fáctico de la ley penal); la fijación de la significación jurídica del hecho (valoración que la ley penal hace del hecho) y la determinación del efecto que se anuda al hecho conforme a la significación jurídica conferida (consecuencia jurídica de la ley penal).
La idea rectora de esta reflexión, vuelve a reiterarse, no es reivindicar un derecho penal específico para las mujeres. Más bien se trata de elaborar un derecho penal que, respetando sus principios estructurales, atienda a las necesidades de las mujeres como principal grupo afectado por determinados delitos (Larrauri, 2021: 7).
II. LA PERSPECTIVA DE GÉNERO EN LA DELIMITACIÓN DEL HECHO: LA PRUEBA
1. LA CONSTRUCCIÓN DE LA PRUEBA EN EL ESCENARIO JUDICIAL
El sistema procesal penal descansa en estatutos jurídicos específicos para las personas sospechosas y las víctimas. Para las personas sospechosas es fundamental garantizar el derecho a defenderse de la imputación formulada frente a ellas, así como preservar la presunción de inocencia hasta que un tribunal no declare su culpabilidad conforme a la ley. Para las víctimas es vertebral la satisfacción de las necesidades de atención, apoyo y protección. Ambos estatutos jurídicos se integran en el estándar de juicio justo, de forma que la equidad del procedimiento depende del escrupuloso respeto a ambos espacios: de garantías –en el caso de los sospechosos– y de protección –en el caso de las víctimas– (por todas, STEDH de 5 de octubre de 2006, Marcello Viola c. Italia, y STJUE de 29 de julio de 2019, asunto C-38/18).
La perspectiva de género encuentra cabida en las diversas previsiones contenidas en la LEVD para la consecución del elenco de derechos que su art. 3 describe en los siguientes términos: toda víctima tiene derecho a la protección, la información, apoyo, asistencia, atención y reparación, así como a la participación activa en el proceso penal y a recibir un trato respetuoso, profesional, individualizado y no discriminatorio a lo largo de todo el proceso penal (De la Cuesta, 2020; Pérez, 2020).
El trato digno a las víctimas de violencia de género comienza con la construcción de un espacio de acogida que confiera sentido pleno al acceso a la tutela judicial efectiva y, de esta manera, incremente la confianza de estas en el sistema de justicia. No en vano, la calidad de trato es uno de los aspectos que los ciudadanos valoran más (Grijalva et al., 2023). Para ello es preciso, entre otras prestaciones, que las víctimas tengan una información completa y comprensible sobre su posición en el proceso penal. Esta exigencia obliga a implementar un proceso de comunicación que se adapte a las circunstancias y condiciones personales de la mujer víctima de violencia de género, así como a la naturaleza concreta del delito por ella sufrido (arts. 5.1 y 20 LEVD).
De forma complementaria, la conveniencia de contar con el apoyo necesario para que la afirmada víctima pueda prestar testimonio en el juicio sin riesgo de revictimización precisa adoptar medidas de tutela judicial intraprocesal tales como: evitar el contacto visual con el sospechoso, permitiendo, incluso, que la víctima no esté presente en la sala de vistas, acudiendo al uso de las tecnologías de la comunicación para audición y visualización, arts. 25.2, a y b, LEVD; que estén debidamente acompañadas por una persona de su confianza –art. 21.c LEVD–, y que se respete su dignidad evitando preguntas que invadan injustificadamente su privacidad –art. 25.2.c LEVD–, o que conduzcan a su culpabilización (Rueda, 2021; Srinivasan, 2022).
Finalmente, destaca la importancia de implementar la protección exigible para evitar la victimización secundaria o reiterada –art. 19 LEVD– mediante un estudio individualizado de sus necesidades de tutela –art. 24 LEVD– que tendrá especialmente en consideración si existe una relación de dependencia entre la víctima y el supuesto autor del delito –art. 23.2.a LEVD–, si se trata, entre otros, de un delito sobre el cónyuge o sobre persona que esté o haya estado ligada al autor por una análoga relación de afectividad, aun sin convivencia –art. 23.2.b.3.ª LEVD– y si estamos ante un delito violento –art. 23.2.c LEVD–; características, todas ellas, presentes en los delitos de género.
Ciñéndonos a la protección de las víctimas, es interesante analizar la evolución que se ha producido en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos a la hora de transitar de una concepción que imponía a los poderes públicos la obligación de evitar la creación de riesgos significativos para los intereses vitales de las potenciales víctimas –prestación de naturaleza negativa, por lo tanto– a un modelo que obliga a los poderes públicos a promover políticas de neutralización de riesgos relevantes para los intereses vitales de las potenciales víctimas –prestación de significación positiva, consecuentemente–. El TEDH disciplina que los arts. 2 y 3 del CEDH imponen a los Estados un deber de contemplar normativamente y de aplicar operativamente un cuadro jurídico eficaz para la protección de las víctimas, máxime si estas son o devienen especialmente vulnerables, como ocurre con las víctimas menores de edad, en el primer caso, o las víctimas de violencia machista, en el segundo. A estos efectos el art. 3.1 CEDH no puede verse satisfecho si los mecanismos de protección previstos en la legislación nacional no existen o son puramente teóricos, siendo preciso un funcionamiento efectivo de estos, máxime cuando se trata de proteger la vida (STEDH caso Tapis c. Italia, de 2 de marzo de 2017).
A la luz de esta concepción, la doctrina del TEDH sobre las obligaciones positivas del Estado para la adopción de las medidas razonablemente exigibles (según el estándar de la debida diligencia) para neutralizar un riesgo claro e inmediato de que una persona cometa (o siga cometiendo) un delito sobre los bienes fundamentales de una u otras personas debe ser tenida en cuenta en exégesis de, entre otros, los siguientes artículos de la LECrim: el 13 (que entiende como primeras diligencias para practicar en la instrucción la protección de las víctimas, pudiendo adoptar, a tal efecto, las medidas cautelares previstas en el art. 544 bis o la orden de protección regulada en el art. 544 ter) o el 282 (que encomienda a la Policía Judicial efectuar una valoración de las circunstancias particulares de las víctimas para determinar provisionalmente qué medidas de protección deben ser adoptadas para garantizarles una protección adecuada).
Una vez perfiladas las concretas necesidades de protección de una víctima de violencia de género, la delimitación del contenido concreto de la protección, cuando se trata de víctimas mayores de edad, puede abarcar, respecto a las declaraciones en el seno de la investigación, las características del lugar en las que se emiten (que se les reciba declaración en dependencias especialmente concebidas o adaptadas a tal fin, art. 25.1.a LEVD), o la capacitación de quien las toma (que se les reciba declaración por profesionales que hayan recibido una formación especial para reducir o limitar perjuicios a la víctima, o con su ayuda, art. 25.1.b LEVD), o la identidad de quien las recibe (que todas las declaraciones a una misma víctima sean realizadas por una misma persona, o, finalmente, si son víctimas de violencia sexual, se puede solicitar que sean efectuadas por una persona del mismo sexo, salvo que se trate de testimonios ante un juez o fiscal, art. 25.1, c y d, LEVD). Cuando son víctimas menores de edad o discapacitadas necesitadas de especial protección pueden o deben acordarse, según los tramos de edad, que sean grabadas por medios audiovisuales (art. 26.1.a LEVD) y puedan recibirse por medio de expertos (art. 26.1.b LEVD). Cuando se trate de testimonios para evacuar en el juicio oral, si provienen de víctimas mayores de edad, puede acordarse que se efectúen evitando el contacto visual con el sospechoso, incluso colocando a la víctima fuera de la sala de vistas mediante la utilización de tecnologías de la comunicación (art. 25.2.a LEVD), o expulsando del debate probatorio las preguntas relativas a la vida privada de la víctima que no tengan relevancia para el enjuiciamiento del hecho delictivo (art. 25.2.b LEVD), o que se efectúe la vista oral sin presencia del público (art. 25.2.c LEVD). Si se trata de víctimas menores de edad, pueden ser reproducidas en el juicio las grabaciones de las declaraciones emitidas en la investigación en los casos y condiciones determinadas por la LECrim (art. 26.1.a LEVD, y arts. 449 bis y ter, 703 bis y 730.2, todos ellos de la LECrim, introducidos por la LO 8/2021). Finalmente, cualquiera que sea la edad de las víctimas, pueden estar acompañadas de una persona de su confianza.
La implementación real de estas precisiones de acogida, apoyo y protección facilitará que la víctima recupere espacios de autonomía que, entre otros efectos, favorezcan su aporte informativo como fuente de prueba, debilitando, de esta manera, la expansión del derecho de dispensa regulado en el art. 416.1 LECrim (Larrauri, 2020).
2. LA VALORACIÓN DE LA PRUEBA POR EL JUEZ O TRIBUNAL
El carácter absoluto de la presunción de inocencia como regla de juicio conlleva que únicamente quepa declarar la culpabilidad del acusado cuando las pruebas practicadas en el juicio permiten obtener esta inferencia de una manera lógica y concluyente. En estos casos, el devenir fáctico probado se ajusta a la manera en que debió producirse el suceso enjuiciado, convirtiendo el resto de hipótesis factuales concurrentes en manifiestamente improbables (por todas, STS 221/2023, de 23 de marzo).
El respeto a la presunción de inocencia como regla de juicio impide que se utilice la perspectiva de género como un estándar de prueba específico en materia de violencia del hombre sobre la mujer que justifique que se estime acreditada la acusación a partir de un cuadro probatorio que, en otras infracciones penales, excluiría que se considere como probada la hipótesis acusatoria. Es decir, no cabe valorar de forma distinta la calidad convictiva de un testimonio, desde la perspectiva de su suficiencia para justificar una declaración de culpabilidad, por el hecho de que quien lo aporte sea una mujer y, además, tenga por objeto un delito de dominación del hombre sobre la mujer. En este sentido, no comparto la idea de calificar a la afirmada víctima como un testigo cualificado y convertirlo así en un criterio de ponderación de la calidad incriminatoria de su testimonio. Ello sería construir un estándar de prueba específico que hace depender la suficiencia de la prueba más de quien lo dice que de la calidad cognoscitiva de lo que se dice. La aproximación del juez o tribunal a la información trasladada por la afirmada víctima debe hacerse, como el resto de fuentes de prueba personales, desde el prisma del principio de neutralidad propio de la deliberada perplejidad en el punto de partida que la presunción de inocencia demanda del juez de enjuiciamiento (Andrés Ibáñez, 2015).
Por ello, tampoco cabe valorar el silencio narrativo como elemento de incriminación, aunque este pueda responder, en un número no despreciable de ocasiones, a un estatus de subordinación. Y es que una cosa es que la comunicación sea un proceso complejo en el que se integran elementos verbales y datos extraverbales de forma que, dando pleno sentido a la garantía de inmediación, todos ellos puedan ser ponderados de una forma razonable y razonada en la sentencia, y otra muy distinta es que, ausente la comunicación verbal, se pueda conferir al silencio un valor inculpatorio mediante la atribución a la afirmada víctima de aportes cognoscitivos que no hizo en el juicio, o, en su caso, a través de la sustitución de lo que no dijo por lo que otros testigos dicen que dijo. Y ello porque, de actuar así, se estaría infringiendo la disciplina de la prueba en el proceso penal (que parte de la premisa del carácter absoluto de la presunción de inocencia como regla de juicio, STS 263/2017, de 7 de abril), bien porque se confiere eficacia probatoria a lo que no se mentó en el juicio, bien porque se atribuye valor acreditativo a lo que, dado su carácter referencial, únicamente puede tener esta significación cuando no existen aportes de conocimiento propio por la falta de disponibilidad de la fuente de prueba directa. Ello no excluye que, en casos de silencio de la afirmada víctima, deba valorarse el resto del cuadro probatorio para discernir si aporta elementos informativos de conocimiento propio que justifique la condena en términos compatibles con el derecho a la presunción de inocencia del acusado. En este último extremo es vertebral el posicionamiento proactivo de los poderes públicos en la obtención de las fuentes de prueba de la comisión del ilícito penal (art. 2 LECrim) en búsqueda de elementos informativos de los hechos, como restos biológicos, exploraciones físicas, testimonios de corroboración y dictámenes periciales, preferentemente.
La perspectiva de género exige, sin embargo, que el aporte informativo del relato que ofrece la mujer que narra haber sido víctima de actos violentos protagonizados por el hombre se pondere eliminando estereotipos discriminatorios que tratan de elevar a la condición de criterios de racionalidad universal lo que son máximas de experiencia de naturaleza patriarcal. De esta manera, se produce un sesgo cognitivo (Muñoz, 2020). Entre los mentados estereotipos destacan los siguientes:
▪El empleo de criterios apriorísticos para definir cómo son las mujeres y los hombres conforme a un arquetipo: el sexo fuerte, el masculino, caracterizado por su vigor y fortaleza; el sexo débil, el femenino, estructurado en torno a lo escaso, deficiente y mínimamente resistente (STS 614/2015, de 21 de octubre).
▪La expresión como específico factor de valoración de su relato de indicaciones sobre el tipo de comportamiento que cabe predicar de una víctima cuando sufre una victimización violenta y/o sexual o qué tipo de socialización cabe esperar de esta después de esta traumática experiencia. Como si la víctima, para ser considerada como tal, no pueda desviarse de lo definido en un modelo cultural patriarcal como víctima ideal: de la que se predica la implantación de estrategias activas de resistencia frente a la agresión (como si no fuera suficiente la ausencia de un sí expreso o tácito), así como el desarrollo de niveles ínfimos de vida social tras esta (el aislamiento e introversión es la única vida posible para quien es víctima).
▪La plasmación como regla de conducta exigible de cuál y cómo debió ser la actuación de la víctima ante los poderes públicos tras sufrir una agresión, blandiendo, sin matices y de una forma descontextualizada, el argumento de “la tardanza” en presentar la denuncia como dato concluyente de lo inverosímil de lo denunciado (STS 727/2018, de 30 de enero de 2019). De esta manera: se obvia que la puesta en conocimiento de una noticia criminal por parte de quien afirma ser víctima es un derecho, no un deber (art. 5 LEVD); se ignora que el único plazo legal para denunciar es el derivado de los tiempos de prescripción (sin perjuicio de la debilitación probatoria que puede producir la desaparición de elementos informativos incriminatorios), y se omite que la decisión de denunciar precisa neutralizar o minimizar sentimientos tan poderosos, como reflejan las encuestas de victimización, como el temor a represalias, la vergüenza por lo sucedido, el riesgo de estigmatización familiar y social, la culpa por lo sufrido, el miedo a someterse a un escrutinio público o el temor a no ser creídas (así, STS 247/2018, de 24 de mayo).
▪La valoración de las retractaciones o conductas pretéritas de retirada de denuncias como manifestaciones inequívocas de la mendacidad de la fuente de prueba, desvinculándola de la ambivalencia emocional que, en muchas ocasiones, preside los comportamientos procesales de quien afirma sufrir un contexto de dominación violento.
▪Y, en el plano de los delitos sexuales, la consideración como un criterio de verosimilitud de lo narrado de la vida sexual precedente de la afirmada víctima[9], o la focalización del debate probatorio en el comportamiento de esta y no en la conducta del acusado (en tal sentido, STS 614/2019, de 11 de diciembre).
Es importante resaltar que los jueces y tribunales, en su tarea de valoración del cuadro probatorio, tienen la obligación de emplear una argumentación racional y tal exigencia resulta incumplida cuando se acude a estereotipos nocivos, y, como tales, discriminatorios, para ponderar la fiabilidad de lo narrado por la afirmada víctima.
A modo de conclusión, la protección de las víctimas de violencia sexual presenta en el campo factual dos manifestaciones específicas: una, en la construcción de la prueba sobre los hechos, la implantación en el escenario procesal de los mandatos de acogida, apoyo y protección contenidos en la LEVD; y otra, en la valoración de la prueba de los hechos, la eliminación de discursos asentados en estereotipos discriminatorios.
III. LA PERSPECTIVA DE GÉNERO EN LA FIJACIÓN DE LA SIGNIFICACIÓN TÍPICA
1. EN GENERAL
Si bien la conducta violenta contra la mujer es una estrategia de control y subyugación que tiene diversas manifestaciones delictivas, en esta aportación vamos a circunscribirnos, para evitar una extensión desmesurada, a efectuar una reflexión sobre la perspectiva de género en la delimitación del significado típico en determinados delitos contra la vida y la libertad sexual.
2. EN LOS DELITOS CONTRA LA VIDA
La manifestación más destructiva de la violencia de género es el asesinato-homicidio de la mujer o de las hijas y los hijos de la mujer o sujetos a la tutela de esta (arts. 35 CES y 50.3 DLCA 1/2023). Sin embargo, no existe en la descripción típica de estos injustos penales, contenida en los arts. 138 a 140 CP, una referencia específica al criterio de género (a diferencia, por ejemplo, de lo previsto para algunos injustos en el delito de lesiones). Por ello, la incardinación del desvalor adicional vinculado a las razones de género tiene que venir de la mano de la aplicación de la agravante prevista en el art. 22.4 CP, estimando que el desvalor propio del contexto de dominación del hombre sobre la mujer en el que se inserta la conducta violenta no está abarcado por el injusto contra la vida, ni siquiera desde la óptica de la punición concreta dentro del marco penal. Ello porque la gravedad del hecho al que se hace referencia en el art. 61.6.ª CP, como criterio de determinación jurisdiccional de la pena, no tiene en cuenta la desaprobación vinculada a la consolidación violenta del espacio de desigualdad estructural entre hombre y mujer (así, SSTS 420/2018, de 25 de septiembre, y 662/2021, de 8 de septiembre).
Se ha señalado que la perspectiva de género se encuentra latente en el concepto jurisprudencial de alevosía convivencial como elemento del delito de asesinato (art. 139.1.ª CP). Sin embargo, un análisis de los casos en los que el Tribunal Supremo ha utilizado el término de alevosía convivencial (así, SSTS 122/2015, de 2 de marzo, 616/2017, de 14 de septiembre, o 299/2018, de 19 de junio) denota que el Alto Tribunal utiliza este calificativo para calificar como alevosa la agresión mortífera entre convivientes en el domicilio familiar, con independencia de que la víctima sea un hombre o una mujer. Además, en tales casos, se estima como alevosa una agresión mortal sobre la víctima (que, como se ha dicho, puede ser un hombre o una mujer) que cumple los parámetros que integran alguna de las modalidades alevosas perfiladas para cualquier tipo de víctima (alevosía a traición, sorpresiva o sobre persona desvalida).
Por tanto, no existe una perspectiva de género en la aplicación de la alevosía, dado que, por las razones indicadas, su apreciación no es la expresión de una protección reforzada de la mujer frente al ataque homicida del hombre que la asesina (o asesina a sus hijos) por el hecho de ser mujer. Esta valoración es plausible aunque de forma enfática se mantenga que existe un enfoque de género en este punto en las SSTS 247/2018, de 24 de mayo, y 282/2018, de 13 de junio. Como puede colegirse de sus razonamientos, su fundamento no es la calificación como alevosa de la muerte intencionada de la mujer por razones de género propia del feminicidio, sino la consideración de que el ataque que acaece en el espacio de intimidad familiar es alevoso por sorpresivo, argumentación, esta última, que también es predicable cuando la víctima es un hombre. Por ello, en el homicidio-asesinato la perspectiva de género tiene que venir de la aplicación de la agravante descrita en el art. 22.4.ª CP: cometer el delito por razones de género[10]. En tales casos habrá que desbrozar su compatibilidad con la agravante de parentesco, agravante, esta última, que no tiene perspectiva de género, en la medida en que se aplica de forma indistinta a hombre y a mujer siempre que exista o haya existido vínculo matrimonial o relación efectiva estable análoga a la matrimonial.
Otro tema de significativo interés en los delitos de homicidio y asesinato, desde la perspectiva de género, es el referido al desistimiento voluntario. Al respecto, el art. 16.2 CP determina que quedará exento de responsabilidad penal por el delito intentado quien evite voluntariamente la consumación del delito, bien desistiendo de la ejecución ya iniciada, bien impidiendo la producción del resultado, sin perjuicio de la responsabilidad en que pudiera haber incurrido por los actos ejecutados, si estos fueren ya constitutivos de otro delito. La jurisprudencia del Tribunal Supremo de una forma pacífica estima que el desistimiento conlleva una exoneración de la responsabilidad penal por el delito de tentativa de asesinato-homicidio y su condena por el delito de lesiones siempre y cuando sea voluntario (comportamiento no determinado por una actuación inmediata) y eficaz (al evitar el resultado fatal). Y ello con independencia de que tal comportamiento sea activo u omisivo o provenga de la intervención provocada de un tercero (por todas, STS 671/2017, de 11 de octubre).
La protección reforzada de la mujer víctima de violencia de género precisa un mensaje nítido de que el hombre intentó matarla, incluso en los casos en los que desistió de culminar el letal propósito. Al respecto es difícilmente inteligible que al hombre que intentó matar intencionadamente a una mujer se le condene por lesionar. El objetivo político criminal que se persigue con el desistimiento –valorar positivamente el comportamiento de quien evita la materialización del riesgo para la vida que él mismo creó– puede hacerse, manteniendo la calidad del mensaje para la víctima y la comunidad, ponderando esta conducta en la degradación de la pena atendiendo al peligro inherente al intento y al grado de ejecución alcanzado, tal y como el art. 62 CP prevé. Al respecto, la modificación del art. 16, 2 y 3, CP parece necesaria.
Por último, también tiene interés en estos delitos, ciñéndonos a las circunstancias que concurren en la ejecución del hecho (dejando al margen, por lo tanto, circunstancias posteriores a la ejecución, como la confesión y la reparación, a las que hacen referencia, entre otras, las SSTS 616/2017, de 14 de septiembre, y 725/2917, de 8 de noviembre), el examen del tratamiento de la circunstancia atenuante de arrebato u obcecación.
En el arrebato u obcecación, definidos como estados pasionales que pueden afectar a la imputabilidad del sujeto y por ello tienen cabida en la atenuante prevista en el art. 21.3.º CP, la perspectiva de género impide reconocer su existencia cuando la reacción del hombre es una respuesta a lo que constituye el ejercicio de la libertad personal por parte de la mujer. Al respecto, las conductas coléricas de sentido posesivo y finalidad destructiva constituyen la expresión de una voluntad de dominación que, lejos de amparar una atenuante de arrebato u obcecación (por todas, SSTS 118/2017, de 23 de febrero, 229/2017, de 3 de abril, y 725/2017, de 8 de noviembre), justificarían, en su caso, la apreciación de la agravante de género prevista en el art. 22.4 CP.
3. EN LOS DELITOS CONTRA LA LIBERTAD SEXUAL
Desde el Código Penal de 1995 los delitos sexuales giran en torno al consentimiento, considerando delictiva la inserción de la víctima en un contexto sexual no voluntario. Lo determinante, por lo tanto, es que la víctima consienta de forma válida la realización de un acto sexual. Sin embargo, siendo ello cierto, no se trata del mismo tipo de consentimiento que el recogido en la Ley Orgánica 10/2022. Por lo tanto, la diferencia entre la regulación de los delitos sexuales en el Código Penal de 1995 y el diseño contenido en la LO 10/2022 (incluso tras la modificación introducida por la LO 4/2023) no radica en la construcción del injusto en torno al consentimiento victimal, dado que en ambos casos concurre esta exigencia para obtener la tutela penal, sino, más bien, en la clase de consentimiento que se precisa para estimar lícita la interacción sexual. Así, el consentimiento previsto en el régimen previo a la LO 10/2022 era estrictamente negativo, ceñido a la negativa de la víctima a mantener la interacción sexual. Por su parte, el consentimiento articulado en la LO 10/2022 es positivo, siendo preciso que la víctima, de forma concluyente, exponga su voluntad de interactuar sexualmente. Por ello, el art. 178.1 CP, tras las últimas reformas, define la agresión sexual (ha desaparecido, afortunadamente, la figura del abuso sexual) como la realización de un acto que atente contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento. Y, sin solución de continuidad, menta que se estimará que existe consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona. Se transita, consecuentemente, de una concepción de las relaciones heterosexuales desde un prisma vinculado a los roles que el sistema patriarcal ha diseñado para los hombres y las mujeres en el orden sexual (un papel de iniciativa y activo del hombre frente a un papel receptivo y pasivo de la mujer) a una definición de estas desde una óptica igualitaria en que la mujer y el hombre en el ejercicio de su libertad pueden ejercer de forma indistinta ambos roles. De ahí que se haya mantenido que el consentimiento afirmativo propugna un modelo de relaciones sexuales en las que el consentimiento se fragua con la comunicación en la que, superando los roles preestablecidos, se persigue una interacción con espacios para la expresión de las intenciones y los deseos de una manera más simétrica y menos estereotipada (Álvarez, 2022: 41); o se haya afirmado que con las reformas legales se transita hacia una perspectiva dinámica y positiva que haga efectivo el derecho a autogestionar la propia sexualidad sin interferencia de terceros (Laurenzo, 2023). Este cambio de concepción no permite admitir, sin embargo, que antes de las reformas introducidas por la LO 10/2022 y la LO 4/2023 fuera preciso acreditar la resistencia de la víctima para estimar delictiva la interacción sexual impuesta (hace tiempo que la jurisprudencia eliminó este innecesario requisito) ni tampoco posibilita asumir que ahora haya desaparecido toda necesidad de aporte probatorio de la afirmada víctima (sigue siendo necesario que la afirmada víctima sea fuente de prueba del ilícito penal). Simplemente, se confiere al consentimiento un significado más acorde con la igualdad de géneros y, de esta manera, se reformula el objeto de la prueba que transita de la negativa a mantener una interacción sexual a la afirmación de querer mantener esta (Lloria, 2023). En otras palabras: la introducción normativa del consentimiento afirmativo constituye una novación de las reglas que definen el sexo legalmente aceptable. Si antes los hombres debían detenerse o parar cuando las mujeres decían no, ahora deben interactuar sexualmente con ellas cuando las mujeres digan sí (Srinivasan, 2022: 67).
El tratamiento de la violencia sexual como una manifestación específica de la violencia de género es un lugar común en la normativa internacional y supranacional. Así, la Declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 20 de diciembre de 1993, sobre la eliminación de la violencia contra la mujer, define como violencia contra las mujeres todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado, entre otros, un daño sexual para estas. Por su parte, el CES delimita como violencia por razones de género los actos de violencia que implican para las mujeres, entre otros, daños o sufrimientos de naturaleza sexual, que se producen sobre ellas por el hecho de ser mujeres o que les afecten de manera desproporcionada. Finalmente, la Directiva 2012/29/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 25 de octubre de 2012, por la que se establecen normas mínimas sobre los derechos, el apoyo y la protección de las víctimas de delitos, y por la que se sustituye la Decisión marco 2001/220/JAI de Consejo, describe como violencia por motivos de género la violencia dirigida contra una persona a causa de su sexo, identidad o expresión de género, o que afecte a personas de un sexo en particular de un modo desproporcionado.
En la misma línea, en la legislación nacional, si bien circunscrita a las relaciones de pareja o de expareja, el art. 1.2 de la Ley Orgánica 1/2004 menta como una de las expresiones de la violencia de género las agresiones a la libertad sexual y el art. 54.3 DLCA 1/2023 califica como violencia machista la violencia sexual.
Sin embargo, en la violencia sexual, la regulación del Código Penal hasta la LO 10/2022 ofrecía un tratamiento normativo indiferenciado para la victimización de una mujer o de un hombre. Y ello a pesar de que, precisamente, la violencia sexual es una de las manifestaciones más diáfanas del ejercicio del poder de sojuzgamiento del hombre sobre la mujer (Marco, 2018; Carreras, 2018). De esta manera, se alentaba una infraprotección de la ley penal dado que en la descripción de la violencia sexual cuando la víctima es una mujer y el agresor un hombre no se contiene la desaprobación inherente a su específico carácter de expresión de una violencia de género. Esta ausencia de desvalor normativo no permite su compensación con la remisión a la determinación punitiva concreta dado que esta última es una opción jurisdiccional específica y no la plasmación de un modelo legal general (Acale, 2018). Por lo tanto, en la delimitación del desvalor del injusto no se contempla que la conducta del hombre que fuerza sexualmente a una mujer consolida un modelo social que cosifica a la mujer, colocándola al servicio del hombre (por todas, SSTS 32/2015, de 3 de febrero, y 418/2020, de 21 de julio). Esta situación ha resultado en parte paliada por la LO 10/2022, que introduce como injusto agravado de los delitos de agresión sexual que la víctima sea o haya sido esposa o mujer que esté o haya estado ligada por análoga relación de afectividad, aun sin convivencia (art. 180.1.4.ª del Código Penal) o sea o haya sido pareja del autor, aun sin convivencia (art. 181.5.d del Código Penal). Se reproduce, en todo caso, el esquema de la LO 1/2004 de circunscribir la violencia sexual de género a las relaciones de pareja o expareja. Por lo tanto, fuera de estos casos, en el resto de supuestos lo que procede es la aplicación de la agravante de género prevista en el art. 22.4.ª CP, dado que el delito se comete por ser la víctima mujer o niña, víctimas preferentes de esta clase de ilícito penal desde una cosmovisión instrumental de servicio y placer (no necesariamente sexual, puede ser de estricto dominio) al hombre. En este sentido, el género no forma parte de la estructura del tipo de los delitos sexuales, lo que hace que, desde la perspectiva de la descripción típica, no se trate de un delito de género, lo que, a la luz de los argumentos anteriormente referidos, resulta criticable. Dado que nos desenvolvemos en una estructura social en la que, conforme a los datos empíricos, las mujeres son las víctimas casi exclusivas de los delitos sexuales, es difícilmente rebatible que las interacciones sexuales impuestas por los hombres sobre ellas constituyen una reafirmación de un orden social en el que los hombres utilizaban a las mujeres como mero objeto de dominio (Jericó, 2019). Ello, insisto, dota su conducta de una lesividad adicional que, en su caso, justifica una punición más severa a partir de la aplicación de la agravante diseñada en el art. 22.4.ª CP (criterio objetivo-contextual). No se trata de una presunción normativa de lesividad, sino de la constatación razonable de tal lesividad a partir de las características de la conducta descrita y, entre ellas, de su significado objetivo como reproducción de un arraigado modelo agresivo de conducta contra la mujer por parte del hombre en la relación de pareja. Lo básico es el contexto sociológico de desequilibrio de las relaciones: eso es lo que el legislador quiere prevenir, y lo que sanciona más gravemente, aunque el autor tenga unas acreditadas convicciones sobre la esencial igualdad entre el hombre y la mujer (por todas, SSTS 856/2014, de 26 de diciembre, 614/2015, de 21 de octubre, y 677/2018, de 20 de diciembre).
El referido no es, sin embargo, el planteamiento jurisprudencial. Tras excluir que sea preciso un ánimo específico de dominación para apreciar la agravante de género en los delitos sexuales (por todas, STS 99/2019, de 26 de febrero) y sostener que el género no es una de las razones tenidas en cuenta por el legislador a la hora de tipificar los delitos sexuales (por todas, STS 444/2020, de 10 de septiembre), menta, no obstante ello, que no es suficiente con que la estructura social en la que se inserta el delito cosifique sexualmente a la mujer, colocándola al servicio del hombre, sino que es preciso, también, que en el caso enjuiciado se constate un contexto de dominación (criterio objetivo-funcional; así, SSTS 344/2919, de 4 de julio, 444/2020, de 14 de septiembre, y 650/2021, de 20 de julio). Procede reflexionar, sin embargo, si el dato de que las mujeres sean las víctimas preferentes de este tipo de delitos no es indicativo de que, en casos como el presente, se victimiza a la mujer por ser mujer y, de esta manera, se consolida una cosmovisión social que en el plano sexual concibe a la mujer como un medio de satisfacción de los deseos del hombre.
La violencia sexual surge cuando se impone a la mujer una relación sexual no consentida por ella. Por lo tanto, lo determinante para la licitud de la conducta sexual es, tal y como se especifica en el art. 36.2 del CES, que exista un consentimiento que debe prestarse voluntariamente como manifestación del libre arbitrio de la persona considerado en el contexto de las circunstancias circundantes. Consecuentemente, lo ajustado es calificar como agresión sexual toda interacción sexual impuesta (Ribas, 2018), definiendo como tal aquella en la que no existe un consentimiento válido de la mujer (De Vicente, 2018). Tal consentimiento existirá cuando concurra una declaración de voluntad inequívoca de la mujer, derivada de actos expresos o concluyentes, expresiva de la decisión de mantener una interacción sexual cómo, cuándo y con quien quiera (Peramato, 2020). En todo caso, integrarán una agresión sexual los actos de contenido sexual que se realicen empleando violencia, intimidación o abuso de una situación de superioridad o de vulnerabilidad de la víctima, así como los que se ejecuten sobre personas que se hallen privadas de sentido o de cuya situación mental se abusare, los que se realicen cuando la víctima tenga anulada por cualquier causa su voluntad (art. 178.2 CP) y, finalmente, los que se realicen con un menor de 16 años (art. 181.1 CP). En los casos referidos, o no existe consentimiento (violencia, intimidación, personas privadas de sentido o con la voluntad anulada), o el emitido no es válido (abuso de una situación de superioridad o de vulnerabilidad de la víctima o de una situación mental de esta), o proviene de una persona que no tiene capacidad legal para consentir (menor de 16 años). En todo caso, tras la reforma introducida por la LO 4/2023, si la agresión se hubiera cometido empleando violencia o intimidación o sobre una víctima que tenga anulada por cualquier causa su voluntad, la conducta tendrá una punición superior. A partir de este diseño común, los injustos agravados pueden aportar, entre otros, elementos de desvalor que incrementan la gravedad del injusto atendiendo a la intensidad de la injerencia corporal (acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal, o introducción de miembros corporales u objetos por alguna de las dos primeras vías), o la especial gravedad del modo de ejecución (actuación conjunta de dos o más personas, violencia de extrema gravedad, actos que revisten un carácter particularmente degradante o vejatorio, prevalimiento de una situación o relación de convivencia o de parentesco o de una relación de superioridad con respecto a la víctima, uso de armas u otros medios igualmente peligrosos o suministro de fármacos, drogas u sustancia natural o química que anule la voluntad de la víctima), o la afectación de personas especialmente vulnerables (edad, enfermedad, discapacidad, género en la relación de pareja o expareja).
En todo caso, el enfoque de género exige la eliminación de sesgos interpretativos de los injustos penales que protegen la libertad sexual que construyen condiciones de tipicidad inexistentes en el plano normativo. Por lo tanto, se propugna una exégesis que, respetando el tenor literal posible de las palabras empleadas por la ley penal para describir la conducta prohibida (interpretación gramatical que delimita el marco de la garantía jurídica ofrecida por la ley penal), permita, a su vez, la máxima protección de la libertad sexual (interpretación teleológica que configura el marco de la tutela jurídica permitida por la ley penal). En concreto, la perspectiva de género avala que el entendimiento del término violencia se centre en la fuerza empleada por el hombre para imponer una relación sexual no querida a la mujer cualquiera que sea la reacción de esta (oposición activa, sometimiento pasivo, bloqueo). Basta, por lo tanto, con que sea eficaz en la ocasión concreta para alcanzar el fin sexual propuesto, paralizando o inhibiendo la voluntad de la mujer, pues lo que determina el delito es la actividad del hombre, no la actitud de la mujer (así, SSTS 573/2017, de 18 de julio, 291/2018, de 18 de junio, y 677/2021, de 9 de mayo). Por lo tanto, lo determinante es si el hombre actuó contra la voluntad de la mujer acudiendo a la fuerza para introducirla en un contexto sexual no querido, no el modo y manera con que la mujer respondió a esa injerencia forzosa. Asimismo, la perspectiva de género legitima que la interpretación del término intimidación abarque la intimidación ambiental o contextual derivada de la situación creada para someter a la mujer a la voluntad sexual del hombre, sin precisar la expresión verbal explícita del propósito de causar un severo daño personal si la mujer no se aquieta al propósito sexual perseguido. En estos casos, el hombre anula la libre decisión de una mujer en el ejercicio de la sexualidad (por todas, SSTS 769/2015, de 15 de diciembre, 953/2016, de 15 de diciembre, y 344/2019, de 4 de julio).
De la misma forma, en la delimitación del contenido de la parte subjetiva de los delitos sexuales, la perspectiva de género no admite que su integración –y consiguiente calificación como infracción sexual– dependa del especial ánimo que el sujeto activo confiera a su acción (se habla de ánimo libidinoso o lascivo), pues lo determinante es que, cualquiera que sea la intención del hombre, se imponga a la víctima una relación sexual no querida (así, SSTS 432/2020, de 9 de septiembre, y 444/2020, de 14 de septiembre).
IV. LA PERSPECTIVA DE GÉNERO EN LA DETERMINACIÓN DE LAS CONSECUENCIAS JURÍDICAS
Las sanciones penales, entre otras finalidades, deben cumplir, respecto a las víctimas, una función preservadora y otra restauradora.
La función preservadora exige que los criterios de selección y aplicación de las sanciones penales estén presididos por la necesidad de neutralizar riesgos de revictimización, actuando a modo de barrera de contención respecto de futuras conductas delictivas del victimario. Las resoluciones jurisdiccionales tejen, de esta manera, un espacio de seguridad vital para las víctimas. La función restauradora persigue la reconstrucción del orden quebrado por el delito buscando un estatus nuevo en el que encuentra especial cabida la comprensión por el victimario de la significación que el delito tuvo en el proyecto vital de las víctimas. Su finalidad no es la venganza, sino la resocialización.
La perspectiva de género justifica, como un trato punitivo diferente de lo que es una violencia más grave, la implantación de un régimen punitivo más severo, así como la articulación de un modelo de ejecución más aflictivo.
En el plano punitivo, los injustos descritos en los arts. 153.1, 148.4.º, 171.4, 172.2 y 181.1.4.º CP, conforme al principio de protección reforzada de las víctimas de la violencia machista en que se traduce la perspectiva de género, permiten sancionar más gravemente la violencia del hombre sobre la mujer cuando se trata de imponer la pena de prisión o la pena de inhabilitación para el ejercicio del derecho de la patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento. La sanción, sin embargo, y de una forma incomprensible desde la perspectiva de género atendiendo a la mayor gravedad de la violencia del hombre sobre la mujer, no es legalmente más grave cuando se trata de la pena de trabajos en beneficio de la comunidad o la pena de privación del derecho a la tenencia y porte de armas. En estos casos, corresponde a los jueces o tribunales tener en cuenta la perspectiva de género a la hora de fijar la pena en concreto, dado que el hecho violento de un hombre sobre la mujer es de mayor gravedad (art. 66.1.6.ª CP).
La perspectiva de género explica, también, el carácter imperativo de la pena de prohibición de aproximación a la víctima, en cualquier lugar en que se encuentre, así como a su domicilio, lugar de trabajo o lugares frecuentados por ella (arts. 48.2 y 57.2 CP). El fundamento es proteger más intensamente a las víctimas de violencia de género mediante la reducción de las oportunidades de volver a delinquir del agresor. Para ello se teje un espacio de seguridad en torno a la víctima que puede consistir tanto en un aseguramiento locativo –prohibición de acudir a su domicilio, lugar de trabajo o cualquier otro frecuentado por ella– como en un aseguramiento personal –prohibición de acercarse a ella–. Indirectamente permite, además, posibilitar una separación que facilite a la víctima un ámbito propio en el que recuperar la autonomía perdida para decidir, tras recibir, en su caso, la asistencia y atención que precise. En definitiva, las penas de prohibición de aproximación y de comunicación tratan de proteger a las víctimas mediante la evitación de males futuros que pudieran derivarse de la interacción física o la relación comunicativa con los victimarios (por todas, SSTS 803/2011, de 15 de julio, y 695/2016, de 28 de julio).
En el modelo de ejecución, la suspensión de la ejecución de la pena de prisión –en cualquiera de sus modalidades– cuando la condena es por violencia de género (incluidos los delitos contra la libertad sexual, matrimonio forzado, mutilación genital femenina y trata de seres humanos tras la entrada en vigor de la LO 10/2022) obliga al juez o tribunal a imponer un programa conductual que contenga la prohibición de aproximación y comunicación con la víctima y la obligación de seguir un programa formativo en materia de igualdad de trato y no discriminación en materia de género, resolución de conflictos y parentalidad positiva (art. 83.2 en relación con el 83.1, 1.ª, 4.ª y 6.ª, todos ellos del CP). Y el motivo de este régimen imperativo –no presente en otros delitos– es precisamente estimar que, en atención a las características específicas de la violencia de género, está presente un riesgo criminógeno que únicamente es posible neutralizar, en un modelo de libertad como el de la suspensión ejecutiva, cuando, de una forma coetánea, se impide un espacio dúctil a la interacción entre el hombre agresor y la mujer víctima y, además, se articula un programa de actuación específico que permita un trabajo personal del agresor en materia de igualdad de género. Ello conlleva que su incumplimiento, si es grave o reiterado, pueda provocar que el juez o tribunal revoque la suspensión de la ejecución de la pena de prisión (art. 86.1.b CP), y, si no es grave o reiterado, pueda justificar que el juez o tribunal imponga nuevas prohibiciones, deberes o condiciones, o modificar los ya impuestos (art. 86.2.a CP) o prorrogar el plazo de suspensión (art. 86.2.b CP).
V. A MODO DE CONCLUSIÓN
La perspectiva de género en la interpretación y aplicación de las leyes también tiene cabida en el orden penal al no resultar excluida por los arts. 4 de la Ley 3/2007 y 4.3 de la Ley 15/2022. Para ello debe acudirse a la técnica de la protección reforzada, dado que la violencia del hombre sobre la mujer es especialmente lesiva en la medida en que, además de afectar a los bienes personales de la mujer víctima, consolida un modelo social discriminatorio para la mujer (art. 1.1 LO 1/2004). Esta protección reforzada tiene manifestaciones:
i.en la formación de la prueba sobre los hechos –mediante la implantación de los específicos mandatos de acogida, apoyo y protección contenidos en la LEVD–;
ii.ben la disciplina de la prueba de los hechos –a través de la eliminación de discursos patriarcales en la valoración de la prueba–;
iii.en la significación jurídica atribuida a los hechos a través de la valoración agravada de las conductas violentas, bien mediante la aplicación de injustos penales específicos, bien a través de injustos agravados, o bien, finalmente, mediante la aplicación de la agravante de género, y
iv.en la determinación de las consecuencias jurídicas del delito mediante la previsión legal de penas más graves (prisión e inhabilitación para el ejercicio de la patria potestad, la tutela, la curatela y la guarda de hecho), la imposición imperativa de determinadas penas que, en otros delitos, son facultativas (la prohibición de aproximación personal y situacional) y la fijación obligada de programas conductuales en el seno de la suspensión ejecutiva de la pena de prisión.
ABREVIATURAS MÁS UTILIZADAS
CE: Constitución Española.
CES: Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia doméstica de 11 de mayo de 2011.
CP: Código Penal.
DLCA 1/2023: Decreto Legislativo de la Comunidad Autónoma del País Vasco por el que se aprueba el texto refundido de la Ley para la Igualdad de Mujeres y Hombres y Vidas Libres de Violencia Machista contra las Mujeres.
LECrim: Ley de Enjuiciamiento Criminal.
LEVD: Ley 4/2015, del Estatuto de la Víctima del Delito.
Ley 3/2007: Ley para la igualdad efectiva de mujeres y hombres.
Ley 15/2022: Ley integral para la igualdad de trato y la no discriminación.
LO 1/2004: Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género.
LO 10/2022: Ley Orgánica de garantía integral de la libertad sexual.
LO 4/2023: Ley Orgánica para la modificación de la Ley Orgánica 10/1995 en los delitos contra la libertad sexual.
STC: Sentencia del Tribunal Constitucional.
STEDH: Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
STJUE: Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.
STS: Sentencia del Tribunal Supremo.
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[1] El art. 3.c CES dispone que por “género” se entenderán los papeles, comportamientos, actividades y atribuciones socialmente construidos que una sociedad concreta considera propios de mujeres o de hombres.
[2] “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas, retirar los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.
[3] “La igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres es un principio informador del ordenamiento jurídico y, como tal, se integrará y observará en la interpretación y aplicación de las normas jurídicas”.
[4] “El derecho a la igualdad de trato y la no discriminación es un principio informador del ordenamiento jurídico y, como tal, se integrará y observará con carácter transversal en la interpretación y aplicación de las normas jurídicas”.
[5] “Las Administraciones públicas incluirán un enfoque de género fundamentado en la comprensión de los estereotipos y las relaciones de género, sus raíces y sus consecuencias en la aplicación y la evaluación del impacto de las disposiciones de la ley orgánica, y promoverán y aplicarán de manera efectiva políticas de igualdad entre mujeres y hombres y para el empoderamiento de las mujeres y las niñas”.
[6] “Los poderes públicos vascos han de incorporar la perspectiva de género en todas sus políticas y acciones, de modo que establezcan en todas ellas el objetivo general de eliminar las desigualdades y promover la igualdad de mujeres y hombres. A efectos de esta ley, se entiende por integración de la perspectiva de género la consideración sistemática de las diferentes situaciones, condiciones, aspiraciones y necesidades de mujeres y hombres, incorporando objetivos y actuaciones específicos dirigidos a eliminar las desigualdades y promover la igualdad en todas las políticas y acciones, a todos los niveles y en todas sus fases de planificación, ejecución y evaluación”.
[7] En el CES se define, en su art. 3, la violencia contra las mujeres como una violación de los derechos humanos y una forma de discriminación contra las mujeres, y, asimismo, establece en el 3.d que se entenderá por violencia contra la mujer por razones de género la violencia contra una mujer porque es mujer o que afecte a las mujeres de manera desproporcionada.
[8] El Convenio de Estambul considera violencia de género conductas como la violencia sexual (art. 36), los matrimonios forzosos (art. 37), las mutilaciones genitales femeninas (art. 38), el aborto y la esterilización forzosos (art. 39) y el acoso sexual (art. 40), con independencia de la relación que pudiera existir entre la víctima y el victimario, tal y como se indica en el art. 43 del Convenio. De hecho, una de las medidas previstas en el reciente Pacto de Estado en materia de violencia de género suscrito el 27 de diciembre de 2017 es la ampliación del concepto de violencia de género a todos los tipos de violencia contra las mujeres contenidos en el Convenio de Estambul.
[9] Al respecto, el art. 54 del Convenio de Estambul insta a la adopción de medidas legislativas o de otro tipo para que en cualquier procedimiento, civil o penal, las pruebas relativas a los antecedentes sexuales y al comportamiento de la víctima no sean admitidas, si bien, admite, como excepción, que forma parte del cuadro probatorio esta información, cuando, además de pertinente, sea necesaria.
[10] La LO 8/2021 ha modificado la agravante contemplando la posibilidad de que se aprecie la actuación por razones de género con independencia de que tales condiciones o circunstancias concurran efectivamente en la persona sobre la que recaiga la conducta, lo que supone la expansión de la agravante a los fenómenos de violencia vicaria e instrumental.