LIGHTS AND SHADOWS OF THE EXPANSION OF THE PRINCIPLE OF CONTINUITY IN OUR GENERAL COURTS (SPANISH PARLIAMENT)
Ignacio Astarloa Huarte-Mendicoa
Cortes Generales
Cómo citar / Nola aipatu: Astarloa Huarte-Mendicoa, I. (2023). Luces y sombras de la expansión del principio de continuidad en nuestras Cortes Generales. Legebiltzarreko Aldizkaria - LEGAL - Revista del Parlamento Vasco, 4: 76-113
https://doi.org/10.47984/legal.2023.011
RESUMEN
El principio de continuidad es hoy, afortunadamente, uno de los principios que caracterizan un parlamento moderno. Entre nosotros, la Constitución y sus normas de desarrollo han cambiado la tradición histórica de suspensiones y cierres por voluntad de sujetos ajenos a las Cámaras. Se han previsto normativamente unas diputaciones permanentes con capacidad de reacción en períodos de disolución. Se ha garantizado la sucesión automática de legislaturas. Hay amplios períodos anuales ordinarios de trabajo y existe la posibilidad de que las Cámaras celebren sesiones extraordinarias. Y, en desarrollo de las normas, las Cámaras, con numerosos acuerdos, precedentes y usos, algunos poco conocidos, han contribuido decisivamente a ampliar el modelo de continuidad. Las especiales circunstancias que se acaban de vivir en la Legislatura XIV han servido, además, para certificar que hoy se demanda la continuidad parlamentaria incluso en las circunstancias más extraordinarias.
PALABRAS CLAVE
Continuidad parlamentaria, autonomía del parlamento, disolución, Diputaciones Permanentes, períodos de sesiones, Mesa de la Diputación Permanente, prórroga de mandatos, estatuto de parlamentarios y grupos.
LABURPENA
Gaur egun, zorionez, jarraitutasun-printzipioa da legebiltzar moderno baten ezaugarrietako bat. Gure artean, Konstituzioak eta bere garapen-arauek aldatu egin dute ganberetatik kanpoko subjektuen borondateak eragindako eteteen eta itxieren tradizio historikoa. Arau bidez, diputazio iraunkorrak xedatu dira, erreakzionatzeko gaitasuna dutenak ganberak desegiten direnean. Legegintzaldien segida automatikoa bermatu da. Badira urteko ohiko lanaldi luzeak, eta ganberek ezohiko bilkurak egin ditzakete. Eta arauak garatuz, jarraitutasun-eredua zabaltzen lagundu dute ganberek, modu erabakigarrian lagundu ere, akordio, aurrekari eta erabilera ugariren bidez, haietako batzuk ez oso ezagunak. XIV. legegintzaldian bizi izan berri ditugun inguruabar bereziek, gainera, balio izan dute ziurtatzeko erabat ezohiko diren egoeretan ere eskatzen dela jarraitutasun parlamentarioa gaur egun.
GAKO-HITZAK
Jarraitutasun parlamentarioa, legebiltzarraren autonomia, desegitea, Diputazio Iraunkorrak, bilkuraldiak, Diputazio Iraunkorraren Mahaia, agintaldien luzapena, legebiltzarkideen eta taldeen estatutua.
ABSTRACT
The principle of continuity is today, fortunately, one of the principles that characterize a modern parliament. In our case, the Constitution and its implementing regulations have changed the historical tradition of suspensions and closures at the will of subjects outside the Chambers. Standing Committees with the capacity to react in periods of dissolution have been normatively provided for. The automatic succession of legislatures has been guaranteed. There are extensive regular annual work periods and there is the possibility of the Chambers holding extraordinary sessions. And in developing the rules, the Chambers, with numerous agreements, precedents and customs, some of them little known, have contributed decisively to expanding the continuity model. The special circumstances that have just been experienced in the 14th Legislature have also served to certify that today parliamentary continuity is demanded even in the most extraordinary circumstances.
KEYWORDS
Parliamentary continuity, autonomy of the parliament, dissolution, Standing Committees, periods of sessions, Standing Committee Board, extension of mandates, statute of parliamentarians and groups.
SUMARIO
I.INTRODUCCIÓN.
II.LA FALTA DE CONTINUIDAD DEL PARLAMENTO EN NUESTRO DERECHO HISTÓRICO.
III.EL MODELO DE CONTINUIDAD VIGENTE: MARCO GENERAL.
IV.LA CONTINUIDAD EN LA CONSTITUCIÓN Y EN LAS NORMAS DE DESARROLLO. 1. La Constitución como punto de partida del principio de continuidad. 2. El desarrollo legal y reglamentario.
V.LA ACUMULACIÓN DE MEDIDAS DE CONTINUIDAD TRAS CUATRO DÉCADAS DE ACUERDOS Y USOS PARLAMENTARIOS. 1. La copiosa programación de los períodos ordinarios de sesiones. 2. La frecuencia de las sesiones extraordinarias. 3. La extensión de la composición y funciones de las diputaciones permanentes. 4. El papel absolutamente protagonista de las mesas de las diputaciones, clave para el principio de continuidad. 5. Los acuerdos de las mesas de las diputaciones permanentes sobre el régimen del período de disolución. 5.1. Continuidad y estatus de los grupos parlamentarios. 5.2. Elementos de continuidad en el estatuto de los parlamentarios. 5.3. Continuidad de las delegaciones internacionales. 5.4. Personal.
VI.BALANCE DE LUCES Y SOMBRAS Y PERSPECTIVAS DE FUTURO.
BIBLIOGRAFÍA.
I. INTRODUCCIÓN
Son numerosas las razones por las que reitero cada vez que tengo ocasión que, frente al tópico, para los parlamentos cualquier tiempo pasado no fue mejor, a pesar de ser muy consciente de los gravísimos problemas que la institución tiene en el tiempo presente[1]. Una de esas razones, a mi juicio de las más importantes, es lo que he descrito en otro lugar como “la continuidad del parlamento como principio constitucional fundamental, consolidado y expansivo”[2].
Una continuidad especialmente novedosa frente a la discontinuidad de los parlamentos en el pasado, que no se limita al hecho, ya de por sí importante, de que, en los momentos de disolución, al disponerse de unas diputaciones permanentes, exista capacidad de reacción incluso estando las Cortes en período electoral de renovación de su composición[3]. Hay, además, continuidad porque se garantiza la sucesión automática de legislaturas, con un desarrollo ex lege de la secuencia fin de mandato-convocatoria de elecciones-elecciones-sesión constitutiva de la nueva legislatura, trazada mediante plazos tasados y sin depender de la voluntad de un rey o de un gobierno. También porque cada legislatura se desenvuelve con amplios períodos anuales de reunión que se ordenan con calendarios de reuniones llenos de contenido, igualmente previstos ex lege, sin que nadie tenga facultad para acortar, suspender o clausurar esos períodos ordinarios de sesiones. Igualmente, en fin, porque se añade la posibilidad de que fuera de esos períodos ordinarios también puedan celebrarse reuniones extraordinarias.
Este modelo lo ha impulsado la Constitución de 1978, lo han desarrollado los Reglamentos parlamentarios y la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, y lo han concretado acuerdos, usos y prácticas de las propias Cámaras, que se han esforzado en acumular otros elementos de continuidad que no han dejado de crecer durante las catorce legislaturas posconstitucionales previas a la actual. También en la Legislatura XIV, que se acaba de cerrar, en la que, como veremos, por las circunstancias tan especiales que han vivido las instituciones, particularmente por la incidencia de la pandemia, a todo lo conocido se han sumado sombras, pero también luces, para la continuidad parlamentaria y se ha agregado, además, el valor añadido del recurso a las tecnologías como alternativa para poder desarrollar la actividad parlamentaria, comprometida por las medidas extremas que la crisis sanitaria ha forzado.
Como luego diré, este modelo de continuidad se ha valorado muy favorablemente de forma general, junto con otros cambios de los parlamentos modernos que suman en la dirección de la continuidad y a los que también me referiré, y sin perjuicio de las sombras que unos y otros han podido detectar en aspectos concretos del modelo. No es extraña semejante valoración si se tienen en cuenta, además, los cambios de nuestras sociedades contemporáneas y el peso de las opiniones públicas actuales.
En efecto, la necesidad de una presencia estable de los Parlamentos viene impulsada claramente por la exigencia de un escrutinio permanente ante el incremento asombroso de funciones de los Ejecutivos, y por la abundancia, complejidad y perentoriedad de las cuestiones de gobierno modernas. También por la necesidad de comunicación y rendición de cuentas constantes de las instituciones con la sociedad, o, en fin, por las mismas facilidades que el transporte actual y las tecnologías ofrecen para que los parlamentarios puedan compatibilizar la actividad en el escaño con la actividad en la circunscripción.
Por otra parte, para las opiniones públicas actuales sería impensable, por ejemplo, la suspensión de las Cortes con el motivo, históricamente tan frecuente, de no agobiar a un gobierno en problemas, manteniéndolas cerradas hasta que la crisis se serene. Bien al contrario, los ciudadanos reclaman hoy que la continuidad sea mayor, valorando peor que mal que el trabajo parlamentario pueda interrumpirse durante tres meses al año y no percibiendo en esos recesos otra cosa que prolongadas vacaciones, uno más de los supuestos privilegios de la clase política.
Para ilustrar el cambio profundo que se ha producido a partir de 1978 en nuestro Derecho parlamentario, comenzaré por recordar lo que ha sido durante muchos decenios la práctica de discontinuidad de nuestras Cortes. Reflejaré a continuación el modelo expansivo de continuidad que se ha desarrollado desde la aprobación de la vigente Constitución hasta la reciente disolución de la Legislatura XIV, en lo que se refiere tanto a las normas que lo han propiciado como a cada una de las medidas que se han ido acumulando para extender la continuidad institucional. Para terminar con unas breves reflexiones finales sobre las perspectivas de futuro, teniendo en cuenta los últimos acontecimientos vividos por los parlamentos como consecuencia de la pandemia por covid-19. Lo haré fundamentalmente de la mano de lo ocurrido en el Congreso, en muchas cosas similar a lo ocurrido en el Senado y, también, en no pocos aspectos, en los Parlamentos autonómicos.
II. LA FALTA DE CONTINUIDAD DEL PARLAMENTO EN NUESTRO DERECHO HISTÓRICO
Fernández Martín no pudo encontrar, en su exhaustivo examen del pasado de nuestro parlamento, ni una sola ley que estableciese la periodicidad de las convocatorias de las Cortes medievales, más allá de algunas referencias a que en las de Cortes de Valladolid de 1313 se acordó celebrarlas cada dos años (se aventura que fue por la minoría de edad de Alfonso XI) o a algunas Cortes trienales de Carlos V (Fernández Martín, 1885). Viardot afirmó solemnemente que jamás hubo tal periodicidad. A lo sumo, tal como concluyó Nicolás Pérez Serrano, se establecieron casos graves en que la convocatoria se consideraba necesaria (v. gr., las leyes 1.ª y 2.ª del título 7, libro 6, de la Nueva Recopilación), o se consignó el principio de que solo celebrando Cortes cabía derogar lo que se había aprobado con su acuerdo, “y aún no siempre se respetaron esas prescripciones”. Por todo lo cual, el propio Pérez Serrano concluyó que aquellas Cortes tradicionales fueron un “organismo que el Monarca convocaba en casos señalados y de relieve y cuya misión terminaba al votarse el subsidio, realizar la jura, etc., para que se hizo la convocatoria […] una institución no permanente” (Pérez Serrano, 1976).
Cádiz cambió por primera vez parte de esa dinámica, coherentemente con el nuevo papel asignado a los parlamentos en la división de poderes[4]. Primero, de manera radical, porque en el primer Reglamento de las Cortes, aprobado para empezar a funcionar en 1810, en la Isla de León, se estableció nada menos que la ultrapermanencia de las sesiones, con dos períodos de trabajo sucesivos de octubre a abril y de mayo a septiembre (art. 1.1). En claro contraste, por cierto, con lo aprobado en Bayona, cuya Constitución (art. 76) decía, al modo medieval, que “las Cortes se juntarán en virtud de convocatoria hecha por el Rey. No podrán ser diferidas, prorrogadas o disueltas sino de su orden. Se juntarán a lo menos una vez cada tres años”.
Luego, la Constitución de 1812 estableció en el art. 104 que “se juntarán las Cortes todos los años en la capital del reino, en edificio destinado a este solo objeto”, y fijó que la primera reunión de las nuevas Cortes (“primera Junta Preparatoria”) debía celebrarse el 15 de febrero cada dos años (art. 112), sin que el Rey pudiese “impedir bajo ningún pretexto la celebración de las Cortes en las épocas y casos señalados por la Constitución, ni suspenderlas ni disolverlas, ni en manera alguna embarazar sus sesiones y deliberaciones. Los que le aconsejasen o auxiliasen en cualquiera tentativa para estos actos, son declarados traidores, y serán perseguidos como tales”. La Pepa rebajó, no obstante, el período de reunión a tres meses al año, a partir de marzo, que las Cortes podían prorrogar otro mes más, a petición del Rey o por acuerdo de dos tercios (arts. 106 y 107 de la Constitución de 1812).
Desde entonces, las Cortes han sido una institución permanente, “disoluciones militares” aparte[5]. Pero ello no ha significado que a lo largo de dos centurias hayan tenido un funcionamiento ininterrumpido y que sus reuniones se hayan desarrollado desde la seguridad de estar garantizadas en las constituciones o en los reglamentos. De modo muy llamativo porque en no pocos momentos de nuestra historia parlamentaria se ha admitido que el poder ejecutivo o incluso el propio parlamento pudiesen decidir el cierre de sus sesiones, entrando en períodos recurrentes de suspensión de actividad. Hasta el punto de que llegó a distinguirse entre clausura, disolución, suspensión y una cuarta figura, más informal, de “se avisará a domicilio”, muy usada en la Restauración. La siguiente cita del conde de Romanones, siendo presidente del Consejo de Ministros, refleja con toda crudeza estas prácticas: “[…] yo estoy dispuesto a tener abierto el Parlamento todo el tiempo que sea necesario, hasta que realice una labor útil; pero tenerlo funcionando para perder el tiempo en vanas discusiones y con un resultado negativo, eso no” (ABC de 5 de julio de 1916).
Desde el Estatuto Real de 1834, se fueron repitiendo en las constituciones del xix unos preceptos[6] que, obligando a reunir Cortes todos los años[7], dejaban plena libertad al Rey para “convocarlas, suspender y cerrar sus sesiones y disolver el Congreso”. Con la obligación, en caso de disolución, de convocar Cortes y “reunirlas dentro de tres meses”[8].
El parlamento tenía existencia permanente (especialmente el Senado, que no se disolvía o que se renovaba por partes), pero su reunión quedaba en la práctica en las manos reales. Y el debate del siglo entre moderados y progresistas no generó en este extremo grandes cambios, aunque, como excepción, la Constitución de 1869 introdujo dos limitaciones a la potestad real[9]:
a)Por una parte, frente a la indeterminación de las constituciones anteriores (y luego de la de 1876), que no establecieron un período mínimo de sesiones y se limitaron a prever la convocatoria obligada de sesiones en casos como la muerte o la inhabilitación del Rey, el art. 43 de la Constitución de 1869 ordenó que las Cortes estuviesen reunidas cuatro meses al año (“sin incluir en ese tiempo el que se invirtiera en su constitución”), debiendo el Rey convocarlas “a más tardar para el día 1 de febrero”.
b)Además, el art. 71 estableció que el Rey solo pudiese suspender una vez por período (podía hacerlo más con el consentimiento de las Cortes), siendo así que tenían que completarse, no obstante, anualmente los citados cuatro meses.
Como balance del siglo xix y del primer tercio del xx queda que la continuidad del trabajo parlamentario dependió de una voluntad ajena a este, que, como consecuencia, fueron extremadamente frecuentes en la práctica las interrupciones de la actividad y que, para completar el cuadro, los escasos límites a la voluntad regia –cuando los hubo– no siempre se respetaron[10]. Si se examina la duración de las legislaturas y de los períodos de sesiones, se comprueba que nuestras Cortes tuvieron muy largos períodos de inactividad, dando lugar a la conocida imagen de Olózaga (“en un abrir y cerrar de Cortes”) o a la recurrente broma periodística del “cerrado por vacaciones”. De hecho, como luego concretaré, en los momentos de inestabilidad política lo que se hacía era cerrar el parlamento hasta resolver la crisis.
Normalmente, tanto el cierre como la suspensión –ambos sin límites– dependieron de la situación de los Gobiernos. En 1913, 1915 y 1917 solo hubo sesiones poco más de un mes, con Gobiernos acosados temerosos de acudir al Parlamento. Otro momento en el que, llamativamente, los Gobiernos se acostumbraron a suspender fue cuando la conflictividad social se afrontaba con la suspensión de garantías constitucionales, que el Gobierno podía aprobar por decreto si el Parlamento no estaba reunido (art. 17 de la Constitución de 1876). La única garantía que quedaba era que el art. 85 de la Constitución de 1876 obligaba a presentar presupuestos, pero, como ese mismo precepto permitía prórroga por una vez, se funcionó con presupuestos bianuales que demandaban la reunión de Cortes con cierta asiduidad en los años en que había que aprobarlos y solo brevemente en los años de prórroga.
Como, además, en la Restauración la disolución no solo se usó para resolver crisis, sino también para instrumentar el turnismo, permitiendo que la oposición, impulsada por el Rey, “hiciese las elecciones” para cambiar la mayoría, entre 1876 y 1923 las Cortes se disolvieron veinte veces, de modo que la duración media fue de aproximadamente dos años, y el plazo constitucional de cinco años de mandato solo se acercó a cumplirse con el “parlamento largo” (1886-1890). Además, si al principio del régimen restaurado el Rey administraba las crisis de acuerdo con la opinión predominante en las Cortes, con el debilitamiento de los partidos del turno el Monarca funcionó cada vez más autónomamente. Como debido a la doctrina de la doble confianza se precisaba el voto de la mayoría, el resultado fue la escasa viabilidad de los Gobiernos y la discontinuidad grave del trabajo parlamentario.
Además, aunque el art. 32 de la Constitución de 1876 obligaba a reunirse todos los años, no estableció un período mínimo, así que el Rey decretaba apertura y cierre. Y en el Reglamento del Congreso de 1918 se llegó a prever que cada período anual solo se constituyese definitivamente “si se hubiese presentado el número competente de Diputados”, quedando en caso contrario en situación interina, sin poder ocuparse más que de incidentes extraordinarios (art. 15).
La Constitución de 1931 cambió esta trayectoria histórica, pero no del todo, al incorporar algún precepto que manifestaba gran desconfianza sobre el cumplimiento de las previsiones constitucionales y, sobre todo, al incluir previsiones que seguían remitiendo la posible suspensión de la actividad parlamentaria a la voluntad de un sujeto ajeno a la Cámara, como era, en este caso, el presidente de la República.
El punto de partida era, ciertamente, la automaticidad de la disolución y la subsiguiente elección y constitución de la nueva Cámara: “La duración legal del mandato será de cuatro años, contados a partir de la fecha en que fueron celebradas las elecciones generales. Al terminar este plazo se renovará totalmente el Congreso. Sesenta días, a lo sumo, después de expirar el mandato o de ser disueltas las Cortes, habrán de verificarse las nuevas elecciones. El Congreso se reunirá a los treinta días, como máximo, después de la elección” (art. 53). Esta línea favorable a la continuidad se completaba con la recuperación de la Diputación Permanente que la Constitución de 1812 y otros proyectos constitucionales ya habían rescatado de las Cortes medievales (art. 62 de la Constitución de 1931 y arts. 27 y ss. del Reglamento del Congreso de 1934).
Pero el constituyente temió que, dependiendo la convocatoria electoral del presidente de la República, no se respetase el proceso, por lo que consideró necesario incorporar otra garantía, expresada crudamente en el art. 59: “[…] las Cortes disueltas se reúnen de pleno derecho y recobran su potestad como Poder legítimo del Estado, desde el momento en que el Presidente no hubiere cumplido, dentro de plazo, la obligación de convocar las nuevas elecciones”. Pérez Serrano (1932) reflejó nítidamente, en su celebrado comentario a la Constitución, el “espíritu general de garantía (¡por desconfianza comprensible!) que inspiran todos estos preceptos de riguroso señalamiento de plazo” y el “recelo no indisimulado y de seguridad apetecida”, porque los tres meses repetidamente previstos por las constituciones no siempre se respetaban.
En lo que se refiere a los períodos de reunión, la Constitución de 1931 avanzó un paso más que la Constitución de 1869: “[…] las Cortes se reunirán sin necesidad de convocatoria el primer día hábil de los meses de febrero y octubre de cada año y funcionarán, por lo menos, durante tres meses en el primer período y dos en el segundo” (art. 58). Pero, como en 1869, no pudo librarse definitivamente de la figura de la suspensión porque el presidente de la República, que podía “convocar el Congreso con carácter extraordinario siempre que lo estime oportuno”, tenía, además, la atribución de suspender las sesiones ordinarias del Congreso en cada período de sesiones, aunque “sólo por un mes en el primer período y por quince días en el segundo, siempre que no deje de cumplirse lo preceptuado en el artículo 58” (art. 81). Y, por supuesto, podía “disolver las Cortes hasta dos veces como máximo durante su mandato cuando lo estime necesario”, motivándolo y “acompañando al decreto de disolución la convocatoria de las nuevas elecciones para el plazo máximo de sesenta días” (tercer párrafo del citado art. 81).
Para completar el cuadro, el Reglamento de las Cortes de 1934 incorporó en su art. 61 la figura de la suspensión de sesiones “por varios días” por las propias Cortes, con el mismo límite del citado art. 58 constitucional.
En definitiva, parcialmente en línea con la tradición, la Constitución republicana se mostraba todavía preocupada por proporcionar al Ejecutivo no solo períodos de sosiego reglados sin tener que atender al Congreso (siete meses de doce), sino incluso posibilidades extraordinarias de receso parlamentario añadido, porque, como todavía justificaba generalizadamente la doctrina, “muy bien puede acontecer que precisamente en esa fecha sea tal la situación del país que no resulte conveniente ni viable la reunión de las Cámaras en semejante momento” (por todos, Pérez Serrano, 1932).
III. EL MODELO DE CONTINUIDAD VIGENTE: MARCO GENERAL
En contraste con el panorama histórico que se acaba de describir, la Constitución de 1978 ha sido el punto de partida para el cambio profundo que permite afirmar que hoy nuestro parlamento se rige por el principio de continuidad. A partir, sobre todo, de lo que disponen los arts. 68.6, 69.6, 73, 78 y 115.1 CE. Pero también a partir de los silencios que la Constitución ha guardado respecto de previsiones que, según acabamos de comprobar, se han repetido de uno u otro modo en nuestra tradición histórica.
Es así como el texto constitucional ha sentado un modelo cuyos tres rasgos principales son los siguientes:
La sucesión automática de legislaturas, mediante la secuencia fin de mandato- convocatoria automática para celebración de elecciones en plazo máximo de sesenta días y convocatoria igualmente automática de la Cámara electa dentro de los veinticinco días siguientes a la celebración de las elecciones. Sin depender para ello de la voluntad de sujeto alguno ajeno a las Cortes y con plazos tasados para todo.
La previsión de períodos de trabajo anual amplios: nueve meses divididos en dos períodos de sesiones ordinarias, frente a tres de no reunión, en los que, sin embargo, pueden convocarse sesiones extraordinarias, que pueden ser solicitadas por el Gobierno, pero también por las propias Cámaras, mediante acuerdo de su Diputación Permanente o a petición de una mayoría absoluta de sus miembros. Sin que ni el jefe del Estado ni el Gobierno dispongan de capacidad para cerrar o suspender los períodos de reunión.
La existencia de un órgano de continuidad, la Diputación Permanente, con funciones tanto entre períodos de sesiones (llamar a sesión extraordinaria) como en período de disolución, lo que permite reaccionar a la institución parlamentaria, en su caso, ante situaciones de necesidad en la vida del Estado en las que, aún en período electoral, las Cortes deben hacerse presentes.
Partiendo de las previsiones constitucionales, los Reglamentos del Congreso y del Senado y la LOREG han consolidado estos elementos de continuidad, zanjando, además, algunas dudas que se habían suscitado sobre la interpretación de los preceptos de la Constitución. Y, desde semejante marco normativo, las propias Cámaras han ido acumulando acuerdos y generando usos parlamentarios durante años, bastantes de ellos poco conocidos fuera de las Cortes. Precedentes que han formado un cuerpo de elementos especialmente numerosos e incisivos para incrementar en muy diversos aspectos la continuidad institucional, acentuando la tendencia hacia la permanencia operativa del parlamento y aumentando los tiempos de trabajo de este.
Junto con la existencia de las Diputaciones permanentes y la previsión de períodos anuales largos de sesión ordinaria y el hecho de que el constituyente no haya permitido al Ejecutivo ni suspender ni cerrar las sesiones a su libre albedrío, haciendo balance de los restantes elementos que se han ido acumulando en desarrollo del modelo, resulta no menos importante destacar otros tres elementos especialmente importantes para el asentamiento del principio de continuidad:
i)La prórroga del mandato de los sujetos parlamentarios, con una nutrida disposición de sus derechos y prerrogativas, desde la disolución hasta la sesión constitutiva de la siguiente legislatura. Y me refiero aquí tanto a los Diputados y Senadores miembros de las Diputaciones como a los grupos parlamentarios. Del mismo modo que también continúa con sus facultades parlamentarias el sujeto Gobierno, limitadas como Gobierno en funciones tras la fecha electoral.
ii)El papel absolutamente protagonista durante la disolución de las Mesas de la Diputación Permanente, mucho más incisivo a efectos de la continuidad institucional que el de las propias Diputaciones Permanentes. Mesas apoyadas, a su vez, en la continuidad operativa plena de la estructura administrativa de las secretarías generales de Congreso y Senado.
iii)Los criterios que las citadas Mesas han ido asentando sobre innumerables aspectos del régimen jurídico del período de disolución, referidos a cuestiones tan importantes como las funciones que pueden desarrollar las Diputaciones (y las que no), el modo de ejercerlas, el estatus de parlamentarios y grupos, el traslado de asuntos de una legislatura a otra sin solución de continuidad (o, incluso, la resolución de algunos de ellos por la misma Mesa), o la toma de decisiones para la continuidad de la maquinaria administrativa.
Descrito el marco general, procede profundizar en los detalles. Primero, sobre los detalles normativos, y, a continuación, sobre los acuerdos, precedentes y usos. Antes de ello, me parece importante añadir que, como anticipé, lo que va a examinarse ha venido acompañado de otros cambios producidos durante cuatro décadas que han contribuido también a la extensión de la continuidad. Los he examinado en el libro que cité en la primera nota al pie y, entre ellos, destaco cuatro especialmente significativos para el objeto de este trabajo.
Por una parte, resulta especialmente relevante el hecho de que los parlamentos actuales pueden considerarse, sobre todo, parlamentos de control, lo que hace hoy inconcebible argumentar, a diferencia del pasado, que el parlamento debe cerrarse en el momento en que el gobierno se encuentra en dificultades. Todo lo contrario: en el presente el debate gira sobre la inconveniencia de poner límites al control parlamentario del gobierno, hasta el extremo de que se ha pretendido ejercerlo incluso en los períodos de disolución.
Obviamente, el hecho de que el modelo de moción de censura que ha regulado la vigente Constitución sea la “censura constructiva” a la alemana ha contribuido también a la continuidad parlamentaria, limitando el alcance de las crisis de gobierno, que antes acababan frecuentemente con la caída de estos y, adicionalmente, con la suspensión, cierre o disolución del parlamento.
Cambio contemporáneo no menor es también el incremento del papel de las Comisiones. En el presente, una parte muy relevante del trabajo parlamentario se realiza en Comisión, en lo que se refiere tanto a la función legislativa como a la función de control. Y el número de aquellas no hace más que crecer. No es de extrañar, entonces, que hoy el mayor número de sesiones extraordinarias tenga lugar en comisión y no en pleno. Lo cual, a su vez, multiplica el trabajo fuera del período ordinario, y con ello la continuidad de la actividad institucional.
Finalmente, cabe mencionar que las Cortes no se relacionan en la actualidad solamente con el Gobierno. Numerosas leyes han establecido la intervención parlamentaria en relación con las más variadas cuestiones y los más diversos organismos; cuestiones y organismos que no decaen con una disolución de las Cámaras y que siguen generando informes que llegan a ellas estén o no en receso o disueltas y que incluso pueden requerir la intervención parlamentaria en asuntos controvertidos y serios (piénsese en un suplicatorio) y de la máxima urgencia y gravedad (v. gr., el envío inmediato de tropas).
IV. LA CONTINUIDAD EN LA CONSTITUCIÓN Y EN LAS NORMAS DE DESARROLLO
1. LA CONSTITUCIÓN COMO PUNTO DE PARTIDA DEL PRINCIPIO DE CONTINUIDAD
A) De manera no muy diferente al ya examinado art. 53 de la Constitución de 1931 (con un matiz pequeño sobre los plazos), el art. 68.6 CE ha dispuesto que las elecciones “tendrán lugar entre los treinta días y sesenta días desde la terminación del mandato. El Congreso electo deberá ser convocado dentro de los veinticinco días siguientes a la celebración de las elecciones”, teniendo en cuenta que, en el párrafo cuarto del mismo artículo (y en el art. 69.4 también para el Senado), la Constitución establece que el mandato termina “cuatro años después de la elección o el día de la disolución de la Cámara”.
De este modo, la Constitución ha propiciado la sucesión automática entre legislaturas, ordenando los actos de disolución, convocatoria de elecciones y convocatoria de las nuevas Cámaras con un calendario de plazos fijos e incluso, como veremos, en unidad formal de acto. Con las pequeñas dudas de interpretación que enuncio a continuación y que, según ya dije, se generaron en un primer momento por desajustes de la normación y fueron despejadas por la LOREG y por los Reglamentos parlamentarios y por la práctica de cuatro décadas:
▪El art. 68.6 CE no se refiere a un acto formal expreso de disolución cuando se trate de una renovación de la composición por el fin del mandato de cuatro años. Por el contrario, el art. 115 CE, que regula la disolución anticipada, establece que debe hacerse por “decreto de disolución”, que, además, “fijará la fecha de las elecciones”.
▪A la inversa, el art. 115, que sí deja claro que la disolución anticipada funciona igual para ambas Cámaras, no recogió, sin embargo, la automaticidad de plazos del art. 68, dejando al decreto presidencial de disolución la fijación de la fecha de las elecciones y sin aclarar cuándo debe constituirse la nueva Cámara.
▪No se incluyó idéntica previsión de automaticidades y plazos para el Senado, y dado, además, que, existen dos tipos de senadores, pudo interpretarse que el art. 69 permitía la continuidad de la Cámara Alta si se mantenían los senadores autonómicos cuyo mandato depende por su propia ley de la legislatura autonómica. Tanto más cuando el proyecto constitucional inicial solo preveía la disolución anticipada del Congreso.
▪En fin, si en el texto republicano quedaba claro que “el Congreso se reunirá a los treinta días, como máximo, después de la elección” –y, de hecho, nuestra historia constitucional se ha referido secularmente a “reunir”–, con la redacción de 1978 quedaba la duda de si el plazo de veinticinco días posterior a la elección era para reunir o solo para convocar, lo que en todo caso podría retrasar la sesión constitutiva e incluso podría ser utilizado para aplazarla a voluntad, concretamente, del Gobierno en funciones.
B) Junto con lo anterior, no es menos importante lo que la Constitución de 1978 ha evitado.
Se han evitado, para empezar, por primera vez en nuestra historia, las diversas modalidades que han permitido en el pasado que el jefe del Estado o el Gobierno cierren, no convoquen, o suspendan temporalmente las sesiones hasta nuevo aviso.
Se ha evitado dejar la posibilidad de suspensión al propio Parlamento, incluso la incierta suspensión “por varios días” que permitía el art. 61 del Reglamento de 1934.
Se ha evitado dejar exclusivamente en manos del Gobierno la celebración de sesiones extraordinarias entre períodos ordinarios.
Y se han silenciado, en fin, los recursos extraordinarios al estilo del mencionado art. 59 de la Constitución de 1931, entendiendo que la “desconfianza comprensible” de la que hablaba Pérez Serrano por los incumplimientos de las constituciones del pasado ya no resultaba esperable.
En otro orden de cosas, no se ha previsto tampoco, a diferencia de los precedentes históricos, que corresponda al parlamento el control de regularidad de la elección y de la validez de las actas. Con ello se evita, a su vez, la tradicional distinción entre la constitución interina y la constitución definitiva de las Cámaras, se simplifica el proceso de constitución de estas, y se reducen los períodos de interinidad y, en consecuencia, de inactividad y de ruptura de continuidad[11].
En el presente, las Cortes no controlan actas, y el día fijado por el decreto de convocatoria, conforme a lo señalado por el art. 68.6, el Congreso y el Senado se constituyen y están desde ese momento en condiciones de poner en marcha sus trabajos.
C) El art. 73 CE es el que ha abierto la puerta a la celebración ordinaria de sesiones durante nueve de los doce meses del año, admitiendo, además, que las propias Cámaras, igual que el Gobierno, puedan acordar la celebración de sesiones extraordinarias, bien por el procedimiento directo de solicitarlo una mayoría absoluta de parlamentarios, bien por el procedimiento indirecto de someterlo a debate y aprobación de la Diputación Permanente.
Obviamente, esta previsión constitucional es, en sí misma, mucho más favorable a un trabajo parlamentario intenso y de continuidad que sus precedentes textos constitucionales. Inmediatamente veremos que ello ha sido muy aprovechado por el Reglamento del Congreso para acentuar la continuación del trabajo durante toda la legislatura.
D) Por último, la Constitución ha recuperado, en su art. 78, como ya hizo la Constitución de 1931, las Diputaciones Permanentes, compuestas “por un mínimo de veintiún miembros”, en proporción a la importancia numérica de cada grupo parlamentario, y “presididas por el Presidente de la Cámara respectiva”. Haciéndolas intervenir, con diferentes funciones, tanto entre períodos ordinarios de sesiones como en el caso de disolución, en el que ejercen sus funciones hasta la constitución de las nuevas Cortes, a las que tienen que dar cuenta de sus decisiones.
Como inmediatamente veremos, la actuación de las Diputaciones durante más de cuatro décadas, tanto entre períodos de sesiones como en tiempo de disolución, ha generado una variada y discutida jurisprudencia. Entre períodos porque, al ejercer la función que les asigna el art. 73 CE, los debates en la Diputación se han convertido en una especie de sustitutivo de los debates en el pleno o en las comisiones. Y en tiempo de disolución porque, más allá de las funciones que les atribuye el art. 78 –además del genérico “velar por los poderes de las Cámaras”, el ejercicio de las facultades de las Cámaras previstas en los artículos 86 y 116–, se ha discutido y mucho el alcance de sus competencias, tanto en materia legislativa como en materia de control. En las siguientes páginas me ocupo de todo ello.
2. EL DESARROLLO LEGAL Y REGLAMENTARIO
Como anticipé, tanto la Ley Orgánica de Régimen Electoral como los Reglamentos del Congreso y del Senado han desarrollado las previsiones constitucionales en el sentido más favorable a la continuidad, resolviendo las pequeñas dudas de interpretación y zanjando cualquier sombra sobre la posible dependencia del proceso de sucesión de legislaturas de la voluntad de alguna autoridad.
A) Sumando lo dispuesto en los arts. 42 y 167 de la LOREG, el art. 1 del Reglamento del Congreso y los arts. 1 y 2 del Reglamento del Senado, resulta que el proceso de sucesión de legislaturas queda conformado con las siguientes características:
▪Tanto para el Congreso como para el Senado, la disolución ha de producirse mediante real decreto, en el que se contendrán, además, en unidad de acto, la convocatoria de las elecciones y la fecha de la sesión constitutiva de las nuevas Cámaras.
▪En el supuesto de elecciones a Cortes por razón de la expiración del mandato de cuatro años, el presidente del Gobierno expedirá el decreto de convocatoria el día vigésimo quinto anterior a la expiración del mandato de las respectivas Cámaras, y se publicará al día siguiente en el BOE, entrando en vigor el mismo día de su publicación. Se ha discutido, no obstante, si la expiración debe entenderse referida a la fecha de las elecciones anteriores –lo que me parece lo más ajustado–, a la proclamación definitiva de los resultados o, incluso, a la fecha de constitución de las Cámaras.
▪En el supuesto de elecciones a Cortes en que el presidente del Gobierno haga uso de la facultad de disolución anticipada que le concede el art. 115 CE, el decreto de convocatoria se publica en el BOE al día siguiente de su expedición.
▪Los decretos de convocatoria señalan la fecha de las elecciones, que habrán de celebrarse el día quincuagésimo cuarto posterior a la convocatoria.
▪Los decretos de convocatoria han de fijar no solo el día sino también la hora de las sesiones constitutivas de las nuevas Cámaras. Dado que la convocatoria a la sesión inicial de las Cámaras ha de hacerse en el decreto de disolución, queda también resuelto que el plazo de veinticinco días en que esta reunión debe producirse cuenta desde el día electoral, sin que sea necesario que esa convocatoria se produzca en un nuevo decreto postelectoral que podría haber alargado el plazo entre elección y constitución de las Cámaras.
▪Todos los senadores tienen que acreditar su condición tras las elecciones. También los designados por las comunidades autónomas para un período no coincidente con la legislatura del Senado, que deben renovar su condición, acreditando la vigencia de esta.
▪En el caso del Senado la sesión constitutiva está descrita en su Reglamento (arts. 2 a 5) con resonancias del pasado, al preverse una junta preparatoria previa a la constitución definitiva, e incluso una constitución interina si el número de impugnaciones de actas supera el veinte por ciento de los escaños. En la práctica, todo se desarrolla en unidad de acto, incluidos la elección de la Mesa y el juramento o promesa de los senadores, y con el mismo efecto constitutivo inmediato que la sesión del Congreso.
▪Deben tenerse en cuenta, además, dos posibles circunstancias extraordinarias:
a)El caso de que la disolución anticipada se produzca, no por virtud del art. 115 CE, sino por razón del art. 99.5 CE, al no haberse podido investir con éxito al presidente del Gobierno. Ha ocurrido hasta ahora en dos ocasiones, y, tras la primera, se modificó la LOREG por LO 2/2016, de 31 de octubre, añadiendo una disposición adicional séptima que ha previsto que el decreto de convocatoria se expida, se publique y entre en vigor al día siguiente de la expiración del plazo de dos meses, contados a partir de la primera votación de la investidura. Ha previsto también la reducción del período electoral de 54 a 47 días, mediante la eliminación de ocho días de los quince previstos para la campaña electoral.
b)La circunstancia regulada –con algunos defectos de coherencia en su redacción– en el art. 116.5 CE, que impide la disolución del Congreso (no, por cierto, del Senado) mientras estén declarados algunos de los estados excepcionales comprendidos en dicho artículo, quedando automáticamente convocadas las Cámaras (aquí sí, también el Senado) si no estuvieren en período de sesiones. Su funcionamiento, así como el de los demás poderes constitucionales del Estado (¿el Senado?), no podrá interrumpirse durante la vigencia de estos estados. Y, si el Congreso está disuelto, las competencias son de su Diputación Permanente (nada sobre la del Senado, que, sin embargo, sí está incluida en el art. 78).
B) En lo que se refiere al desarrollo reglamentario del art. 73 CE, los Reglamentos del Congreso y el Senado repiten básicamente dicho precepto constitucional. Ha sido luego, en el nivel de los acuerdos y usos, donde se han acumulado elementos de continuidad más concretos.
Como previsiones añadidas a las constitucionales, los Reglamentos se han limitado a establecer en ambas Cámaras que se apruebe por las respectivas Mesas un calendario de actividades del pleno y de las comisiones para cada período de sesiones (arts. 31.1.6 RCD y 36.1.b RS), pero sin dar pistas sobre la fecha concreta de inicio o final de los dos períodos de sesiones ni sobre el programa de reuniones dentro de cada período. Sí se han determinado los días de la semana en los que, por regla general, han de celebrarse las sesiones (de lunes a viernes en el Congreso y hasta el jueves en el Senado; arts. 62 RCD y 76 RS), lo que es meramente indicativo porque no se impide hacerlo en otro día.
En cuanto a las sesiones extraordinarias, los Reglamentos coinciden en que estas las convoca el presidente de la Cámara cuando lo solicite uno de los tres sujetos legitimados para ello (art. 61.3 RCD), con mayor aseguramiento de una pronta convocatoria en el Senado, cuyo art. 70.2 impone al presidente convocar la sesión extraordinaria dentro del plazo de diez días desde la solicitud.
En lo que se refiere a los silencios normativos, solo constatar que la continuidad es completa entre períodos de sesiones, dado que entre nosotros no se produce, a diferencia, por ejemplo, del Reino Unido, la caducidad de asuntos entre períodos de sesiones, sino, solamente, la suspensión del cómputo de plazos, y esto último cuando no se acuerda lo contrario al incluirse un asunto en una sesión extraordinaria.
C) Finalmente, los arts. 56 a 59 del Reglamento de Congreso y 45 a 48 del Reglamento del Senado (en los términos de la reforma de 2008) se han ocupado de las respectivas Diputaciones Permanentes, con algunas adiciones de importancia a lo dispuesto por el art. 78 CE, que proporcionan algunos mimbres que acuerdos y usos han concretado luego como elementos favorecedores de la continuidad institucional
▪En lo que se refiere al número de miembros, se mantiene la referencia al número mínimo de veintiuno, distribuido en proporción a la importancia numérica de cada grupo parlamentario. Lo que se añade es que se deja en manos de las mesas de las cámaras el establecimiento del número, sin techo máximo.
▪Junto con los titulares se prevén otros tantos suplentes en igual número al fijado por la Mesa para los titulares. Y sobre estos suplentes no se aclara, a diferencia de lo que sí hacía el art. 28.2 del Reglamento de 1934, que solo pueden operar en el caso de que se produzca vacante del titular.
▪El art. 22 RCD prevé “la prórroga en sus funciones” tanto de los miembros titulares como de los suplentes. El art. 46 RS, más expresivo y claro, ha previsto que los miembros titulares y suplentes de la Diputación Permanente conservarán su condición de senador, con todos los derechos y prerrogativas inherentes a esta, aún después de expirado su mandato o de disuelto el Senado y hasta que se reúna el que posteriormente resulte elegido.
Hay, por tanto, diputados y senadores que conservan su condición en período electoral y lo llamativo es que no son pocos, porque, partiendo de la novedad de que, frente a la contenida dicción del art. 78 CE (“un mínimo de veintiún miembros”), ambos Reglamentos han previsto titulares y suplentes en prórroga de funciones, y los acuerdos tanto en el Congreso (la Mesa) como en el Senado (el Pleno), han ido incrementando su número, como luego se verá.
▪El art. 78 CE previó, sin más detalle, la continuidad de los presidentes de Congreso y Senado al atribuirles la presidencia de la Diputación. A estos han atribuido, además, los Reglamentos la convocatoria de cada Diputación, aunque no con un alcance idéntico:
a)En el Congreso (art. 56.4 RCD), el presidente convoca a iniciativa propia o a petición de dos grupos parlamentarios o de una quinta parte de los diputados.
b)En el Senado (art. 46), la Diputación se reunirá siempre que el presidente lo considere oportuno y, necesariamente, el día antes de celebrarse junta preparatoria o cuando lo soliciten el Gobierno o una cuarta parte, al menos, de sus miembros.
▪Los Reglamentos han incorporado, además, una novedad especialmente trascendente, al sumar a los presidentes dos vicepresidentes y dos secretarios, en lo que hoy conocemos como las Mesas de la Diputación Permanente, aunque el art. 56.3 RC no le haya puesto nombre, a diferencia del art. 47 RS, que sí lo ha hecho. Como antes subrayé, este es, a mi juicio, uno de los elementos más decisivos entre los que las propias Cortes han aportado al principio de continuidad, dada la importancia que las Mesas han adquirido como órganos de continuidad y la cantidad de acuerdos que ellas mismas han adoptado dirigidos a dicho objetivo al desarrollar muy diversas tareas de dirección institucional más allá de la pura dirección de los debates.
▪Ambos Reglamentos han mencionado los grupos parlamentarios, al igual que la Constitución misma, al prever que los miembros de las Diputaciones serán escogidos por aquellos en proporción a su representación. Lo cual no quiere decir que los Reglamentos hayan previsto expresamente la continuidad de los grupos y, de hecho, el Reglamento del Senado ni los menciona al regular esta materia. Hay, sin embargo, un artículo en el Reglamento del Congreso que sí lo hace, el citado 56.4 RCD, que faculta a dos grupos para solicitar la convocatoria de la Diputación. Ello ha proporcionado fundamento reglamentario a la práctica de su continuidad durante la disolución, en los términos que más adelante veremos.
▪Finalmente, en lo que se refiere a las funciones de las Diputaciones, el Reglamento del Congreso repite la literatura constitucional, con un muy pequeño matiz respecto de los decretos leyes que, como veremos, ha tenido su importancia, porque en la ponencia que elaboró el Reglamento, motu proprio y sin que se hubiesen presentado enmiendas, se añadió que la Diputación tiene “todas” las facultades del art. 86, en relación con los decretos leyes. Con esa precisión se ha otorgado, como veremos, la interpretación más extensa al art. 151.5 RCD, cuando ha previsto que “la Diputación Permanente podrá, en su caso, tramitar como proyectos de ley por el procedimiento de urgencia los decretos-leyes que el Gobierno dicte durante los períodos entre legislaturas”.
Nada dice, en cambio, el Reglamento del Senado, lo que tiene lógica teniendo en cuenta que en los arts. 86 y 116 CE el protagonismo es para el Congreso. Pero, si es cierto que guarda silencio incluso sobre “velar por los poderes de la Cámara”, no lo es menos que, como dije, puede reunirse, aparentemente sin limitación de objeto, siempre que el presidente lo considere oportuno o cuando lo soliciten el Gobierno o una cuarta parte, al menos, de sus miembros.
Esto suscita una perplejidad a la que no es ajeno tampoco el Reglamento del Congreso al establecer que la Diputación puede reunirse a petición de dos grupos o una quinta parte de los diputados (art. 56 RCD) y, de hecho, no han faltado peticiones de reunión no ceñidas a los arts. 86 y 116, especialmente pretendiendo el control del Gobierno en período de disolución.
No se han admitido estas peticiones, sobre lo que se ha llegado incluso en algún caso a acudir al Tribunal Constitucional mediante un recurso de amparo[12]. Pero no cabe olvidar que existen sólidos criterios doctrinales que estiman que pueden producirse otras circunstancias no menos extraordinarias que justifiquen la intervención parlamentaria a través de la Diputación Permanente. Por todos, recojo aquí el de Lavilla Rubira, quien alude a tres grandes criterios: el principio de conservación de la comunidad política misma, que obliga, en caso de peligro, a una actuación institucional en su defensa; el principio de conservación de los elementos esenciales del ordenamiento constitucional, que impone, en caso de amenaza o quiebra, su garantía y restablecimiento, y el principio de soberanía popular o de actuación del pueblo a través de sus representantes, que exige que estos no queden postergados en las actuaciones que se realicen en defensa del Estado o de sus instituciones básicas. Ello le lleva a recomendar la intervención de las Diputaciones al menos en casos de guerra (art. 66.3 CE), de inhabilitación del Rey (art. 59.2 CE), de regencia (59.3 CE), de autorización del art. 155 CE, o de disolución de corporaciones locales en que haya de intervenir el Senado por razón de lo dispuesto en la legislación local[13].
Lo que sí ha ocurrido ya es que algunas leyes han abierto una curiosa brecha, como la Ley Orgánica del Defensor del Pueblo, que en su art. 32.2 ha previsto que el Defensor podrá presentar un informe extraordinario “cuando la gravedad o urgencia de los hechos lo aconsejen […] que dirigirá a las Diputaciones Permanentes de las Cámaras si estas no se encontraran reunidas”. En cuanto a la LO 5/2005, de la Defensa Nacional, sobre autorización urgente de misiones en el exterior, me referiré a la interpretación, vía precedente, que se ha hecho de su art. 17.3.
V. LA ACUMULACIÓN DE MEDIDAS DE CONTINUIDAD TRAS CUATRO DÉCADAS DE ACUERDOS Y USOS PARLAMENTARIOS
Legislatura tras legislatura se ha hecho evidente la voluntad de las Cámaras de llenar de contenido las líneas de continuidad de las normas que acabo de examinar. Con los acuerdos de las Mesas sobre el calendario y programación de los trabajos en los períodos de sesiones ordinarios. Con usos como los que han ido incrementando las reuniones y los trabajos en sesiones extraordinarias (que incluso se han denominado a veces períodos extraordinarios de sesiones). Y, por supuesto, con los acuerdos que se vienen aprobando disolución tras disolución, básicamente adoptados por las Mesas de las Diputaciones Permanentes, con elementos de lo más diverso para la continuidad institucional entre legislaturas.
1. LA COPIOSA PROGRAMACIÓN DE LOS PERÍODOS ORDINARIOS DE SESIONES
Aunque, como señalé, los Reglamentos no han previsto la fecha concreta de inicio o final de los dos períodos anuales de sesiones ni el programa de reuniones dentro de cada período, la práctica que se ha consolidado ha sido, no obstante, concluyente: el calendario de sesiones plenarias que elabora, por ejemplo, el Congreso, para la totalidad de cada período ordinario, normalmente prevé sesiones todas las semanas, con excepción de la primera semana de cada mes, que suele dejarse para el trabajo en circunscripción, de algunas fechas festivas o en semanas previas a elecciones europeas, autonómicas o locales. Y junto con ello se elabora también un calendario de reuniones de las Comisiones de carácter indicativo, que luego se completa con las exigencias del día a día de cada Comisión.
Así pues, de febrero a junio y de septiembre a diciembre (en este caso con el añadido de un calendario especial para la tramitación de los Presupuestos), el trabajo parlamentario es continuo y la agenda semanal se llena de reuniones plenarias (tres días a la semana habitualmente), de comisiones, de ponencias y de subcomisiones, además de la reunión fija semanal de la Mesa y de la Junta de Portavoces, y de las reuniones de las Mesas y de los portavoces de las comisiones, en su caso.
Cabe añadir que, incluso en el caso de que no se hubiese asentado la práctica de elaborar calendarios tan completos para todos los meses de los dos períodos de sesiones, existirían instrumentos reglamentarios para forzar que las reuniones fuesen también frecuentes, dado que, de acuerdo con el art. 54 RCD, el Pleno debe ser convocado si lo solicitan al menos dos grupos parlamentarios o una quinta parte de los miembros de la Cámara y las Comisiones han de convocarse si lo solicitan al menos dos grupos parlamentarios o una quinta parte de los miembros de la Comisión (art. 42 RCD).
2. LA FRECUENCIA DE LAS SESIONES EXTRAORDINARIAS
En los meses de enero y de julio –ocasionalmente en agosto–, son cada vez más frecuentes las sesiones extraordinarias, como consecuencia de una suma de precedentes que se han ido acumulando desde 1979. Se ha aceptado, por ejemplo, que quepan sesiones extraordinarias no solo de pleno sino también de comisiones, e incluso de ponencias o subcomisiones. También se ha admitido que en período extraordinario se tramiten órdenes del día del Pleno similares a las de los períodos ordinarios (con sus iniciativas legislativas y sus preguntas y sus interpelaciones, e incluso sus comparecencias) o que transcurran los plazos de enmiendas que resultaban precisos para tramitar en enero, julio o agosto proyectos o proposiciones de ley, con una habilitación general para reunir de forma extraordinaria ponencia, comisión y pleno.
Esto último, aunque nuestra Constitución, a diferencia de otras, no ha previsto “períodos extraordinarios de sesiones”, sino sesiones extraordinarias. En el Senado, incluso, se desarrolló la práctica de someter al Pleno, al final de cada período de sesiones, la habilitación de períodos extraordinarios para la tramitación completa de una o varias iniciativas. Pleno del Senado que, por cierto, también ha habilitado directamente la celebración de alguna concreta sesión extraordinaria. Lo que igualmente, en alguna ocasión, ha hecho el Pleno del Congreso[14].
Pero probablemente lo que más repercusión está teniendo para continuar la actividad parlamentaria durante estos tres meses, especialmente en enero y julio, es la utilización habitual por la oposición de su facultad de solicitar la reunión de las Diputaciones Permanentes para que sean estas las que acuerden celebrar sesiones extraordinarias, normalmente para el control del Gobierno en Comisión o Pleno. Así, aunque aparentemente las Diputaciones tienen mayor sentido en el período de disolución, lo cierto es que se reúnen con mayor profusión en los momentos de receso y, aunque no se aprueba la convocatoria de la mayor parte de las sesiones extraordinarias de control del Gobierno solicitadas (por lo que algunos parlamentarios se han negado a apoyar al final las daciones de cuentas), se están convirtiendo en sí mismas en un órgano de control: un órgano en cuyas sesiones los grupos, al argumentar sobre la conveniencia de convocar una sesión extraordinaria, entran en el fondo de la cuestión, aprovechando para trasladar a la opinión, en ausencia del Gobierno (que no suele acudir a la Diputación), lo que querían decir en la sesión reclamada[15].
Como contrapartida, aunque no es discutible el carácter vinculante de las solicitudes de convocatoria de la Diputación por cualquiera de los tres sujetos legitimados, de tal forma que los presidentes de las cámaras no disponen de otra facultad que la de fijar día y hora de esta, no es infrecuente que los presidentes retrasen su celebración o acumulen diversas solicitudes de distintas fechas. De hecho, los órdenes del día de las Diputaciones se han ido haciendo cada vez más copiosos, al debatirse en cada sesión una larga lista de solicitudes de sesión extraordinaria del Pleno o de las Comisiones.
Por último, interesa dejar claro que, sesiones extra aparte, parlamentarios y grupos mantienen en esos meses una intensa actividad (v. gr., presentando iniciativas en un Registro que mantiene su horario habitual –salvo en agosto, que se acorta–); también sujetos ajenos a la Cámara, empezando por el Gobierno, siguen presentado sus escritos, y los órganos de gobierno, como la Presidencia o la Mesa, siguen celebrando reuniones y desarrollando su actividad de dirección parlamentaria y administrativa, obviamente con las secretarías generales a pleno rendimiento.
3. LA EXTENSIÓN DE LA COMPOSICIÓN Y FUNCIONES DE LAS DIPUTACIONES PERMANENTES
A) Las Mesas de Congreso y Senado, en ejercicio de su facultad reglamentaria de acordar el número de miembros de cada Diputación, tanto titulares como suplentes, han superado con creces el mínimo constitucional de veintiuno. Dicho número no ha parado de crecer desde los 37 de la Legislatura I. En la pasada XIV Legislatura, mientras en el Senado se elevaba a 58 entre titulares y suplentes, en el Congreso llegaba a 137, con 69 titulares y 68 suplentes.
Se ha seguido, además, el criterio de que titulares y suplentes pueden actuar indistintamente, a diferencia de lo que dispuso en su día el art. 28.2 del Reglamento de 1934, que, según vimos, solo incorporaba a los suplentes en caso de vacante de titular. Así pues, los casi doscientos parlamentarios citados conservan tras una disolución los derechos y prerrogativas inherentes a su condición. Aunque, a diferencia de sus prerrogativas (inmunidad, inviolabilidad y fuero jurisdiccional), no conservan intactos todos los derechos (v. gr., presentar determinadas iniciativas), pero sí mantienen algunos de naturaleza parlamentaria (v. gr., intervenir en los debates), y todos los de naturaleza administrativa, según veremos (retribución, protección social, despacho y medios materiales e informáticos de trabajo, régimen de transporte…).
B) En cuanto a las funciones de las Diputaciones Permanentes, es obligado referirse a los precedentes sobre dos cuestiones ya anunciadas páginas atrás: el alcance de las facultades de las Diputaciones sobre los decretos leyes y la posibilidad de intervenir en asuntos no relacionados con los arts. 86 y 116. En ambos casos referidos al período de disolución, dado que lo referido a los períodos entre sesiones ya quedó comentado.
Que la Diputación del Congreso ha de convalidar en treinta días los decretos leyes que se dicten en período de disolución es obvio. Que pueda tramitarlos a continuación como proyectos de ley para convertirlos en ley no lo es. He defendido sin desmayo desde los años ochenta que no pueden ni deben existir “leyes de las Diputaciones” por muchas razones que no voy a repetir[16], aunque las resumo diciendo que no tiene la más mínima lógica hacerlo a la carrera en medio de una campaña electoral, por unos cuantos diputados, involucrando sin previsión alguna a la Diputación Permanente del Senado, sin esperar a que se ocupe de ello la Cámara siguiente, que puede empezar por no compartir lo legislado, y con la alta probabilidad de que, aun recurriéndose a todos los procedimientos de urgencia, no dé tiempo a concluir el proceso.
Hasta hace bien poco la no tramitación ha sido la práctica seguida en el Congreso. Pero ya se ha producido un precedente en sentido contrario tras la disolución de la XIII Legislatura[17], al acordarse por la Diputación del Congreso, en su sesión de 22 de octubre de 2019, tras la convalidación del Decreto Ley 12/2019, su tramitación como proyecto de ley. Lo que siguió a ese acuerdo pone, a mi juicio, de manifiesto lo forzado de un procedimiento que nadie ha regulado y que se ha improvisado de principio a fin: reinicio de expedientes informáticos y de una nueva serie del Boletín Oficial (A 1-1 de 5-11-19, 121/1), apertura de enmiendas de ocho días por la Mesa de 4 de noviembre, calificación de las 44 enmiendas presentadas por la Mesa el 25 de noviembre y, sin solución de continuidad, aprobación directa por la Diputación el 27 de noviembre (por supuesto, sin trabajo previo de ponencias o comisiones, que no existen), debatiéndose y votándose las enmiendas y otras transaccionales y decidiendo la aprobación con un voto de conjunto. Con este bagaje, llegó al Senado, que publicó sin más el texto del Congreso el 30 de noviembre y ahí se acabó la historia (aunque luego lo consideró caducado… el Congreso). Entre tanto, para completar el cuadro, se habían celebrado elecciones el 10 de noviembre y el 3 de diciembre estaba previsto constituir las nuevas Cámaras.
Habría sido verdaderamente simpático que el 26 de julio de este año, fecha en la que, casi un mes después de su aprobación, la Diputación convalidó otro decreto ley, el incalificable 5/2023, de 28 de junio, ómnibus entre los ómnibus, de 226 artículos y 25 disposiciones (223 páginas del BOE), se hubiese acordado tramitarlo como ley, para aprobarla antes de la sesión constitutiva del 17 de agosto. En otros lugares he manifestado mi estupor por la normalización del uso inconstitucional de los decretos leyes (Astarloa Huarte-Mendicoa, 2022), aquí me limito a pedir modestamente que se modifiquen los Reglamentos para asegurar que al menos no cabe su tramitación como ley durante la disolución. Aunque solo sea, llegados a este punto, para no poner a las Cortes en ridículo.
C) Sobre la posible ampliación de funciones de las Diputaciones y sin perjuicio de lo que luego diré en relación con la incidencia de la pandemia por covid, existen solo dos precedentes en los que la Diputación se ha reunido en el Congreso durante una disolución, al margen de los casos previstos en la Constitución. El 11 de octubre de 1982 se celebró una sesión meramente informativa, a petición del Gobierno, sobre la intentona golpista conocida como “Operación Galaxia”. Y el 25 de marzo de 2008 la Diputación se reunió no solo para deliberar, sino también para adoptar un acuerdo, resultante de la interpretación del art. 17 de la LO 5/2005 que antes mencioné, ratificando el despliegue de efectivos militares en Afganistán planteado por el Gobierno; acuerdo que, a propuesta del presidente, aceptada por la Diputación, se debatió y votó, haciéndolo mediante el procedimiento previsto para los decretos leyes.
4. EL PAPEL ABSOLUTAMENTE PROTAGONISTA DE LAS MESAS DE LAS DIPUTACIONES, CLAVE PARA EL PRINCIPIO DE CONTINUIDAD
El papel de las presidencias y las mesas no se limita a presidir y asegurar el buen orden en las sesiones de las Diputaciones. Bien al contrario, son el órgano clave para la continuidad durante la disolución. En el Congreso, interesa distinguir para acreditarlo cuatro grandes tipos de actividades de la Mesa de la Diputación (en algún caso, solo de su presidente):
▪En el momento inicial, tras el decreto de disolución, por una parte, adoptan los acuerdos de cierre de la legislatura que acaba de disolverse, en particular la caducidad de los asuntos en trámite en virtud de lo dispuesto en el art. 207 del Reglamento.
▪También inicialmente adoptan los acuerdos dirigidos a establecer el régimen jurídico especial y transitorio con el que se quieren afrontar las consecuencias de la disolución.
▪Durante todo el período de disolución, Presidencia y Mesa de la Diputación son las que resuelven sobre la tramitación de los asuntos que entran en la Cámara o sobre cualquier incidencia que se produzca. Afrontan igualmente las relaciones institucionales que procedan. Y desarrollan las funciones que los Reglamentos encomiendan a los órganos de dirección durante el desarrollo ordinario de la legislatura, tomando decisiones para la organización del trabajo y el régimen y gobierno interior de las Cámaras y ordenando contrataciones y gastos, asegurando la continuidad administrativa.
▪En último lugar, adoptan las decisiones de ordenación de la actividad de la Diputación Permanente.
A) El primer momento, para cerrar asuntos, tiene lugar alrededor de la fecha de disolución y la práctica del Congreso ha tenido distintas alternativas a lo largo de las legislaturas. En 1982 intervinieron dos Mesas: primero lo hizo la Mesa de la legislatura disuelta, que se reunió el mismo día de la entrada en vigor de la disolución para acordar la caducidad de los asuntos y diversos efectos administrativos (retribuciones, locales, subvenciones de grupos…), siendo la Mesa reducida de la Diputación Permanente la que se reunió el resto del período hasta seis veces para fijar fecha y orden del día a la Diputación y para resolver aspectos administrativos. En 1986 también intervinieron la Mesa saliente y la reducida, con la particularidad notable de que la saliente fue la que cerró los asuntos, el día de la disolución, pero antes de la publicación y entrada en vigor del decreto, aunque operando como si ya estuviese vigente.
Desde 1989, sin embargo, ha sido ya siempre la Mesa de la Diputación Permanente la que ha procedido al cierre de asuntos en fecha inmediatamente posterior a la disolución. Pero introduciendo la muy relevante novedad que reflejo a continuación, que se ha perpetuado hasta hoy.
Siguiendo la tradición, el art. 207 RCD había dispuesto que, “disuelto el Congreso de los Diputados o expirado su mandato, quedarán caducados todos los asuntos pendientes de examen y resolución por la Cámara, excepto aquellos de los que constitucionalmente tenga que conocer su Diputación Permanente”. Y en idénticos términos se expresa la disposición adicional primera del Reglamento del Senado.
Por ley se establecieron dos excepciones a este principio general de caducidad de los asuntos con el final de cada legislatura. Por una parte, el art. 14 de la LOILP 3/1984, de 26 de marzo, excepcionó expresamente que la iniciativa legislativa popular que estuviera en tramitación en una de las Cámaras no decaerá al disolverse esta, aunque “podrá retrotraerse al trámite que decida la Mesa de la Cámara, sin que sea preciso en ningún caso presentar nueva certificación acreditativa de haberse reunido el mínimo de firmas exigidas”. Por otra, hay que entender que el ya citado art. 32.2 LODP obliga a seguir tramitando un informe extraordinario del Defensor del Pueblo, igual que ocurriría con un decreto ley que no haya dado tiempo a convalidar antes de la disolución.
Pero la novedad más importante e incisiva desde la perspectiva de la continuidad la han producido las propias Cámaras, desde que en 1989 la Mesa del Congreso acordó modular la previsión reglamentaria al determinar que la caducidad de los asuntos no debe referirse a los que han sido planteados ante las Cámaras “procedentes de sujetos externos a las Cortes Generales distintos del Gobierno”, que se trasladan a la siguiente legislatura, para que “inicie su tramitación”, sin necesidad de nueva presentación[18].
No obligar a terceros que no se ven afectados directamente por la circunstancia electoral tiene toda la lógica. Si el autor quiere retirarlos ante las nuevas circunstancias siempre podrá hacerlo, pero, en caso contrario, no se obliga al engorro de reiterarlos. Y no es un tema menor, porque en este capítulo entran iniciativas como las proposiciones de ley o de reforma constitucional de las comunidades autónomas, las propuestas de reforma de estatutos de autonomía, las peticiones ciudadanas, memorias varias (CGPJ, Fiscalía, RTVE, CNMV…), los informes de fiscalización del Tribunal de Cuentas, informes del Defensor del Pueblo o del Consejo de Seguridad Nuclear, los convenios entre comunidades autónomas, dictámenes de Parlamentos autonómicos sobre la aplicación del principio de subsidiariedad, y, en definitiva, la ya muy nutrida relación de informes que, según establecen numerosas leyes, deben presentarse ante las Cortes[19]. Así pues, a pesar de la disolución, son ya muchos los asuntos que tienen continuidad de una legislatura a otra, reactivándose en la legislatura siguiente la tramitación de los que han quedado pendientes la legislatura anterior.
Desde la disolución de la VI Legislatura (año 2000) este criterio general ha ido matizándose con algunas pequeñas modulaciones. Por acreditarlo con la reciente disolución de 2023:
i)Sí caducan las iniciativas procedentes de sujetos externos a las Cortes Generales distintos del Gobierno respecto de las que la ley o el Reglamento de la Cámara no prevén una tramitación parlamentaria.
ii)En relación con las proposiciones de ley y proposiciones de ley de reforma constitucional procedentes de comunidades autónomas, desde la VI Legislatura ha regido el principio de caducidad respecto de las que ya se hayan tomado en consideración (sin que personalmente entienda muy bien el porqué).
iii)Como excepción a lo anterior, las propuestas de reforma de estatutos de autonomía, se trasladan a la próxima legislatura, con independencia de que se hayan o no tomado en consideración.
Adoptados los acuerdos por las Mesas se publican en el Boletín Oficial de las Cortes las relaciones de iniciativas caducadas (tanto las que estaban calificados como las que estaban pendientes de calificación), así como la de iniciativas trasladadas a la Cámara siguiente[20].
B) En cuanto a los acuerdos de la Mesa inicial dirigidos a establecer el régimen jurídico especial y transitorio con el que se quieren afrontar algunas consecuencias de la disolución, me ocupo de ellos separadamente más adelante.
C) Más allá de la Mesa inicial, la actividad de las Mesas es continua durante el resto del período de disolución. El Registro de las Cámaras sigue abierto, siguen ingresando escritos y se van abriendo los correspondientes expedientes[21]. No son ya, obviamente, las iniciativas usuales de los parlamentarios y los grupos, aunque no faltan iniciativas de los miembros de la Diputación (v. gr., solicitudes de comparecencia del Gobierno, que son, como se dijo, desestimadas). Pero se mantiene la presentación de otros muy numerosos escritos procedentes, por ejemplo, de tribunales, ayuntamientos, comunidades autónomas, y otros muy diversos entes.
Las Mesas de la Diputación Permanente, con el apoyo y asesoramiento de las secretarías generales, califican los nuevos escritos, trasladando a la siguiente legislatura los que requieren ser tramitados por la Cámara, y resolviendo los de trámite (tomando conocimiento y archivando muchos, pero también cumplimentando solicitudes como las peticiones de tribunales requiriendo certificados de la condición de parlamentario, de acuerdos parlamentarios o de otros documentos obrantes en las Cámaras).
Algunos de estos acuerdos de las Mesas han tenido que resolver asuntos arduos, sentando criterio, por ejemplo, sobre las capacidades de la Cámara o de sus miembros y exmiembros durante la disolución, suspendiendo plazos de suplicatorios[22], acordando la personación en recursos de inconstitucionalidad o amparo[23], o acordando, incluso, plantear ante el Tribunal Constitucional un conflicto de competencias contra un Gobierno en funciones[24].
En materias administrativas, las Mesas adoptan los acuerdos de gasto, de organización o de personal ya mencionados. También los de resolución de recursos varios (funcionarios, contratación, acceso a información pública…). De hecho, bajo la superior autoridad de la Presidencia y la Mesa, la Administración parlamentaria, ordenada en las correspondientes secretarías generales, sigue desarrollando su trabajo ordinario, cerrando la legislatura terminada (v. gr., archivando los expedientes y elaborando las memorias), asistiendo a la Junta Electoral Central, preparando la siguiente legislatura (y poniéndola en marcha tras las elecciones, con la recepción de los parlamentarios electos), y gestionando los incontables asuntos administrativos de unas instituciones de tamaño considerable, que permanecen abiertas y activas (personal, gestión económica, infraestructuras, informática, seguridad…)[25].
Parte de estas decisiones son competencia de las Mesas de Congreso y Senado en reunión conjunta, pero, como no hay precedentes de reuniones de este tipo durante la disolución, se aprueban separada y paralelamente por ambas Mesas de la Diputación Permanente, o “sin perjuicio de su posterior ratificación por las Mesas en reunión conjunta”.
Han sido frecuentes también las delegaciones de las Mesas en sus presidentes[26]. Aunque una de las novedades que acaba de dejar la disolución de la Legislatura XIV, heredera obvia de lo experimentado durante los horrendos días de la pandemia por covid-19, es que se han celebrado mesas “virtuales” para la resolución de asuntos, evitando así tener que reunirse presencialmente más a menudo. La dación de cuentas solía dar noticia de los asuntos adoptados por la Presidencia por delegación en un anexo y así se mantiene en el Senado, pero ese anexo ha desaparecido en la dación de la XIV Legislatura del Congreso, sin que se haya hecho constar, alternativamente, la relación de asuntos adoptados de manera no presencial.
En las últimas disoluciones se ha ido haciendo cada vez más frecuente, además, mantener actividades institucionales de todo orden, como actos de recordatorio a personalidades del pasado, homenajes a fallecidos ilustres, exposiciones, entregas de premios y becas, etc. En la reciente disolución, por ejemplo, el Rey ha impuesto la medalla del Congreso a los presidentes de la Cámara desde la legislatura constituyente, o se ha celebrado el acto en recuerdo y homenaje a las víctimas del terrorismo en la Sala Constitucional.
D) Finalmente, en lo que se refiere las decisiones de las Mesas sobre el funcionamiento de la Diputación Permanente, a los presidentes compete convocar sus sesiones, pero, como ello puede significar tener que decidir sobre solicitudes de convocatoria de los grupos, por ejemplo, para el control del Gobierno, ha solido ser la Mesa la que previamente ha decidido su admisibilidad y la procedencia de convocar. Habitualmente con resultado de inadmisión[27].
No han tenido continuidad dos precedentes en los que han intervenido en la decisión los portavoces de los grupos. En 1982 conocieron las convocatorias y, concretamente, la comparecencia del Gobierno ya mencionada para explicar la detención de tres militares y para valorar la elaboración de una declaración institucional, de modo que las sesiones fueron convocadas por la Presidencia, “de acuerdo con la Mesa”, con un orden del día “aceptado por los portavoces de la Diputación”. También en 1986 se reunió a los portavoces para decidir sobre solicitudes de control al Gobierno mediante una comparecencia, solicitudes que se desestimaron.
Por lo demás, ya quedó visto líneas atrás el papel que ha jugado la Mesa en 2019, abriendo plazos de enmiendas a un proyecto nacido de decreto ley y calificando estas a continuación para someterlas a la Diputación.
5. LOS ACUERDOS DE LAS MESAS DE LAS DIPUTACIONES PERMANENTES SOBRE EL RÉGIMEN DEL PERÍODO DE DISOLUCIÓN
Al terminar cada legislatura, las Mesas de las Diputaciones, además de los ya citados, adoptan una serie de acuerdos de orden administrativo y económico que renuevan elementos de continuidad entre legislaturas. Han ido creciendo imparablemente durante lustros y, como muestran los últimos, adoptados en el Congreso por la Mesa de su Diputación Permanente de 1 de junio de 2023, que desarrollaré aquí principalmente, afectan farragosamente tanto a cuestiones de primer orden, como las declaraciones de bienes y actividades o de intereses económicos, como a cuestiones tan menudas como la paquetería para el desalojo de despachos, el borrado de datos en los ordenadores o la entrega o adquisición de instrumentos electrónicos.
Me referiré a continuación a los más significativos.
5.1. Continuidad y estatus de los grupos parlamentarios
Si alguna duda existía de que los grupos parlamentarios continúan tras la disolución y hasta la nueva legislatura, acuerdos y precedentes inequívocos han dejado zanjado el asunto, partiendo del reconocimiento que se deduce del art. 56.4 RCD, cuando les faculta para solicitar la convocatoria de la Diputación sin discriminar períodos intersesiones o períodos de disolución.
En primer lugar, los acuerdos de las Mesas que se refieren expresamente a la continuidad de los grupos y sus portavoces para el ejercicio de funciones parlamentarias, que no han sido pocos. Por citar uno especialmente revelador, menciono el de la Mesa de la Diputación del Congreso de 11 de febrero de 2004, que justificó negar la audiencia a la Junta de Portavoces planteada en la solicitud de reconsideración que he citado en la nota al pie 12, argumentando “que, disuelta la Cámara, no existe el referido órgano, siendo así que mientras que el Reglamento prevé en su artículo 56 la elección de una Mesa de la Diputación Permanente, análoga previsión no se realiza en relación con la Junta de Portavoces. Y ello sin perjuicio de la existencia de los portavoces de los Grupos Parlamentarios en la Diputación Permanente”.
En segundo lugar, los acuerdos de naturaleza administrativa y económica. En el citado último acuerdo del pasado 1 de junio, la Mesa ha acordado que los grupos sigan percibiendo la subvención “en los mismos términos que en el momento anterior a la disolución de la Cámara”. También que permanezcan en los locales a ellos asignados “hasta el día de constitución de la nueva Cámara”. Y, como veremos, mantienen igualmente sus medios personales de apoyo. Además, el acuerdo menciona expresamente a sus “portavoces”, junto con los miembros de la Mesa, al mantenerles a todos sus anteriores medios de transporte.
En fin, por si con los acuerdos formales no hubiese suficiente, la práctica demuestra que siguen protagonizando lo que pasa en las Cámaras. Los grupos son los autores de las iniciativas y solicitudes a las Mesas. También los protagonistas de los debates en las Diputaciones, que se ordenan por grupos, y en los que la Presidencia va dando la palabra a los “portavoces”, nombrados como tales, según puede comprobarse en los diarios de sesiones. Y cuando esto excepcionalmente no ha ocurrido, son los propios intervinientes en el debate los que se dirigen unos a otros en términos de portavoces de sus respectivos grupos. Por no hablar de las ruedas de prensa que siguen celebrando en las Cámaras con toda normalidad.
5.2. Elementos de continuidad en el estatuto de los parlamentarios
A) Para los parlamentarios que forman parte de la Diputación Permanente, tanto titulares como suplentes, los acuerdos de 1 de junio de 2023 han ratificado que perciban como retribución la asignación constitucional, la indemnización y un complemento de miembro de la Diputación Permanente equivalente en su cuantía a la totalidad de los que venían percibiendo en el momento de la disolución, hasta el día anterior a la constitución de la nueva Cámara.
Y no se trata solo de las retribuciones. Se mantiene la continuidad respecto del uso de los despachos, medios de transporte, peajes y aparcamientos, y de los medios tecnológicos de los que venían disponiendo (tableta, móvil, ordenadores, intranet, correo electrónico, líneas de teléfono…). Sobre estos extremos, los acuerdos de 1 de junio contienen extensas reglas repletas de variantes según la situación de cada diputado.
B) Los parlamentarios que no son miembros de la Diputación Permanente pierden con la disolución su condición, sus derechos y sus prerrogativas. Pero también respecto de ellos las Cámaras han asumido que, al ser automática la sucesión de legislaturas y depender las candidaturas electorales de partidos que en su generalidad operan también con continuidad, pueden ser muchos los parlamentarios que mantengan su condición, o, cuando menos, que intenten renovarla en las elecciones. Por ello, se han ido adoptando decisiones que facilitan la continuidad administrativa de la condición de parlamentario, aún después de terminado su mandato, entre otras cosas, para evitar una compleja situación transitoria de parlamentario cesado/en campaña electoral/teniendo que incorporarse unos dos meses a otra actividad retribuida/para volver a ser reelegido como parlamentario.
El primer paso lo dieron los Reglamentos de Congreso y Senado al diferenciar entre adquisición de la condición o perfeccionamiento de esta (arts. 20 RCD y 12 RS), consagrando que los derechos y las prerrogativas de los parlamentarios se ostentan desde el día de su proclamación como electos. El segundo paso lo dieron ya las Mesas de ambas Cámaras, en reunión conjunta, al aprobar un Reglamento de pensiones parlamentarias y otras prestaciones a favor de exparlamentarios de 11 de julio de 2006, cuyo art. 11.1 establece que “los miembros de las Cortes Generales que causen baja por disolución de las Cámaras tendrán derecho a percibir una indemnización de transición en un pago único y en la cuantía que determine la Mesa de la respectiva Cámara con cargo al Presupuesto de esta”. Y la concreción final la han proporcionado los acuerdos que las Mesas están adoptando en cada disolución, que viene a traducirse hoy en que los parlamentarios perciban en esa “indemnización de transición sometida íntegramente a tributación cuya cuantía vendrá determinada por la suma de todos los conceptos retributivos que vinieran percibiendo en el momento de la disolución, calculado sobre el periodo comprendido entre el día siguiente al de la publicación del decreto de disolución y convocatoria de elecciones y el día anterior a las elecciones”. Dado que, según he dicho, si el parlamentario sale elegido nuevamente, percibe su nueva retribución desde el día de la proclamación, hay, por tanto, continuidad en las percepciones[28]. Todo ello con incompatibilidad con cualquier otra retribución[29].
C) Finalmente, para todos, permanezcan o no en la Diputación, hay continuidad en materia de seguridad social, porque, según reza el acuerdo de 1 de junio de 2023, se autoriza, hasta la fecha de constitución de las nuevas Cámaras, el pago de las cuotas de los regímenes general y especial de la Seguridad Social, de los derechos pasivos y de las mutualidades funcionariales y profesionales que se venían abonando a los diputados y senadores. También se mantiene el alta en la póliza de accidentes hasta la fecha de constitución de las nuevas Cámaras
5.3. Continuidad de las delegaciones internacionales
El acuerdo de 1 de junio repite en esto acuerdos anteriores, autorizando hasta la constitución de las nuevas Cámaras la continuidad de los desplazamientos de los miembros de las delegaciones en las organizaciones parlamentarias internacionales a las que nuestras Cortes están adheridas. También los de delegaciones autorizadas por la Mesa, pero solo con aquellos diputados que sean miembros de la Diputación.
A los miembros de las delegaciones que estuvieran desplazados en el momento de la disolución se les autoriza a mantener el viaje, aunque no sean miembros de la Diputaciones.
5.4. Personal
Por virtud del acuerdo de 1 de junio, se mantiene el personal eventual asistente de los diputados hasta el día anterior a la disolución. Y también el eventual de las secretarías de los miembros de la Mesa y asistentes de los presidentes de Comisión siempre que unos y otros formen parte de la Diputación Permanente. También para los miembros de la Mesa, su régimen de transporte y su partida de gastos de protocolo, siempre que sigan siendo miembros de la Diputación.
Y se mantiene, por último, la continuidad de los parlamentarios miembros del Tribunal de Recursos Contractuales de las Cortes.
VI. BALANCE DE LUCES Y SOMBRAS Y PERSPECTIVAS DE FUTURO
Me parece que puede concluirse, tras todo lo dicho, que la continuidad de las Cortes tiene en nuestros días, en efecto, más luces que sombras. Luces que, además de iluminar en el presente la posición del parlamento de forma más autónoma que en el pasado, dejan como balance períodos de trabajo anual verdaderamente amplios, sesiones extraordinarias frecuentes y capacidades de reacción en momentos de disolución parlamentaria que las Mesas de las Diputaciones Permanentes han venido modulando y pueden seguir modulando en el futuro para atender las necesidades extraordinarias que puedan generarse para el Estado.
Pero ni siquiera esto parece resultar suficiente para todos, por lo que una de las cuestiones que aparece hoy en muchas agendas de reformas institucionales es seguir profundizando en la hipercontinuidad parlamentaria, superando supuestas carencias del modelo, como que en el calendario anual no se prioricen más iniciativas de la oposición, que en las sesiones de las Diputaciones entre períodos de sesiones la mayoría impida convocar más sesiones extraordinarias de control, que las propias Diputaciones no puedan sustanciar control del Gobierno en período de disolución, que se sometan a las Diputaciones decretos leyes ómnibus de debate imposible, o que la convocatoria de la Diputación quede al libre albedrío de las presidencias, que frecuentemente retrasan fechas y acumulan iniciativas en una sesión[30].
Por otra parte, en la opinión pública es casi un lugar común la impresión de que se trabaja poco, de que los períodos de vacaciones son excesivos o de que muchas de las medidas adoptadas bajo el paraguas de la continuidad son sobre todo privilegios para parlamentarios y grupos.
Se sugiere, como consecuencia, culminar el proceso hasta la “ultrapermanencia” completa, mediante soluciones como las renovaciones parciales de la composición de las Cámaras, la prorrogatio o, al menos, la extensión de los períodos ordinarios a los meses de enero y julio[31].
En cualquier caso, la mejor confirmación de que el régimen parlamentario nacido en 1978 ha proporcionado un auténtico avance para la consolidación de la continuidad parlamentaria es que se han superado incluso circunstancias de extraordinaria gravedad, como los recurrentes atentados de ETA en período electoral, el asesinato del diputado Muguruza la noche anterior a la instalación de las Cámaras o el atentado de 11 de marzo de 2004, tras el que algunos llegaron a insinuar con malevolencia que el Gobierno iba a suspender las elecciones.
Dicho esto, no puedo concluir este texto sin mencionar dos nuevas situaciones que se han producido estos últimos años y que, cuestionando el principio de continuidad, han venido a la postre a ratificar la relevancia y la irrenunciabilidad de este.
a)La primera, la situación de larga interinidad que se está generando por la duración de los períodos de investidura, que, además, al menos en dos casos hasta hoy (2016 y 2019), han venido seguidos de repetición de elecciones y del consiguiente segundo período de investidura igualmente de larga duración. Aunque en estos períodos tan delicados ha funcionado constitucionalmente el principio de continuidad, se ha prolongado, sin embargo, una muy infructuosa paralización parlamentaria durante meses, generando renovadas dudas sobre lo que pueden hacer las Diputaciones Permanentes, y, todavía más, sobre lo que pueden hacer unas Cortes electas, plenamente legitimadas para actuar, mientras no se consuma la investidura y el saliente Gobierno en funciones mantiene una prolongada permanencia.
Como es conocido, en 2016 la situación desembocó en un conflicto de competencias que el Congreso planteó ante el Tribunal Constitucional frente a la negativa del Gobierno en funciones a someterse a control. La STC 124/2018, de 14 de noviembre, como era de esperar, dejó claro que el Parlamento no estaba en funciones, sino con plena capacidad para ejercer estas, incluido el control del Gobierno en funciones, con las lógicas modulaciones ante las limitaciones de este último. En definitiva, proclamando también en este tipo de períodos el principio de continuidad parlamentaria.
Aunque, llamativamente, en el inicio de la actual Legislatura XV se ha repetido una paralización parlamentaria que no se corresponde con lo resuelto por el Tribunal Constitucional.
b)La segunda circunstancia extraordinaria ha sido el “cierre” de actividad de las Cámaras (o suspensiones de plazos) y el mantenimiento luego de un prolongado tiempo de actividad reducida (“reducción del ritmo de actividad”, “actividad de mínimos”, “perfil bajo”, “desempeño débil” del control…) como consecuencia de la pandemia originada por la covid-19. Todo ello en el marco de sucesivas prórrogas del estado de alarma.
Obviamente no puedo extenderme aquí en la descripción y enjuiciamiento de las muy variadas soluciones con las que las Cortes y los Parlamentos autonómicos trataron de dar respuesta a la insólita y extremadamente compleja crisis institucional generada por la pandemia. Es bien sabido que tanto la opinión experta como la opinión pública han juzgado muy mayoritariamente con dureza el cierre inicial del parlamento y la ralentización posterior de sus trabajos durante meses (por no hablar del papel asignado a las Cortes en la declaración y sucesivas prórrogas del estado de alarma).
Lo que me interesa destacar ahora, a los efectos del tema que nos ocupa, es que lo ocurrido deja el rotundo mensaje de que en la actualidad no se admite otra cosa que el principio de continuidad parlamentaria. A mantener contra viento y marea. Hasta en las circunstancias más extremas.
Lo evidencia, en primer lugar, y sin perjuicio de graves errores y carencias, el espectacular despliegue de esfuerzos de la más diversa naturaleza de los parlamentos para intentar afrontar la situación: reuniones telemáticas de Mesas y también de portavoces, reuniones telemáticas de las comisiones o sus mesas, reuniones plenarias mixtas con asistencia reducida, delegaciones de voto o voto telemático, comparecencias gubernamentales ante la diputación permanente en parlamentos disueltos, activación contra legem de Diputaciones permanentes fuera de los períodos reglamentarios, etc.[32].
Y lo certifican también, y muy principalmente, las razones que han llevado al Tribunal Constitucional, en su STC 168/2021, de 5 de octubre de 2021, a estimar el recurso de amparo presentado contra la decisión del Congreso de suspender de facto la actividad al inicio de la extensión de la pandemia, dejando sentado no solo que los estados excepcionales previstos en el art. 116 CE no amparan una falta de continuidad de las Cortes, sino que, justamente al contrario, es durante esas “circunstancias extraordinarias que hagan imposible el mantenimiento de la normalidad” cuando esa continuidad se hace especialmente relevante e irrenunciable. Con fundamentos como los siguientes:
▪“Durante la vigencia de alguno de los tres estados, el de alarma en nuestro caso, no se puede interrumpir el funcionamiento de las Cortes Generales, así como el de los demás poderes constitucionales del Estado, ni tampoco disolver el Congreso de los Diputados, quedando automáticamente convocadas las Cámaras si no estuvieran en período de sesiones, y asumiendo las competencias del Congreso de los Diputados su Diputación Permanente si estuviera disuelto o expirado su mandato”.
▪“Cuando el desenvolvimiento ordinario del Estado de Derecho se ve alterado, a la par que condicionado en el funcionamiento de sus órganos e instituciones, por determinadas situaciones extraordinarias, el art. 116 CE y la LOAES conforman un régimen jurídico que busca el equilibrio entre la necesidad de hacer frente a la situación extraordinaria que determina la declaración de alguno de aquellos estados y la exigencia del respeto al propio Estado de Derecho, a la preservación de sus órganos e instituciones y a los derechos fundamentales, libertades y garantías de los ciudadanos”.
▪“Recae sobre aquella institución parlamentaria el deber constitucional de asumir en exclusiva la exigencia de responsabilidad al Gobierno por su gestión política en esos períodos de tiempo excepcionales, con más intensidad y fuerza que en el tiempo de funcionamiento ordinario del sistema constitucional […]. No puede quedar, pues, paralizada o suspendida, ni siquiera transitoriamente, una de las funciones esenciales del Poder Legislativo como es la del ‘control político’ de los actos del Gobierno […] ni siquiera por propia iniciativa de alguno de sus órganos internos, pues el Congreso de los Diputados ostenta una responsabilidad exclusiva para con el diseño constitucional del Estado de Derecho, que le obliga a estar permanentemente atento a los avatares que conlleve la aplicación del régimen jurídico excepcional que comporta la vigencia y aplicación de alguno de aquellos estados declarados”.
Con este marco, concluyo que solo cabe demandar para el futuro que se articulen cuanto antes medidas claras y sólidas por si lo excepcional vuelve a suceder, sabiendo que ya no cabe otra respuesta constitucional que la continuidad e incluso el incremento de actividad de las Cortes en semejante escenario. No solo con reformas de los Reglamentos parlamentarios y de la legislación de estados excepcionales. También con acopio de medios para que las tecnologías contribuyan a hacer efectiva la continuidad institucional en las circunstancias más excepcionales e incluso –es imposible no admitirlo a estas alturas– hasta en los períodos de normalidad, en los que se están generando ya, como hemos visto, nuevos comportamientos.
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[1] Me remito a mi libro El Parlamento moderno. Importancia, descrédito y cambio (2017).
[2] “La continuidad del parlamento como principio constitucional fundamental, consolidado y expansivo” es el título del trabajo que publiqué en el vol. col. España constitucional (1978-2018). Trayectorias y perspectivas (Pendás et al., 2018). Trabajo del que el presente texto es una profunda reelaboración y actualización, que tiene particularmente en cuenta las circunstancias tan especiales que se han producido desde la legislatura XII hasta la recientemente finalizada Legislatura XIV.
[3] Continuidad que, como ha explicado Lavilla Rubira (1998), se fundamenta en la continuidad del Estado a través de la continuidad de sus órganos constitucionales, en la inconveniencia de que el pueblo se vea privado de su cauce de representación, y en el principio de equilibrio de poderes.
[4] La continuidad de los parlamentos aparece como una conquista más en las primeras constituciones, consagrada en la norteamericana (art. 1.4.2: “[…] el Congreso se reunirá una vez al año, y esta reunión será el primer lunes de diciembre, a no ser que por ley se fije otro día”; artículo heredero del funcionamiento del Parlamento británico), o la francesa de 1791 (art. 1 del cap. I del título III: “[…] la Asamblea Nacional que forma el Cuerpo Legislativo es permanente”).
[5] Tomo el elocuente término de Bayón y Chacón (El derecho de disolución del parlamento, 1935) para resumir el destino de las Cortes durante los entierros de la democracia en España mediante golpes, guerras, pronunciamientos, cambios de regímenes, períodos de dictadura, etc.
[6] Arts. 24 del Estatuto de 1834, 26 de la Constitución de 1837, 26 de la Constitución de 1845, 42 de la Constitución de 1869 y 32 de la Constitución de 1876.
[7] En el Estatuto Real solo en los supuestos de los arts. 27 y ss.
[8] En las constituciones de 1837 (art. 26), 1845 (art. 26), 1869 (art. 72, que se refería a “la convocatoria de las Cortes para dentro de tres meses”) y 1876 (art. 32, que precisaba “convocar y reunir”). La excepción en este punto fue el Estatuto de 1834, que atrasaba la reunión de las nuevas Cortes a “antes del término de un año”.
[9] Como ha explicado Cabrera Calvo-Sotelo (1998), incluso bajo la Constitución de 1869 los tres partidos que respaldaban la monarquía de Amadeo resolvieron su incapacidad para formar mayorías parlamentarias y gobiernos estables convocando sucesivas elecciones. Entre abril de 1871 y septiembre de 1872 se celebraron tres elecciones y “la apuesta constitucional por la primacía parlamentaria se vio ensombrecida por el abuso gubernamental de la prerrogativa regia para disolver el Parlamento”.
[10] La larga lista de disoluciones ilegales de nuestra historia parlamentaria es una galería de los horrores constitucionales. Un cumplido resumen puede verse en el citado libro de Bayón y Chacón. También en Rico y Amat, quien en su Historia política y parlamentaria de España (Madrid, 1860-61) clamaba contra los abusos: “[…] si las prácticas parlamentarias no han de observarse, si el poder ejecutivo ha de disolver siempre las Cortes que le sean contrarias, ¿a qué promulgar Códigos constitucionales?”. El propio constituyente reconoció pronto la necesidad de protegerse contra el incumplimiento de sus propios mandatos, como hizo la Constitución de 1837, con un ar. 27 del siguiente tenor: “Si el Rey dejare de reunir algún año las Cortes antes del 1.º de Diciembre, se juntarán precisamente en este día, y en el caso de que aquel mismo año concluya el encargo de los Diputados se empezarán las elecciones el primer domingo de octubre para hacer nuevos nombramientos”.
[11] Como es bien conocido, en la historia parlamentaria española, la constitución definitiva venía precedida de unas juntas preparatorias, una sesión de apertura y una constitución interina, que elegía una Mesa interina y nombraba unas comisiones de actas para elevar dictamen al Pleno sobre la limpieza de estas. Por ejemplo, en la Restauración, el examen de actas podía durar más de un mes, a pesar de ser una intervención ya mermada después de que la Ley Electoral de 1907 atribuyese al Tribunal Supremo su examen y propuesta. Una vez proclamados 200 diputados, se procedía finalmente a la constitución definitiva. Lo cierto es que más de una vez hubo crisis de Gobierno antes de que la Cámara pudiera constituirse.
[12] La Mesa de la Diputación Permanente del Congreso desestimó el 9 de febrero de 2004 la solicitud de comparecencia del expresidente Aznar formulada por catorce diputados socialistas. Solicitaron estos a continuación la reconsideración de la inadmisión, lo que la Mesa rechazó el 11 de febrero. Y tres de ellos acudieron en amparo al Tribunal Constitucional, que inadmitió el recurso en su Sentencia 98/2009, de 27 de abril de 2009, pero sin entrar en el fondo, al apreciar falta de legitimación, considerando que “la agrupación ocasional de Diputados que exige el art. 56.4 RCD para poder solicitar formalmente la convocatoria de la Diputación Permanente es la única parte procesal que puede impugnar la correspondiente decisión de la Mesa, sin que pueda hacerlo, en su lugar, un grupo distinto o inferior de parlamentarios, aunque estos formen parte de la agrupación de Diputados solicitante o, incluso también, aunque juntamente con otros nuevos Diputados alcancen la proporción”.
[13] La Mesa de la Diputación del Congreso ha llegado a reconocer que la función de “velar por los poderes […] solo podría traducirse en el ejercicio de competencias concretas, distintas de la función ordinaria de control al Gobierno, cuando se tratase de supuestos de especial gravedad y urgencia, en la medida en que, para garantizar la supervivencia misma del Estado y salvaguardar los principios fundamentales de la estructura del ordenamiento estatal, fuese necesaria la intervención de las Cámaras, por no estar prevista otra solución que la intervención de las mismas, […] una gravedad y urgencia objetivas, de forma que la intervención de la Diputación Permanente fuese necesaria para salvaguardar los poderes de las Cámaras en cuanto institución y no el eventual ejercicio de la facultad de control de una Cámara”. Este y otros interesantes precedentes pueden verse en Peña Jiménez (2018).
[14] Como en diciembre de 1984, cuando el presidente propuso al Pleno –y este acordó– celebrar en enero sesión extraordinaria de la Comisión de Investigación sobre Catástrofes Aéreas y también de la Ponencia que estaba estudiando el Proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial.
[15] Solo en una ocasión, y sin que se sepa muy bien la razón, se ha celebrado una sesión de la Diputación del Congreso entre períodos de sesiones para sustanciar directamente la comparecencia de un presidente del Gobierno. Ocurrió el 11 de julio de 1985, con la comparecencia a petición propia del presidente González para explicar un cambio ministerial. En el Diario de Sesiones se refleja la perplejidad de casi todos, incluido el compareciente, por el hecho de que la comparecencia no hubiese tenido lugar, como era debido, en sesión extraordinaria del Pleno.
[16] Ya tempranamente en Astarloa Huarte-Mendicoa (1985).
[17] Previamente, un informe de la Secretaría General del Congreso de 8 de marzo de 2019, solicitado por la Mesa tras la XII Legislatura, había concluido su criterio favorable a la tramitación como proyectos de ley de los decretos leyes convalidados por la Diputación Permanente, primando una interpretación literal (recuérdense el artículo 151.5 y el ya comentado “todas” del art. 57 RCD) sobre la interpretación sistemática y lógica.
[18] En esas primeras Mesas de cierre se califican también los asuntos ingresados entre la última Mesa anterior y la entrada en vigor de la disolución, admitiéndolos o inadmitiéndolos para, a continuación, declarar su caducidad, su traslado a la siguiente legislatura, o una simple toma de conocimiento.
[19] Tras la reciente disolución de junio de 2023, se han trasladado también a la siguiente legislatura dos asuntos “veteranos”, especialmente conflictivos: la solicitud del CGPJ de renovación de sus miembros, dirigida a Congreso y Senado, y la solicitud del Tribunal Constitucional, dirigida al Senado, para la cobertura de una vacante.
[20] Las relaciones correspondientes a la reciente disolución de la Legislatura XIV pueden verse en los boletines del Congreso (serie D, núm. 637, de 16 de junio de 2023), del Senado (núm. 508, de 19 de junio de 2023) y de la Sección de Cortes Generales para los asuntos comunes (serie A, núm. 318, de 16 de junio de 2023).
[21] Además, a partir de la fecha de las elecciones y hasta la sesión constitutiva, el Registro es doble, porque se abre nuevo libro de Registro a partir de la presentación de las credenciales expedidas a los nuevos parlamentarios por las juntas electorales. Salvo estas, todos los asuntos que han tenido entrada durante la disolución y hasta el día de la constitución de las nuevas Cámaras deben estar calificados e incluidos en la dación de cuentas de las Diputaciones Permanentes a las nuevas cámaras.
[22] La Mesa del Congreso (de la legislatura saliente, no todavía la de la Diputación) acordó el 22 de abril de 1986, según consta en la correspondiente dación de cuentas, “comunicar al Tribunal Supremo la suspensión del procedimiento sobre concesión de la autorización solicitada por la autoridad judicial para proceder contra […], cuyos suplicatorios se habían presentado, respectivamente, los días 4 y 31 de marzo de 1986. Al establecer el Reglamento del Congreso de los Diputados que el pronunciamiento de la Cámara ha de recaer en el plazo de 60 días naturales, computados durante el período de sesiones, a partir del día siguiente al del recibo del suplicatorio (art. 14.2), vencen los correspondientes plazos los días 11 de septiembre y 8 de octubre próximos”.
[23] En la reciente disolución de la Legislatura XIV, por ejemplo, la Mesa de la Diputación del Congreso ha acordado la personación en el recurso de amparo presentado por un grupo contra resoluciones de la Mesa en la tramitación de la Proposición de Ley Orgánica de modificación de la LOPJ. En 1989, el presidente del Senado, por delegación, remitió al Tribunal Constitucional el escrito presentado por un senador en relación con la interrupción del plazo de tres meses para interponer recurso de inconstitucionalidad una vez disueltas las Cámaras y, en relación con ello, su grupo parlamentario presentó luego, el 8 de junio de 1990, una proposición de ley de modificación de la LOTC, con el siguiente artículo: “[…] en caso de disolución de una Cámara o de las Cortes Generales, el plazo al que se refiere el apartado anterior será de noventa días naturales; el cómputo quedará interrumpido el mismo día en que entre en vigor el Real Decreto de disolución y se reanudará al siguiente de aquél en que la Cámara o Cámaras elegidas queden constituidas con arreglo a las disposiciones de su Reglamento”.
[24] La Mesa de la Diputación Permanente acordó el 10 de mayo de 2016 plantear el conflicto constitucional ante la negativa del Gobierno en funciones a aceptar el control parlamentario. El Pleno del Congreso lo había acordado el 6 de abril y el acuerdo de la Diputación se produce, ya en tiempo de disolución, tras rechazar el Gobierno el pertinente requerimiento.
[25] No puedo extenderme en el detalle de las numerosas decisiones, pero, como las actas de la Mesa de la Diputación del Senado se reproducen en la página web de esa Cámara, a ellas remito al lector que quiera hacerse una idea del tipo de asuntos que se tratan. De legislaturas anteriores, y como simple botón de muestra, puedo mencionar acuerdos tan diversos como la preselección de los proyectos para la ampliación del edificio del Congreso (1986), o la aprobación del formato para la declaración de bienes e intereses de los parlamentarios (1993). De la reciente disolución de la XIV destacaría, por ejemplo, la aprobación en el Senado de la norma reguladora del sistema interno de información del Senado o la autorización por ambas Cámaras del gasto a un miembro de la Delegación en la Asamblea de la OSCE para promover con una recepción su candidatura a la presidencia en la próxima reunión en Canadá.
[26] Desde enero de 2000, con la fórmula “delegar en la Presidencia de la Cámara el ejercicio de la competencia para conocer de los asuntos que pudiesen suscitarse hasta la fecha de la constitución de la nueva Cámara, sin perjuicio de las reuniones que la Mesa de la Diputación Permanente pudiese celebrar hasta entonces, así como la gestión ordinaria de los asuntos de régimen interior y el ejercicio de la competencia para la tramitación y resolución de los expedientes económicos, hasta la fecha señalada, sin perjuicio de la posibilidad de que la Presidencia sometiese a la Mesa de la Diputación Permanente las cuestiones que estimase pertinentes”.
[27] Hay precedentes en varias legislaturas. También en la reciente disolución de la Legislatura XIV, en la que la Mesa ha inadmitido en el Congreso dos solicitudes de reunión de la Diputación para la comparecencia de los ministros de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación y de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana para informar sobre los fallecidos en una patera. El acuerdo dice literalmente “inadmitir a trámite por exceder el objeto de la solicitud de las competencias propias de la Diputación Permanente en periodo de disolución de la Cámara, conforme a lo dispuesto en los artículos 78 de la Constitución y 57 del Reglamento, así como los precedentes”. También se han inadmitido solicitudes de comparecencia de la directora de la Agencia de Protección de Datos y del presidente del Consejo de la Transparencia y Buen Gobierno.
[28] Anteriormente, los acuerdos de las Mesas tras la disolución señalaban que los parlamentarios que no formasen parte de la Diputación Permanente debían percibir la asignación económica que les corresponda –hasta el día en que han cesado en su condición–, así como que se les abonasen dos sextos de la paga extraordinaria correspondiente.
[29] Hoy, obviamente, la indemnización de transición solo se percibe si no se opta por cualquier otra retribución con cargo a los presupuestos de las Administraciones públicas, de los entes, organismos y empresas de ellos dependientes, o con cargo a los de los órganos constitucionales o que resulte de la aplicación de arancel, así como con cualquier retribución que provenga de una actividad privada, con excepción de las previstas en la Ley 3/2015, de 30 de marzo, del ejercicio de alto cargos de la AGE, así como con la percepción de la pensión de jubilación o retiro por derechos pasivos o por cualquier régimen de Seguridad Social público y obligatorio. A efectos de optar hay un plazo de quince días hábiles desde la disolución.
[30] Como ejemplo, una proposición de ley de los grupos GS, IU, PNV y Mixto en el Congreso (BOCG, serie B- 246, de 31 de mayo de 2002), que planteó hace más de veinte años que la Diputación Permanente pudiese ejercer la función de control del Gobierno entre períodos de sesiones (no, por cierto, una vez disueltas las Cámaras), aunque sin especificar qué iniciativas (preguntas, interpelaciones, comparecencias, proposiciones no de ley, mociones…) podían ser objeto de tramitación, ni con qué procedimiento.
[31] El derecho comparado proporciona modelos diferentes para atender circunstancias inaplazables. En unos casos se prevé la “resurrección” de la Cámara anterior (lo que Lavilla Rubira, en op. cit., ha llamado disolución con condición resolutoria), para casos tan diversos como la muerte del Rey (Bélgica), el uso de facultades extraordinarias por el presidente de la República (Francia) o el citado incumplimiento de celebrar las elecciones en plazo (nuestra Constitución de 1931). En otros países se ha recurrido a prorrogar la legislatura si subsisten circunstancias extraordinarias (Alemania, el Reino Unido, Italia…).
[32] Hay sobre este suceso, tan fértil en interpelaciones para el Derecho parlamentario, muchos y buenos trabajos que ponen de relieve cómo se han comportado presidencias, Mesas, juntas de portavoces, reuniones informales, Comisiones ad hoc o las propias Diputaciones Permanentes. Incluyendo reformas de Reglamentos, resoluciones presidenciales o acuerdos de presidentes o Mesas, e incluso el recurso extremo a decretos de suspensión de elecciones ya convocadas. Y con el añadido de la extensión en las Cámaras del uso de las tecnologías para celebrar telemáticamente reuniones y adoptar acuerdos. Por todos, remito al detallado trabajo de P. García-Escudero (2020).