ADEITASUN ETA EZTABAIDA PARLAMENTARIOA, PARLAMENTARISMOAREN SINBOLO GISA: IKUSPEGI BAT ERAKUNDE PARLAMENTARIOTIK
PARLIAMENTARY COURTESY AND DELIBERATION AS A SYMBOL OF PARLIAMENT: A VIEW FROM THE PARLIAMENTARY INSTITUTION
María Rosa Ripollés Serrano
Cortes Generales
https://orcid.org/0000-0001-7492-4992
Recepción del artículo: 08.04.2025. Evaluación: 05.07.2025 y 21.07.2025. Última versión aprobada: 09.09.2025
Cómo citar: Ripollés Serrano, María Rosa (2025). Cortesía y deliberación parlamentaria como símbolo del parlamentarismo: una visión desde la institución parlamentaria. Legebiltzarreko Aldizkaria - LEGAL - Revista del Parlamento Vasco, 6
https://doi.org/10.47984/legal.2025.005
RESUMEN
Los parlamentos son asambleas representativas en las que el debate plural precede a la adopción de acuerdos. Siendo la pluralidad y las diferencias consustanciales, las reglas del debate, sustentadas sobre la cortesía, son inseparables de la actividad parlamentaria. En otras palabras, el pluralismo reclama una deliberación basada en la cortesía, como condición que legitima el contraste de opiniones, luego la cortesía es requisito del valor pluralismo. La cortesía es norma de Derecho parlamentario más que un mero uso social, y el ordenamiento parlamentario así lo contempla, al regular las contravenciones a la cortesía en el Derecho parlamentario sancionador.
PALABRAS CLAVE
Cortesía, oratoria, discurso, debate parlamentario, derecho parlamentario sancionador.
LABURPENA
Parlamentuak ordezkaritza-batzarrak dira eta, bertan, eztabaida plurala gauzatzen da erabakiak hartu aurretik. Pluraltasuna eta desberdintasunak elkarrekiko berezkoak direnez, eztabaidaren arauak, adeitasunean oinarrituak, ezin daitezke jarduera parlamentariotik bereizi. Bestela esanda, pluralismoak beharrezko du adeitasunean oinarritutako eztabaida, hori ezinbesteko baldintza baita iritzien kontrastea zilegiztatzeko, eta, beraz, adeitasuna pluralismoaren balioaren baldintza da. Adeitasuna zuzenbide parlamentarioko araua da, ez soilik erabilera sozial hutsa, eta ordenamendu parlamentarioak hala jasotzen du, zuzenbide parlamentario zehatzailean araututa baitaude adeitasunaren urraketak.
GAKO-HITZAK
Adeitasuna, oratoria, diskurtsoa, eztabaida parlamentarioa, zuzenbide parlamentario zehatzailea.
ABSTRACT
Parliaments are representative assemblies where plural debate precedes the adoption of agreements; since plurality and differences are inherent to parliament, the rules of debate based on courtesy are inseparable from the nature and activity on parliamentary business. In other words, pluralism calls for deliberation based on courtesy, as a condition that legitimizes the contrast of opinions, therefore, politeness is a requirement of pluralism value.
KEYWORDS
Courtesy, oratory, public speaking, parliamentary debate, parliamentary sanctioning law.
SUMARIO
I.INTRODUCCIÓN.
II.CORTESÍA, ORATORIA, DELIBERACIÓN. PARLAMENTO Y DEMOCRACIA. 1. Cortesía. 2. Oratoria. 3. Elocuencia. 4. El discurso parlamentario. 5. La deliberación, el debate parlamentario. 6. Parlamento y democracia.
III.EL REGLAMENTO PARLAMENTARIO SOBRE ESTAS MATERIAS. 1. Cortesía. 2. Oratoria y elocuencia. 3. El discurso y otras intervenciones parlamentarias. 4. Los debates o deliberaciones. 5. La adopción de acuerdos.
BIBLIOGRAFÍA.
I. INTRODUCCIÓN
En el prólogo de Francisco Ayala al libro de Cazorla La oratoria parlamentaria (Cazorla, 1985) se refiere a diversos oradores en las Cortes españolas de la Segunda República y, evocando sus figuras, nos comenta el estilo de algunos de ellos; así, por ejemplo, respecto del contraste entre la oratoria de Niceto Alcalá Zamora y la de Manuel Azaña, del primero dice Ayala:
“Era un orador de la ya en esas calendas vieja escuela de una tradición decimonónica en la que para ponderar la alta calidad de un discurso era indefectible calificarlo de castelarino. Su inagotable abundancia verbal halagaba los oídos con la fácil música de bien urdidas frases cuyos resabios abogadescos se disimulaban bajo el florido adorno de una imaginería brillante. Azaña era un escritor […] que ha preparado su discurso con determinado tema y para determinada ocasión, y lo declama siguiendo –digamos– las Instituciones de Quintiliano”[1].
Y, continuaba Ayala: “La oratoria de Azaña era de inigualable eficacia, se expresaba con serena sobriedad usando frases de corrección elegante matizadas por algún que otro giro casticista, al servicio de una lógica estricta. El efecto era de fascinado encanto”.
No solo compara Ayala a estos dos parlamentarios, sino que también nos habla de otros de la época, y así, de Unamuno nos cuenta que pronunciaba “discursos memorables, acostumbrado como estaba a hablar sin cansancio ante sus contertulios o en un auditorio”; mientras que respecto a Indalecio Prieto alude a “su contundente arrebato pasional” que dejaba al oyente “como tras una paliza”; pero quien casi alcanzaba el paroxismo oratorio –sostiene– era Lerroux, cuya oratoria “estaba marcado por notas histriónicas sentimentales capaces de conmover a mucha gente”.
La larga cita de la opinión de Ayala, buen conocedor de la materia pues no en balde era en aquella época de la que habla letrado de las Cortes en activo, obedece a que nos sitúa ante lo que creo que constituye el primer acercamiento a esta materia: el tono, y la forma del discurso parlamentario, la retórica o capacidad de convencer y persuadir con el uso de la palabra, arte sustentado sobre los tres elementos aristotélicos clásicos: ethos (auctoritas del emisor del mensaje), pathos (sentimientos o empatía del receptor del mensaje) y logos (argumentación del mensaje).
Si este sería, pues, el primer objeto de tratamiento en este trabajo, evidentemente no es el único, porque sería desconocer la realidad no tener en cuenta aquellas célebres y clásicas funciones del orador apuntadas por Cicerón en su obra El orador[2]: “Sutil en el probar, templado en el deleitar, vehemente en el persuadir, aquí está toda la fuerza del orador” (Cicerón, s.f.: 36), siendo el mejor aquel que, para Cicerón, sea capaz de conjugar y emplear según convenga en cada momento tales elementos.
Y este extremo nos conduce a otro de los aspectos a tratar cual es la idoneidad que el mismo Cicerón contemplaba sobre la base de la sabiduría, al decir: “[…] el fundamento de la elocuencia es la sabiduría, entendida como conveniencia”, pues “así en la vida como en el discurso, nada es más difícil que atinar con lo que conviene. Llaman a esto los griegos Prepon, nosotros podemos llamarlo decoro […] y siempre, y en toda parte del discurso, ha de guardarse el decoro de la persona que habla y de los que oyen”.
Pero es que hablar de decoro en los términos ciceronianos no es algo arcaizante, pues la expresión nos traslada directamente al artículo 103 del RCD que dispone: “Los Diputados y los oradores serán llamados al orden: 1º Cuando profirieren palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de la Cámara o de sus miembros, de las Instituciones del Estado o de cualquiera otra persona o entidad”. Y lo propio hace el RS en el art. 101.1.a.
Véase, pues, en esta secuencia cómo se pasa del discurso, de la retórica, a la conveniencia o idoneidad y, de ahí al decoro, como parte de una norma del Reglamento parlamentario, de lo que se infiere la conexión que da título a este trabajo: cortesía y deliberación como símbolo del parlamentarismo, cuya pretensión es trasladar la convicción de que la forma en el ámbito parlamentario es fondo o dicho con palabras de un filósofo moderno –Habermas– al que me parece idóneo recurrir en esta materia, en el ámbito parlamentario se da una legitimación por el procedimiento que implica que las formas positivizadas en los reglamentos parlamentarios sustentan la propia legitimación del mismo sistema parlamentario en tanto son expresión de garantía de la representación y de la actuación y decisión propias de la misma.
Y, si esto es así, como creo, es un error conceptual, además de un dislate político, considerar que el respeto a las formas responde solo a viejas concepciones del Parlamento, a otros tiempos ya pasados y que el Parlamento actual debe estar más en línea con las formas más informales de la calle, valga el juego de palabras, confundiendo lo popular con lo populachero, usando un lenguaje vulgar, con interjecciones, palabras gruesas o formas de manifestación, aparentemente espontáneas, como el griterío, el “¡y tú más!”, el gesto chabacano, las palabras como puñales, o los calificativos descalificadores. Porque todo eso, además de basarse en una concepción de lo popular negativa, es menosprecio del sistema parlamentario, confusión de lo popular con un falso populismo.
La cuestión es la siguiente: ¿por qué, si ni siquiera los novísimos que accedieron al Parlamento español hacia 2016 cayeron, por regla general, en este mal uso del Parlamento? Y, sin embargo, ¿por qué desde hace unos diez años el Parlamento ha ido deslizándose por estas manifestaciones no ya por parte de los grupos minoritarios, sino por los mayoritarios? Y se me ocurren diversas explicaciones de las que la que me resulta más creíble es que ante la creciente dualización de la vida parlamentaria –y política, añado– es menester manifestar un dualismo más allá del que verdaderamente existe, como un recurso movilizador de la ciudadanía; cuando no es descabellado pensar que lo que provoca es el efecto contrario: desafección hacia todos los sujetos políticos salvo por parte de los más entregados a unos u otros.
Esto no significa desconocer que en toda asamblea de representantes puede haber momentos de crispación; es más, si siguen con cierta asiduidad a las sesiones de parlamentos clásicos –el question time en Comunes, por ejemplo–, es fácil ver cómo el acaloramiento del debate provoca intervenciones duras y gestos llamativos que hacen que el speaker se desgañite pidiendo: order!, order!
Ahora bien, distinto de esos concretos momentos de crispación es la crispación como medio ambiente y el enfrentamiento como regla, que nos puede llevar a la tentación de pensar: “¡Si es que no hay manera, al final vamos a ser distintos, efectivamente!”; y yo me niego a pensar que somos distintos e incapaces de tener una vida parlamentaria –y política, añado– normalizada, y de ahí la preocupación por, cada cual con nuestros medios, salir al paso de tan funesta circunstancia.
Y como para poner fin a una circunstancia negativa hay que tener claro qué elementos han propiciado llegar a esa situación, habrá que precisar de qué estamos hablando cuando nos referimos a cortesía, oratoria, deliberación, debates –y otros asuntos conexos– en el parlamentarismo democrático contemporáneo, y, a la vez, qué armas nos proporcionan los reglamentos parlamentarios para salir al paso de situaciones que obstaculizan la aplicación de estas reglas de convivencia parlamentaria.
II. CORTESÍA, ORATORIA, DELIBERACIÓN, PARLAMENTO Y DEMOCRACIA
Hablamos de conceptos que pueden ser polisémicos y que conviene precisar al objeto de este estudio. La primera aproximación es la lingüística que nos habla de cortesía, en la primera acepción, como “demostración o acto con que se manifiesta la atención, respeto o afecto que tiene alguien a otra persona”. Oratoria se vincula al arte de hablar con elocuencia. Deliberación figura como sinónimo de “reflexión, meditación, examen, análisis, debate, discusión”. Parlamento aparece como Cámara o asamblea legislativa; y democracia tiene como primera acepción la de “sistema político en el cual la soberanía reside en el pueblo, que la ejerce directamente o por medio de representantes”.
1. CORTESÍA
Técnicamente, la cortesía aparece como un deber de conducta de los diputados en el art. 16 RCD y como una facultad del presidente del Senado consistente en velar por la cortesía parlamentaria en el artículo 37.9 del RS.
Los reglamentos de los parlamentos autonómicos, como es bien conocido, adoptados siguiendo el RCD, sistemáticamente recogen la cortesía como parte de los deberes de los parlamentarios y parlamentarias. Así figura, por ejemplo, en el Reglamento del Parlamento Vasco –art. 18–; en el de Andalucía –art. 19–; de Canarias –art. 21–; de las Cortes Valencianas –art. 19–; de las Cortes de Castilla y León –art. 13–; de la Junta General del Principado de Asturias –art. 21–; o de las Cortes de Castilla-La Mancha –art. 19–.
Parca regulación, pues, la de los reglamentos parlamentarios, que si bien todos ellos recogen la obligación de observar (como dice con buena técnica la expresión del Reglamento de las Cortes Valencianas) o respetar la cortesía, como figura en la mayoría, dan por obvio el contenido de este respeto u observancia de la cortesía parlamentaria, hasta el punto de que no hay un concepto específico de cortesía, y tampoco un precepto sancionador específico para las faltas de cortesía, como sí lo hay para las faltas al orden (arts. 103, 104, 105, 106 y 107 RCD), o para las llamadas a la cuestión, o para las inasistencias no justificadas, o para el quebrantamiento del deber de secreto, o por portar armas dentro de recinto parlamentario, o para la contumacia por incumplimiento de los deberes de los diputados del art. 101, apartados 1, y 3, del RCD, o para el uso de la condición de parlamentario para actuaciones personales.
Tampoco el Código de Conducta de las Cortes Generales, de 1 de octubre de 2020, recoge expresamente las obligaciones derivadas de la observancia de la cortesía parlamentaria, pues se limita a enumerar los principios generales de la actuación de los parlamentarios que son, según cita el art. 2 de esta norma, la integridad, la transparencia, la diligencia, la honradez, la responsabilidad y el respeto, de cuya relación con la cortesía no cabe duda, pero cuya generalidad dificulta la aplicación ad casus, solo desarrollada en lo atinente al conflicto de intereses.
Lo que no significa que la noción de cortesía no pueda inferirse de aquellas conductas descorteses que, como alteraciones del orden, sí están contempladas en los reglamentos, y que la obligación de guardar la debida cortesía por los parlamentarios y parlamentarias deje de tener su exigibilidad y esté controlada mediante la facultad de dirigir y ordenar los debates, que incumbe a la Presidencia que, ante las faltas de atención, respeto o afecto, recurrirá a las llamadas a la cuestión, o al orden, o al tiempo, dependiendo del alcance y gravedad de la descortesía manifestada.
Téngase en cuenta, además, que, como señala Sánchez Gómez (2005: 999) por otra parte, “la cortesía verbal conlleva una forma de comportamiento regida por principios de racionalidad”, elemento que cobra especial valor cuando hablamos de foros competitivos, como son los parlamentos.
Así pues, la cortesía sería el género, cuyas especies parlamentarias serían la falta de atención tipificada por medio de llamadas a la cuestión o al orden, o la falta de respeto, positivizada como ofensas al decoro.
La falta de respeto al orador, la Cámara u otras instituciones del Estado, o a cualquier otra persona o entidad, es, pues, sinónimo de descortesía. Y un seguimiento de las sesiones del pleno o de comisiones –más en el primer caso, animados los parlamentarios y parlamentarias más contumaces por el mayor eco de las sesiones plenarias en medios– nos muestra múltiples ejemplos de esta actitud, a veces cercana incluso a la violencia verbal y al menosprecio más extremo; como lo es también la falta de atención que se produce cuando, por ejemplo, se hacen corrillos de comentarios o hay un murmullo general sostenido y a veces provocado en la Cámara, o se habla de viva voz con agresividad, burla o desprecio cuando hay un orador en el uso de la palabra, o se vierten comentarios cargados de sarcasmo.
Dos cuestiones resultan de esta consideración; la primera: ¿es faltar al decoro mencionar con nombres y apellidos a personas a las que se atribuyen conductas que encajarían en tipos penales o en ilícitos administrativos, en sede de órganos parlamentarios, en una sesión de de comisión o en una de pleno?
La cuestión es compleja porque, ciertamente, por una parte los parlamentarios y las parlamentarias están blindadas en su libertad de expresión por la inviolabilidad, así como los derechos recogidos en el art. 23 CE. Ahora bien, las sesiones de órganos parlamentarios, salvo las ponencias, tienen carácter público, sea por las publicaciones parlamentarias o por medio de los diarios de sesiones o por la transmisión a través de Internet o los canales parlamentarios; y, por otra parte, todos tenemos el derecho fundamental a la intimidad, vida privada y honor, y el derecho fundamental a la presunción de inocencia y al debido proceso, y alguna jurisprudencia constitucional apunta hacia ello, con matices, como las STC 133/2018, de 13 de diciembre, y la STC 77/2023, de 20 de junio.
Respecto de la primera de las sentencias citadas, en un completo trabajo Yolanda Gómez Lugo (2020) recoge el “salto cualitativo” del Tribunal Constitucional que, en la concepción subjetiva de los demandantes de amparo parlamentario ex art. 42 LOTC, se amplía hasta comprender “a particulares y funcionarios públicos cuyos derechos fundamentales puedan verse lesionados por actos parlamentarios carentes de valor de ley”, para objetivamente abarcar tanto el fundamento clásico del art. 23 CE como el derecho al honor del art. 18 CE (en alguna otra línea jurisprudencial la dimensión extraprocesal de la presunción de inocencia), item más, la lesión resultaría no solo de las sesiones sino también de las conclusiones contenidas en documentos, como el dictamen de comisión.
La misma autora (Gómez Lugo, 2025) vuelve sobre estos extremos en otro trabajo, respecto de la segunda de las sentencias citadas (STC 77/2023), donde, en cuanto al carácter directo de este amparo para particulares comparecientes ante una comisión de investigación, plantea la interesante cuestión de si la especial redacción del art. 70.5 del Reglamento de la Junta General del Principado de Asturias –que recoge la posible solicitud del compareciente a la Mesa de la Comisión, si considera violado alguno de sus derechos constitucionales, para que esta los garantice, refiriendo de manera explícita el derecho y causa por la que lo entiende vulnerado, y resolviendo con la Mesa– constituye un recurso interno que sería previo a la interposición del amparo que, de este modo, dejaría de tener el carácter directo indicado, llegando a la conclusión de que no es un recurso previo.
La realidad es que el mantenimiento del orden y el decoro en sesión corresponde al presidente o presidenta de la comisión, en ejercicio reflejo de esas facultades que se atribuyen a las presidencias en la Cámara; es pues, entiendo, pura aplicación ponderada y proporcional del Reglamento, que incluso prevé la posibilidad de que la Presidencia de la Cámara, oída la comisión, dicte las oportunas normas de procedimiento (art. 52.3 RCD), lo que ciertamente no es habitual. La norma asturiana es un refuerzo reglamentario garantista, no un recurso previo –en lo que coincido con Gómez Lugo–, cercana a aquellas expresiones de solicitud de amparo de la Presidencia como apelaciones para la activación de las facultades presidenciales, cuya apreciación compete a las presidencias.
Es más, en la medida en que el Reglamento de la Junta General se refiere solo a la situación de las personas comparecientes, dejaría fuera hipotéticas vulneraciones de derechos contenidas en dictámenes u otros documentos parlamentarios, con la consiguiente incongruencia de un supuesto recurso previo por vulneración durante la comparecencia y un recurso directo por vulneración en documentos parlamentarios.
La pregunta que surge como resultado de esta reflexión es: ¿sería, pues, posible plantear para cohonestar ambos elementos que la publicación de la sesión en los diarios de sesiones reglamentariamente solo recogiera las iniciales de los nombres citados en vez de nombres textuales; o, por medios técnicos, sustituir los nombres propios por alguna clase de recurso técnico que evitara su difusión en las retransmisiones? No ha sido así regularmente hasta el momento, pero no es asunto baladí reflexionar sobre estas opciones, sin duda, difíciles de aplicar. Sí se suele recoger solo iniciales en las actas de los servicios jurídicos, aunque no tengan el carácter público de los diarios de sesiones y las retransmisiones.
Los reglamentos incluyen reglas ad cautelam para restablecer el orden y la cortesía como la contemplada en el art. 104.3 RCD, que dispone que en el caso de llamadas al orden la Presidencia requerirá al diputado u orador para que retire las ofensas proferidas y ordenará que no consten en el diarios de sesiones, pudiendo causar la negativa a este requerimiento sucesivas llamadas al orden con los efectos previstos en el mismo artículo, esto es, retirada de la palabra, expulsión e incluso prohibición de asistir a la siguiente sesión; o, si incurriera en desorden grave con su conducta, de obra o de palabra, la suspensión de la condición de diputado o diputada de un mes o más, en los términos del art. 106 RCD.
La segunda cuestión sería considerar si la descortesía se manifiesta solo por pronunciar palabras contra el decoro o también por actitudes o actuaciones; caso de un parlamentario o parlamentaria que pone pegatinas ofensivas para el oponente en la tapa de un ordenador o una tablet o exhibe letreros de rechazo a personas o instituciones, o el parlamentario o parlamentaria que luce una prenda con referencias más que discutibles para la persona oponente o aludida, o se expresa con gestos de manifiesto desafecto o desdén. En fin, hay manifestaciones variopintas e imaginativas que se utilizan como expresión de desacuerdo y, en realidad, las más de las veces son clara descortesía; parece, pues, claro que la descortesía puede manifestarse de palabra y obra, y así, además, lo recoge el propio art. 106 RCD al hablar de “conducta de obra o de palabra”.
En la función del mantenimiento de la cortesía parlamentaria tiene un papel muy importante la Presidencia de la Cámara o de la comisión, una de cuyas atribuciones reglamentarias es dirigir los debates y mantener el orden de los mismos. Pero esta facultad tradicional en materia de derecho parlamentario sancionador puede llegar a cuestionarse en el parlamentarismo actual sobre la base de una hipotética vulneración de los derechos de los parlamentarios y parlamentarias, e incluso causar un planteamiento jurisdiccional ante el Tribunal Constitucional por posible vulneración de los derechos fundamentales del art. 23 CE.
Sylvia Martí trata esto en un excelente artículo donde expone cómo en la aplicación del principio de legalidad a la disciplina parlamentaria, puesto que el principio de tipicidad como tal no existe, hay que considerar que este “se completa con la debida aplicación de los usos, costumbres y precedentes”, en línea con lo que se desprende de la STC 98/2016, de 25 de abril; mientras que respecto del requisito de previsibilidad de la sanción, el TC ha dicho que “el parlamentario no puede alegar desconocimiento de las reglas que forman parte del núcleo esencial de la función parlamentaria” (2018: 488 y ss.). Y la graduación de la sanción ya dijimos que se recoge en los reglamentos.
Y de nuevo volvemos a los clásicos en este punto, y es que, en ese difícil equilibrio entre derechos y deberes de los parlamentarios y parlamentarias, entre principio de legalidad y aplicación del principio de cortesía, juega un papel muy importante la Presidencia, y la Mesa, en caso de recurso de reconsideración de una decisión presidencial, órganos que, además de la aplicación del Reglamento al caso mediante un juicio de proporcionalidad, también lo ejecutan con el particular peso de las respectivas presidencias.
Muchas presidencias actúan con precisión al distinguir que libertad de expresión del parlamentario o parlamentaria es evidentemente una prerrogativa parlamentaria, pero no un salvoconducto para no dejar títere con cabeza.
Lo que sí ha sufrido una transformación es el paso de una concepción cerrada de los interna corporis a una abierta que armoniza la prerrogativa constitucional de la autonomía parlamentaria y la inviolabilidad con los derechos fundamentales generales y los específicos de los parlamentarios y parlamentarias.
No voy a ir más allá aquí en esta materia, pero sí considero que esta nueva situación nos pone ante la conveniencia de reflexionar sobre el alcance de las prerrogativas parlamentarias a la luz del sometimiento de la ciudadanía y poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.
Lo que es evidente es que una sesión parlamentaria que discurre sobre un debate cortés y riguroso, lo que no significa que sea versallesca o empalagosa, es mucho más productiva, porque con respeto y cortesía se pueden expresar opiniones de alcance y efectuar crítica durísima, pero sin exacerbar los ánimos e inducir a la bronca, dificultando o impidiendo el debate.
Para terminar este punto, entiendo esencial vincular la observancia de la cortesía con el lugar del que estamos hablando, “un escenario de competición por el poder político” (Sánchez Gómez, 2005). Un parlamento es por esencia plural, como es la propia representación y como es la propia democracia representativa. Evidentemente, no sucede así en aquellos remedos de parlamento donde hay unanimidad, y, si existen diversos sujetos parlamentarios la divergencia es consustancial a la institución y, a la postre, si las diferencias forman parte de la esencia, la única forma de confrontarlas para poder entenderlas es mediante un debate cortés; lo contrario anula el valor plural y deliberativo del parlamento, y llevado hasta el extremo podría llegar a entorpecer el valor constitucional del pluralismo.
Por ello, no es arriesgado sostener que la cortesía como método es uno de los elementos legitimadores de las funciones parlamentarias, y no una simple regla social de actuación. Los atentados contra la cortesía parlamentaria pueden llegar a constituir atentados contra el pluralismo, camuflados en manifestaciones de libertad de expresión y en la prerrogativa de inviolabilidad; y esa ponderación entre valores, prerrogativas y derechos, incumbe a las presidencias mediante la aplicación del principio de proporcionalidad sustentado en la Constitución y el Reglamento parlamentario.
2. ORATORIA
El parlamento es palabra y mucho más, pero la palabra está intrínsecamente unida a la institución, no en balde se ha destacado que en la cultura latina la denominación etimológicamente proviene de fablar, parlar. Y si decimos palabra, estamos aludiendo a la oratoria, porque el parlamento es palabra pública con pretensión de convencer, de persuadir, de confrontar ideas con carácter previo a adoptar decisiones.
Esta afirmación tiene varias derivadas como son: ¿es condición necesaria en el parlamentarismo actual la elocuencia de los parlamentarios?; en el siglo XX, y aún más en el XXI, ¿basta con poseer elocuencia o se requiere un nivel técnico e incluso especializado? Otra cuestión: ¿Quién decide las intervenciones de los parlamentarios?, ¿con qué tiempo y con qué alcance?, o ¿qué papel juega la imagen?
Respecto de la elocuencia, se puede decir que en los parlamentos del siglo XXI la elocuencia más que un requisito o un trampolín ha pasado a ser una cualidad. En el siglo XIX y en la primera mitad del XX era, como decía Lalouel (1841)[3], “el camino más directo y ancho para alcanzar los rangos, honores y dignidades”. A partir de la segunda mitad del siglo XX y en el XXI, es atributo no indispensable. Por lo mismo, la valía individual de los representantes y la capacidad de persuadir a otros parlamentarios se ha visto desplazada por el sistema mecánico de la voluntad de los grupos parlamentarios, y el ascenso político parece obedecer a mecanismos indefinidos que tienen más que ver con la política partidista y la lealtad y afinidad con el líder partidista y no solo con las cualidades del sujeto.
Lo cual no empece para que los propios miembros de las cámaras sean testigos y reconozcan al parlamentario capaz de enhebrar excelentes intervenciones de forma y fondo, como una especie de reconocimiento tácito al colega preciso, capaz y elocuente, sea o no de su entorno político y al margen de diferencias ideológicas o programáticas. Lo hemos visto en el debate general sobre seguridad celebrado en el pleno del Congreso el pasado 26 de marzo, donde con práctica unanimidad se rendía homenaje al colega buen parlamentario; y en otras muchas ocasiones, en que la despedida de un parlamentario suscitaba ese reconocimiento.
Otro factor a tener en cuenta respecto de este declive de la elocuencia es el tecnicismo que caracteriza a muchas materias que se debaten en el Parlamento, y es que aunque los debates se suelen trabar sobre aspectos generales, cuando el debate parlamentario versa sobre economía, o energía eléctrica, o estadística o medicina, siempre será de agradecer la elocuencia del orador, pero los datos son datos; y aunque pueda haber quien se exprese con mayor claridad conceptual y mayor precisión, en este caso lo elocuente equivale a lo preciso, al estado del arte.
Lo dicho nos traslada a otra de las cuestiones apuntadas antes: ¿basta con elocuencia para los parlamentarios o parlamentarias o se requiere un nivel técnico e incluso especializado?
No hay requisitos de formación o curriculum para ostentar la condición parlamentaria, solo vagamente en la Constitución prusiana de 1848 parece que se requería una cierta formación. Sin embargo, en el pasado, en el parlamento tradicional, la regla general era que contaban las cualidades del sujeto, y, entre ellas, sin duda, su elocuencia; sustituidas hoy por la fidelidad y lealtad al líder partidista, así como por la capacidad de integrar en la esfera del partido sectores sociales.
De lo que resulta que un nivel técnico en determinada disciplina puede ser un factor en la selección del personal político, o parlamentario, pero no es ni mucho menos el determinante, pues parece que cuenta más quien podría atraer sectores sociales potenciales votantes a la órbita del partido, o la idea de lealtad al partido.
Añádase otro factor muy importante: la creciente profesionalización de la actividad política, de modo que si nos centramos en el régimen de la Constitución de 1978, se observan dos etapas. Una primera, en que la selección parlamentaria respondía al modelo clásico de elocuencia, formación, importancia de la profesión ejercida, concepción de ejercicio temporal y vocacional de la actividad política de personas profesionalmente relevantes, como notas definitorias, más una que se abrió camino desde bien pronto: la imagen, entendida como atractivo mediático y social y empatía con el posible electorado. Mientras que, hacia la segunda década del siglo XXI, hay ya una tendencia hacia la profesionalización de la actividad política, de “vivir para el partido”, y, en algunos casos “vivir de la política del partido” como ya señalara Max Weber (1919). De los datos parlamentarios se desprende un cursus honorum bastante común de ONG, juventudes partidistas, personal asesor, representantes de la política local, autonómica, y estatal, y a ello se añaden otros factores como el reparto por género o, en gobiernos de coalición, el reparto por cuotas partidistas.
Dos breves observaciones a este respecto: la primera (tomada del propio Weber) se refiere a que la profesionalización puede ser hasta necesaria, máxime en la compleja política actual, pero tiene el límite de la responsabilidad del representante político; la segunda, propia, es que, si la actividad política es pura profesión, resulta muy difícil, a lo mejor no imposible, pero sí dificilísimo, sostener un fundamento ético de la política.
Se preguntaba antes sobre otro asunto conexo: ¿quién decide las intervenciones de los parlamentarios y parlamentarias? Y la respuesta es bien clara y nos conduce a otro de los puntales del cambio parlamentario contemporáneo: el grupo parlamentario, sujeto hegemónico del Parlamento actual; es que, como es bien conocido, prácticamente todas las iniciativas parlamentarias recaen con carácter compartido o exclusivo en los grupos parlamentarios; hasta las preguntas, que son actos parlamentarios individuales, requieren presentarse con la firma del portavoz.
Es más, se ha producido cierto sesgo consistente en que formulen la pregunta en comisión varios diputados o diputadas, de modo que se pueda defender en sesión por cualquiera de los firmantes, lo que transforma la pregunta de acto individual de control en acto de control de grupo parlamentario. Y algo parecido me temo que podría suceder con otras clases de intervenciones; y, si es eso es así, existe el riesgo de que la oratoria permanezca como forma, y más como arte declamatoria que otra cosa.
Está por ver la influencia que tiene en la oratoria, en el discurso y, a la postre, en los debates, la accesibilidad informática desde el escaño. El intercambio de información y datos que puede llegar a un orador vía online podría transformar la oratoria de facultad personal en actuación de equipos, otra manifestación más de lo evidente: como que el verdadero sujeto parlamentario, más que el parlamentario individual, es el grupo parlamentario.
Añádase a ello que existen sistemas de cupo para determinar la inclusión de iniciativas en Pleno y, tendencialmente, también en comisión, caso de las proposiciones no de ley, de modo que de nuevo estamos ante un cupo de grupos.
En fin, siempre se constata que al parlamentario o parlamentaria le queda el escudo del 67.2 CE que proscribe el mandato imperativo, pero ello conduce la actuación parlamentaria a escenarios extraordinarios de conflictividad y, desde luego, a resolución lejana en el tiempo, y, en casos extremos, al abandono del grupo y a la incorporación al Grupo Mixto, con todas las limitaciones derivadas de otro pacto entre grupos: el Pacto Antitransfuguismo.
Se ha dicho, y parece que es así, que estos planteamientos de rigor partidista y de extremo poder de los grupos parlamentarios son herederos del temor en la transición a que hubiera un sistema de partidos indisciplinado, y, a la postre, un parlamento caótico. No obstante, cabe una reflexión, y es si, a casi cincuenta años vista, no estaríamos ya en condiciones de pensar estas circunstancias, que, por otra parte, parecen ir a más, con su correlato de profundas contradicciones, como son que los grupos –asociaciones privadas– se financien casi exclusivamente con fondos públicos, o asuman la mayoría de las funciones parlamentarias –algunas con exclusividad–, caso de las enmiendas de totalidad o la presentación de proposiciones de ley. No es este el lugar para extenderse en este punto, pero sí mencionarlo por su incidencia en la oratoria, y los debates parlamentarios.
¿Con qué tiempo y con qué alcance intervienen los parlamentarios y parlamentarias? O lo que es lo mismo, ¿puede la elocuencia expresarse en pequeñas dosis? Mi percepción de esta cuestión es que el control de los tiempos de palabra es imprescindible en el parlamentarismo actual, porque son tantos los asuntos del orden del día y creciente el número de grupos parlamentarios que es menester una ajustada ordenación de tiempos; además, en cinco minutos, y no digamos diez, se puede ser tan preciso, claro y elocuente como premioso y reiterativo en una intervención de quince o veinte minutos.
Lo que ya es más discutible es que, en el caso de intervenciones parlamentarias de tres o cinco minutos, se pueda hablar de “discurso”, cuando, al margen de que sea elocuente y tenga eficacia parlamentaria, son más bien acotaciones o apostillas o breves turnos de fijación de posición o réplica.
3. ELOCUENCIA
Se plantea otro extremo: ¿es posible hablar de elocuencia y oratoria cuando las intervenciones se traen escritas en su totalidad, y a veces hasta las réplicas? Aquí llegamos a uno de los vicios formales obvios del parlamentarismo actual, porque ya pueden decir los reglamentos que los discursos se pronunciarán de viva voz, pero lo que suele ser de viva voz es la lectura de lo que se trae escrito; y eso que este requisito no tiene la taxatividad de viejas regulaciones, como la del Reglamento del Estamento de Procuradores de 1834, que disponía que “no se podrá leer ningún discurso escrito”, o la actual disposición del art. 84.1 del RS que establece que “los discursos no podrán, en ningún caso, ser leídos, aunque será admisible la utilización de notas auxiliares”.
Y es que, en efecto, muy pocos escapan a leer sus discursos, sea en la tribuna o desde el escaño. Es verdad que tanto un lugar como el otro, sobre todo la tribuna, impacta al orador con aquello que un entrenador deportivo llamaba “miedo escénico”; el orador esta tensionado por hacer bien las cosas por responsabilidad, respecto de su grupo y por tratar de llegar a los demás y, a través de los medios, al público, pero está tan extendida la lectura que nunca se ha escuchado una llamada de la Presidencia a este respecto, y cuando habla un orador con el mero auxilio de un esquema y unas notas nos parece Demóstenes.
Y, sobre todo, lo que no deja de sorprender es cómo es posible que se traigan preparadas las réplicas y se lean sin más vinculación con el discurso del orador oponente, con a lo sumo alguna acotación. Seguramente, esto es un mal de nuestro parlamentarismo, que tiene raíces hasta en el propio sistema educativo con clara prevalencia de lo escrito.
Se ha apuntado que el parlamentarismo actual es un parlamentarismo de medios, cuando no de redes sociales, porque el aspecto, la comunicación, la capacidad de empatía, la agilidad en la respuesta son la elocuencia de nuestra época audiovisual e informática.
Si en el XIX o primera mitad del XX los discursos elocuentes pasaban al diario de sesiones y a la prensa escrita por medio de los cronistas parlamentarios, en la actualidad es la imagen, o el canutazo, el pantallazo, o el tuit, lo que de manera inmediata llega de un orador en el Parlamento. Es una cultura de impronta y de impacto, sobre todo por parte de los más jóvenes, lo que ha hecho cambiar los enfoques parlamentarios, gabinetes de prensa y asesores, dando prioridad a la imagen, la inmediatez y la réplica breve y rápida; y aún nos queda por ver cómo incide en estas materias la inteligencia artificial.
A riesgo de parecer neoclásica, por no decir anticuada, he de confesar que el Parlamento, a mi juicio, requiere más del sosiego y la reflexión que de la televisión o la red social, porque está concebido, entre otras competencias, para ser la sede de intercambio de opiniones sobre asuntos públicos, previa a la facilitación de acuerdos, más que una especie de plató de imágenes o un productor de chascarrillos o de flashes de noticias.
Es más, aun suponiendo que estas técnicas favorecieran como un valor añadido la comunicación sobre el Parlamento, el riesgo es que lo hagan en detrimento de algo más importante, como es su función legitimadora y su papel de centralidad, de ser el foro de expresión de la democracia pluralista. Ofrecer noticias o imágenes ligeras, continuas y hasta banales, podría terminar en una banalización del mismo Parlamento.
De lo que no cabe duda es de que los medios han influido en el propio Parlamento[4]; así el establecer el timing para facilitar que los medios puedan informar o transmitir lo sucedido en una sesión, o la facilitación de medios técnicos para los informadores en sede parlamentaria –salas de prensa como escenario habitual de intervenciones parlamentarias, o retransmisiones de grandes debates, o facilitando en los escritorios adyacentes al hemiciclo las salas para que tengan lugar los canutazos de los parlamentarios y parlamentarias, o con importantes unidades de comunicación o servicios de prensa de los grupos–.
Pero también ha influido el Parlamento en los medios, porque no solo expresiones del ámbito parlamentario han pasado a ser usadas por los medios (legislatura, grupo, alusiones, llamada al orden, etc.), sino que el Parlamento ha atraído a su espacio un elevado número de periodistas ávidos por obtener la última hora política y sabedores de que es el único lugar donde se muestra concentrada toda la pluralidad del espectro político representativo, y, por ende, todas las posiciones sobre una materia.
Otra cuestión sobre la que reflexionar, al hilo de la elocuencia como cualidad del orador y la relevancia de la palabra, es si estamos ante un Parlamento con predominio de lo escrito, de lo documental, tal y como lo recogía Cazorla en su libro sobre oratoria parlamentaria (Cazorla, 1985).
Hay una parte cierta en esta afirmación porque las iniciativas se presentan por escrito, la Mesa en cuanto órgano de conocimiento universal en los parlamentos se expresa por escrito en su función calificadora, todos los escritos y documentos además de publicarse en las publicaciones oficiales se difunden –sea por procedimiento tradicional o, más recientemente, en las bases de datos parlamentarias o incluso Internet–; de modo que sí es cierto que el “papel”, la publicación, es requisito de la actividad parlamentaria, como se desprende del mismo art. 69 RCD.
Es más, en torno a la necesidad de un documento como base del trabajo parlamentario se ha creado una fuerte burocracia parlamentaria, que desemboca en la Mesa como órgano de recepción e impulso, y con la tendencia centralizadora propia de la mayor parte de las burocracias. Esto actúa como sustrato del trabajo deliberante y decisorio del Parlamento, que es el propio de las cámaras.
Aspecto importante a considerar es si la oratoria utilizada en el Parlamento actual sirve al fin de persuadir, convencer, al resto o a alguno de los parlamentarios y parlamentarias. La observación o lectura de los debates parlamentarios nos da una respuesta no demasiado optimista, porque las intervenciones están pensadas en la mayoría de las ocasiones para la reafirmación de lo propio y se tiene la impresión de que se dirigen extramuros del parlamento hacia su público y hacia potenciales seguidores, a la opinión pública, más que a intentar convencer a otros parlamentarios y parlamentarias.
La claridad es una cualidad de peso en la oratoria parlamentaria; en efecto, cuando se escucha en una intervención parlamentaria hablar de manera ordenada y clara hay predisposición al entendimiento, algo que suelen reconocer quienes participan de la sesión, aunque luego se imponga la disciplina de voto y cada cual vote lo decidido por el grupo.
Por el contrario, hay intervenciones herméticas y confusas difíciles de captar cuando se escuchan de palabra y, que cuando se leen se observa aún mejor lo abstruso de su contenido. La duda es si porque era un discurso calculadamente ambiguo o porque el orador tenía una dificultad expresiva evidente.
Azorín, excelente cronista parlamentario, diría citando a Fray Luis de Granada “La claridad, pues, a nuestro gusto y juicio, ha de ser la primera virtud de la elocuencia; las palabras propias, el orden recto, la conclusión nada prolija, y que nada falte ni sobre”[5].
Pero la claridad como resultado se asienta sobre la claridad en la posición política y la preparación de la intervención, y se acompaña de una buena dicción y lo que Cazorla (1985) llama la “corrección lingüística”, cuyos enemigos son, afirma, “el neologismo sistemático, el extranjerismo o barbarismo desfigurante, el tecnicismo inapropiado y la barbaridad descoyuntadora”.
A este efecto, durante años se observa cómo nuestros parlamentarios y parlamentarias han recurrido al uso de muletillas y modismos del lenguaje; desde el “de alguna manera” al “en su caso”, al “sí que sí” o “no es no” o “qué parte del sí no entiende”, son apoyos del orador cuando se tiene que enfrentar a un discurso elaborado y tratar de hilar partes del mismo, uso seguramente inevitable pero que resta fortaleza al discurso.
Y, desde luego, tendrá otras virtualidades, pero está por ver cómo incide la fórmula adoptada al inicio de la XV legislatura y después como modificación del Reglamento del Congreso, de incorporar el plurilingüismo a los discursos y debates de comisiones y Pleno.
4. EL DISCURSO PARLAMENTARIO
Si el discurso es un acto realizado por el parlamentario individual, un acto personal del parlamentario, y elaborado por el propio parlamentario con o sin apoyatura del grupo, una de las características del discurso parlamentario es que se basa en el principio dialéctico, porque, a diferencia de otro tipo de discursos propios de la oratoria religiosa o educativa, el discurso parlamentario se pronuncia en relación a otros discursos sobre la misma cuestión y en el mismo contexto, en respuesta a otro y como causa de otro, y este aspecto dinámico da paso al debate como elemento característico de las asambleas deliberantes que en el orden lógico precede a la adopción de acuerdos parlamentarios.
Nicolás Pérez-Serrano y Jáuregui refiere una serie de características propias del discurso parlamentario (2018: 613 y ss.) como son: tener una cierta extensión; la alteridad; se trata de discursos de parte; tienen la pretensión de convencer al adversario, al menos en el parlamentarismo clásico, porque en el actual esto es discutible; tiene espacios predeterminados para su pronunciación como son el escaño o la tribuna; solo pueden pronunciarlos parlamentarios o Gobierno y, a lo sumo, en especiales condiciones la Jefatura del Estado, o altos mandatarios de otros países –caso de la tradición parlamentaria de permitir discursos en tribuna del hemiciclo o salón de sesiones a jefes de Estado de países de estirpe hispana, o de determinados países de gran vinculación con España y, en este último caso, conforme a costumbre, en salas solemnes del palacio del Congreso o del Senado–.
Añade Pérez Serrano que los discursos se suelen reservar a frontbenchers más que a backbenchers, esto es, primeras figuras parlamentarias o gubernamentales; además que para poder pronunciarse la Presidencia ha de haber concedido la palabra y tiene el límite de la retirada de palabra por transcurso del tiempo o por indicación de la Presidencia; único órgano, a su vez, que puede interrumpirlos; tienen tiempo tasado; se pronuncian conforme a un orden establecido, que reglamentariamente suele iniciarse con el Grupo Mixto, y continuar de menor a mayor; si bien, en determinados debates, como el de investidura del presidente del Gobierno, el orden es de mayor a menor; y, en fin, cabe cesión de turnos de palabra entre parlamentarios por cortesía.
5. LA DELIBERACIÓN, EL DEBATE PARLAMENTARIO
Si el discurso es acto individual del parlamentario, con los caracteres antes apuntados de los que se desprende su carácter reglado, precede a la confrontación de distintos discursos o intervenciones en sede parlamentaria que es lo que constituye la deliberación o debate.
¿Cuáles son los principios generales que definen el debate parlamentario? Entiendo que cabe hablar de los siguientes (Ripollés Serrano, 2020).
En primer lugar, el principio de contradicción, pues en todo debate parlamentario podrá intervenir quien fuera contradicho en sus argumentaciones (art. 73.1 RCD y 87 RS). Se trata del derecho de réplica o rectificación de uso restringido a una sola vez y a cinco minutos; no es de aplicación frecuente toda vez que se suele acumular en el turno de grupo, y en todo caso, se administra por la Presidencia, oída la Junta de Portavoces, en la ordenación de los debates; y respecto de las comisiones por la Presidencia oída la Mesa de la Comisión reunida con portavoces, en ejercicio de análoga facultad de ordenación del debate. Esta práctica tiene su justificación en que el principio se subsume en la ordenación general de debates y la participación de todos los grupos, porque una aplicación incidental llevaría a un debate ad infinitum ya que raro es que no haya contradicción entre todos en un debate parlamentario.
En segundo lugar, el principio dialéctico, toda vez que, con carácter general, un debate parlamentario se estructura en un turno a favor y un turno en contra, más, en los de totalidad, el de posición de grupos (art. 74.1 RCD).
En tercer lugar, el principio de ordenación y dirección de los debates que corresponde como facultad a la Presidencia de Cámara o a las presidencias de comisiones, usualmente precedido de la audiencia de la Junta de Portavoces o a la propia Mesa y portavoces en la comisión en lo que afecta a la ordenación, no así en la dirección de debates que es función exclusiva y personalísima de las presidencias y caracterizada por la inmediatez de la decisión en punto a la concesión o denegación de palabra, alusiones, cuestiones de orden o Reglamento, cierre de discusión, mantenimiento del orden en recinto y de la disciplina parlamentaria (art. 32 y preceptos conexos RCD, y 37 y conexos RS).
En cuarto lugar, el principio de intervención con preferencia del Gobierno que podrá intervenir en los debates siempre que lo solicite y sin límite de tiempo, matizado por la ordenación del debate que indicativamente establezca la Presidencia (art. 70.5 RCD y 84.4 RS).
En quinto lugar, el principio de expresión oral contenido expresamente en los reglamentos (art. 70.2 RCD y 84.1 RS), si bien con matices distintos como ya se ha indicado.
En sexto lugar, el principio de intervención personal, presencial más bien, de los debates parlamentarios en sede parlamentaria.
A este respecto digamos que el requisito del 70.2 RCD relativo a que los discursos se pronuncien personalmente recuerda la regulación del voto de los parlamentarios que también se prevé como acto personal e indelegable en la CE y el Reglamento, no obstante lo cual, y mediante una interpretación acogida por unanimidad pero algo compleja, se ha permitido desde 2011 en el Congreso y desde 2013 en el Senado el voto telemático –previamente autorizado por la respectiva Mesa– en casos de embarazo, maternidad o paternidad o enferemedad grave –con la consiguiente modificación de los reglamentos y con posterior ampliación de supuestos para situaciones imprevisibles relacionadas con salud e incluso reuniones internacionales– y la posibilidad de extenderlo a toda la Cámara en supuestos extraordinarios como catástofres, crisis sanitarias o paralización de servicios públicos (reforma del art. 92 del RS de 27 de abril de 2022).
Por lo que atañe al Congreso, la implantación del voto telemático autorizado de 2011 también ha sido objeto de reforma aprobada el 1 de junio de 2022 que, asimismo, amplía los supuestos de posible autorización a los miembros de delegaciones permanentes de las Cortes Generales en asambleas parlamentarias, o que tengan compromisos de representación institucional en el extranjero, en cumbres europeas, iberoamericanas, OTAN, G20 y reuniones oficiales de la Asamblea General de Naciones Unidas, de sus convenciones o asimiladas (art. 82.2 RCD).
Por el momento, el discurso parlamentario sigue siendo personal y directo, presencial en sede parlamentaria, pues solo ha habido excepciones, más que justificadas entiendo, para reuniones telemáticas de mesas con portavoces durante la etapa COVID, y excepcionalmente alguna comparecencia telemática en ponencia de estudio, caso de la ponencia de estudio del CERA en la Comisión Constitucional del Senado en los años 90.
En séptimo lugar, el principio de cortesía parlamentaria en el debate, profundamente enraizado en la vida parlamentaria y expresamente previsto en los reglamentos (arts. 16, 70.4, 71.3 RCD y 84.2, 37.9 RS, entre otros). Señálese a este respecto que Sánchez Gómez (2005: 1005) en su análisis sobre la cortesía parlamentaria, citando a Haverskate recoge lo siguiente:
“el principio de cortesía se manifiesta a través de seis máximas: la de tacto (que el hablante minimice el coste y maximice el beneficio para el interlocutor); la de generosidad; la de aprobación; la de modestia; la de unanimidad, que minimiza la disconformidad y maximiza la conformidad entre el hablante y el interlocutor; y la de empatía”.
6. PARLAMENTO Y DEMOCRACIA
Un parlamento es una institución representativa con competencias legislativas, de control, presupuestarias, de conformación indirecta de otros órganos constitucionales o de relevancia constitucional e instituciones, y también con funciones de relación e impulso ad intra, hacia la sociedad, y ad extra, haca otros escenarios internacionales. Y más allá de estas importantes competencias, un parlamento es por esencia un órgano plural y pluralista en tanto en cuanto en él coinciden los representantes de las diferentes posiciones políticas en esa concreta sociedad, luego, encarna el valor pluralismo de forma mediata, lo que le confiere un plus de auctoritas porque trae su legitimidad de manera directa por elección directa del electorado.
Las cámaras son deliberativas y decisorias en aquellas competencias atribuidas por la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico. El carácter deliberante presupone unas reglas específicas sobre la cortesía, como sustrato para el ejercicio de las competencias; una oratoria que pretenda convencer y sugiera opciones; un discurso congruente que actúa en el marco de discursos cruzados que se pronuncian en la deliberación sobre una determinada cuestión objeto del orden del día; y, finalmente, una vez deliberado el asunto, se adoptan acuerdos en las distintas competencias de la Cámara.
Es posible, pues, hablar de un continuum entre representación, cortesía, oratoria, discurso, debate y acuerdo, pero es más, no solo es una secuencia lógica, es que funciona como un procedimiento de legitimación del sistema parlamentario propio de las democracias pluralistas, y así previsto en el Derecho parlamentario.
Desde un punto de vista racional el silogismo sería: si el parlamento es un órgano representativo plural, y si el pluralismo requiere un foro sosegado para la confrontación de diferencias y favorable a la obtención de acuerdos, ese foro debe asentarse sobre fórmulas que faciliten tales acuerdos como es el principio de la cortesía en el debate.
Desde un punto de vista jurídico es evidente que las reglas de cortesía y otras propias del debate no son meramente usos sociales de educación, ni tampoco reglas de oficio, sino normas cuya pretensión es legitimar el debate, la controversia, las diferencias naturales propias de un órgano plural, normas derivadas del valor constitucional “pluralismo político”, con la finalidad de alcanzar acuerdos en el ejercicio de las competencias parlamentarias. Esta, y no otra, entiendo que es su justificación y a ello atienden los reglamentos parlamentarios, a cuyo contenido me referiré a continuación.
III. EL REGLAMENTO PARLAMENTARIO SOBRE ESTAS MATERIAS
1. CORTESÍA
Ya se ha dicho con anterioridad que la cortesía aparece como un deber de actuación de los diputados y una facultad presidencial vinculada al mantenimiento de la aplicación del Reglamento. Así se contempla en los arts. 16 RCD y 37.9 del RS, sin que esta incidencia en el carácter de deber o en la conducta parlamentaria impida que tanto uno como otra coexistan en el tratamiento reglamentario de la cortesía.
De lo indicado se desprende que, en términos parlamentarios, cortesía es una regla del Derecho parlamentario, y no meramente una fórmula de educación o de tratamiento social, porque, como también se ha dicho, se basa en el pluralismo como valor constitucional, intrínsecamente vinculado al parlamento órgano central en el Estado constitucional con forma de democracia representativa.
Si es una regla de derecho, su falta de observancia, su incumplimiento, nos sitúa ante la eventualidad de una verificación de dicho cumplimiento y, en tal caso, ante la determinación de una sanción en el propio ámbito del Derecho parlamentario. Lo primero, la verificación, se encomienda por el Reglamento a los presidentes, sea el de la Cámara, sean los de las comisiones en su respectivo ámbito, a quienes corresponde cumplir y hacer cumplir el Reglamento, interpretarlo y suplirlo en su caso, así art. 32 del RCD o 37 del RS, y disposiciones homologas en los reglamentos parlamentarios autonómicos.
Ciertamente, no hay un expreso precepto reglamentario que defina la cortesía, de ahí que falte, pues, una expresa tipificación de sus contravenciones; pero valgan dos observaciones al respecto: la primera, que no estamos ante un “derecho penal” parlamentario, sino ante un Derecho parlamentario en que las actuaciones “ilícitas” se recogen genéricamente en las faltas al orden parlamentario; y la segunda, que sí hay una genérica definición de las faltas de cortesía en los actos o conductas que son causa de las llamadas al orden previstas por ejemplo en el art. 103 del RCD, y a las que se vincula una sanción en los términos del art. 104 RCD, o arts. 101 y siguientes del RS.
¿Cuáles son estos actos o conductas? Pues, conforme al Reglamento, la primera conducta merecedora de reproche como falta al orden parlamentario sería proferir palabras o verter conceptos ofensivos al decoro de la Cámara, sus miembros, instituciones del Estado, o de cualquier otra persona o entidad (art. 103.1 RCD, y 101.1.a) RS). Y como decoro difiere gramaticalmente a honor, respeto, consideración, la determinación del contenido de esta actitud descortés es el insulto, la ofensa a los sujetos que previene el propio precepto, en primer lugar, al propio parlamento como institución; en segundo lugar, a los parlamentarios; en tercer lugar, a las instituciones del Estado; y, por último, a cualquier otra persona o entidad, un universo ciertamente amplio y garantista.
En segundo lugar, en cuanto descortesía procedimental de los oradores, el Reglamento recoge como tal entorpecer las deliberaciones o debates, concepto jurídico indeterminado este, previsto en el art. 103.2 RCD y con matices, art. 101.1 b) RS, en el que se subsumen desde los excesos en el tiempo a diálogos desde la tribuna o escaño con otros parlamentarios, descalificaciones, o actitudes que buscan distorsionar la marcha de un debate.
En tercer lugar, el Reglamento (art. 103.3 RCD) recoge como conductas que atentan contra el orden de las sesiones desde la perspectiva del oyente, las interrupciones u otras formas que alteren el orden de las sesiones, sin duda factor de manifiesta descortesía hacia quien está en el uso de la palabra.
Y, en fin, es también descortés la contumacia del orador a quien, retirada la palabra, pretenda segur haciendo uso de ella (art. 103.4 RCD).
A estas faltas de cortesía tipificadas en negativo y en función de su carácter perturbador del buen orden de la actividad parlamentaria, los reglamentos vinculan un elenco de sanciones graduado, que va desde la retirada de palabra con la mera advertencia presidencial por tres veces en la misma sesión con adveración en la segunda de las consecuencias, a la sanción de no asistir al resto de la sesión y a la siguiente (arts. 104.1 RCD y 101.2.RS); a la solicitud de retirada de las ofensas proferidas y orden de no constancia en el diario de sesiones; a la suspensión de la función parlamentaria por un mes (106 RCD, y 101.3 RS), y al posible alargamiento del plazo por el Pleno, a propuesta de la Mesa.
2. ORATORIA Y ELOCUENCIA
Como es sabido, las normas de Derecho parlamentario pueden proceder de diferentes fuentes, y, si consideramos la teoría general de las fuentes del Derecho prevista como Derecho común en el ordenamiento jurídico español en el art. 1 del CC, allí se recogen la ley, la costumbre y los principios generales del derecho, tipología que se aplica en todas las ramas del ordenamiento, incluido el Derecho parlamentario.
Conforme a ello el Derecho parlamentario se integra por la ley, normas constitucionales atinentes al parlamento, los reglamentos, como corpus que, asentado en la autonomía del órgano, codifica las normas parlamentarias, y otras normas, y leyes con especial aplicación en el parlamento; pero además de estas normas todas ellas pertenecientes a la categoría de leyes como normas escritas de carácter general adoptadas conforme a los procedimientos previstos para su aprobación, hay otro tipo de normas, que cobran especial relevancia en el parlamento, como son las costumbres y precedentes parlamentarios.
Pues bien, entre estos precedentes y costumbres parlamentarias se encuentran aquellos que se refieren a la oratoria y elocuencia. Porque la oratoria, en cuanto arte de exponer, persuadir y convencer, forma parte de las costumbres más asentadas en el parlamento, y una de sus acepciones es la de hablar con elocuencia como capacidad para conmover, o convencer, propia del discurso parlamentario, “uno de cuyos componentes –nos recuerda Cazorla (1985: 84)– es el patetismo… capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole efectos vehementes, […] resorte que mueve al convencimiento y se caracteriza con respecto a otros elementos retóricos de la oratoria porque toca a sentimientos profundos del alma”.
Y si la elocuencia apela al pathos, conviene traer de nuevo a colación que, como dijera Aristóteles, requiere del ethos o auctoritas del orador, asentada en el logos, esto es la lógica y la racionalidad de la oratoria, del discurso.
3. EL DISCURSO Y OTRAS INTERVENCIONES PARLAMENTARIAS
Los discursos son piezas de oratoria que tienen la lógica interna adecuada al auditorio en que se pronuncian. Por eso el discurso parlamentario es aquel que se produce en un contexto especial, como es el parlamento, una asamblea política deliberante, en un intercambio entre iguales, cuya común pretensión es acceder al poder político, como ya se ha reiterado “un escenario de competición por el poder político” (Sánchez Gómez, 2005: 1008).
Los reglamentos parlamentarios contienen una regulación muy escueta del discurso, sobre todo si se compara con la amplia regulación de los debates parlamentarios; se limitan a decir que los discursos se pronunciarán personalmente y de viva voz desde la tribuna o desde el escaño (art. 70.2 RCD), sin que puedan ser interrumpidos salvo por la Presidencia, por agotamiento del tiempo, lo que nos da otra pista, y es que los tiempos son tasados, o por llamadas a la cuestión o al orden al orador, a otro parlamentario o al público (art. 3 RCD).
El Reglamento prevé también la cesión de turno entre oradores que hubieran pedido la palabra en el mismo sentido, previa comunicación a la Presidencia, y para un caso concreto la posible sustitución entre diputados del mismo grupo (art. 70.4 RCD). Y esto también da otra clave, en este caso la importancia del grupo parlamentario también en lo que se refiere a los debates parlamentarios.
Igualmente, los reglamentos prevén un principio de orden muy útil, como es la presunción de que si la Presidencia llama a un parlamentario y no se encuentra presente, se entiende que ha renunciado al uso de la palabra (art. 70.1 RCD y 84.1 RS).
El RS añade algunos otros elementos en la regulación del discurso, entiendo que con buena técnica, como son que los discursos se deben dirigir a la Cámara, regla que no siempre se cumple en estos términos estrictos; que no podrán en ningún caso ser leídos, a salvo el uso de notas auxiliares, asunto ya tratado antes; y añade el mismo principio de orden atinente a la economía de tiempos, como es la presunción ya referida respecto del Congreso, de que si la Presidencia llama a un senador y no se encuentra presente, se entiende que ha renunciado al uso de la palabra.
Junto al discurso propiamente dicho, los reglamentos contemplan, bajo el nombre genérico de “intervenciones” otras participaciones en los debates que no constituyen discursos sea por su brevedad (el máximo de la intervención por alusiones es de tres minutos), o por las características del discurso, caso de la presentación del dictamen de la comisión por uno de sus miembros ante el Pleno (art. 118.1 RCD y 120 RS) que se suele limitar a “ilustrar a la Cámara de las actuaciones y motivos inspiradores del dictamen formulado”, o las llamadas “intervenciones de rectificación” en la tramitación en la Comisión Constitucional de los estatutos de autonomía adoptados conforme al art. 151 CE.
4. LOS DEBATES O DELIBERACIONES
Vistos los principios del debate parlamentario, es de interés hacer hincapié en algunas de sus principales características como son la alteridad, el carácter público –salvo sesión secreta–, la vinculación a un orden del día establecido y el significado político en un contexto de disputa por el poder.
Alteridad en tanto para hablar de debate debe haber otro u otros discursos en competencia; es público con carácter general toda vez que puede ser conocido por la ciudadanía bien mediante actas, el diario de sesiones o las transmisiones por Internet o los canales parlamentarios, o, en Pleno por la directa asistencia de público; no es un debate espontáneo, sino que se relaciona con el punto del orden del día que se esté tratando. En fin, es un debate que tiene un fundamento y objetivos políticos, ya se trate de debatir una enmienda, o el escenario de gasto, o un acto de control, o la autorización de envío de tropas al extranjero, todas las intervenciones y deliberaciones son bajo especie política.
La alteridad tiene su regulación en los reglamentos, que prescriben una serie de reglas al respecto, como son: las intervenciones, en todo debate, de turno a favor y otro en contra y las intervenciones en debates de totalidad de los demás (léase todos) grupos, con particular referencia a las intervenciones del Grupo Mixto (art. 74 y 75 RCD). Esta alteridad en el Senado se extiende a la participación de los portavoces de los grupos territoriales cuando la sesión afecte a comunidades autónomas.
También prevén los reglamentos el carácter público de las sesiones de Pleno, salvo sesión secreta por disposición del Reglamento, o por acuerdo del Pleno por mayoría absoluta, a iniciativa de la Mesa, Gobierno, dos grupos o la quinta parte de diputados (art. 63 RCD, y 72 RS).
En las comisiones se da la circunstancia de que, no estando abiertas a la presencia de público, sí lo están al acceso de medios y retransmisiones, por lo que la regla general es que su actividad y debates sean públicos, pero sin público en sesión (art. 64.1 RCD y 75.1 RS), salvo sesiones secretas que caracterizan a las comisiones de investigación en los términos del art. 64.4 RCD y a la Comisión del Estatuto de los Diputados. En el Senado, las comisiones que tengan por objeto el estudio de incompatibilidades, suplicatorios y cuestiones personales que afecten a senadores (art. 75.2). Asimismo, las comisiones, además, pueden acordar por mayoría absoluta sesión secreta, a propuesta de su Mesa, de dos grupos en la comisión, de un quinto de sus miembros o del Gobierno (art. 64.2 RCD); y, en el Senado, lo pueden acordar, por mayoría absoluta de los miembros de la comisión, que sesione a puerta cerrada (art. 75.3 RS).
El debate se traba sobre puntos del orden del día acordados en los términos de los arts. 67 y 68 RCD y 71 del RS, para, respectivamente, el Pleno y las comisiones.
En cuanto al obvio significado político de los debates o deliberaciones parlamentarias, cabe decir que esto es tanto respecto de los sujetos políticos representantes de la ciudadanía –en su inmensa mayoría militantes de partidos políticos– como respecto del objeto, que siempre guarda relación mediata o inmediata con la posición política, partidista más bien, del parlamentario que participa en un debate.
Ya no hay, como sí hubo en la transición y antes de aprobarse la Constitución, un grupo de senadores que respondan a criterios institucionales y a su gran valía personal más que a los de su estricta posición política; e idéntica es la condición de senador para los elegidos y los designados por las comunidades autónomas, pues todos los parlamentarios y parlamentarias participan de la naturaleza de representantes políticos y sus discursos, y los debates parlamentarios son debates políticos.
Pero, además de estas notas propias del debate parlamentario, se podrían citar otras complementarias, como que los tiempos de los debates de las distintas iniciativas están ordenados.
En efecto, cada vez más se imponen estándares de tiempo para los debates parlamentarios. Esto es, el debate –dual en este caso– de una pregunta oral en Pleno son 5 minutos en total, a razón de 2.5 minutos para los dos turnos de cada interviniente; las interpelaciones se sustancian en unos 79 minutos, a razón de 12 minutos para la defensa, 12 para la contestación, y 5 para réplica y dúplica más 40 si participan todos los grupos menos el del interpelante (9 en la XV legislatura) en fijación de posiciones, esto es, un total de unos 60/70 minutos; por otro lado, las mociones consecuencia de interpelación cuentan con 7 minutos para su defensa, 5 para la defensa de enmiendas y 5 para fijar posición los grupos, dando lugar, en total, a un debate en torno a unos 45-60 minutos dependiendo del número de enmiendas. Las proposiciones no de ley (PNL) de Pleno sobre unos 45-60 minutos, también dependiendo del número de enmiendas, puesto que la defensa son 7 minutos, y 5 minutos tanto la defensa de enmiendas como la fijación de posición de grupo, que, en ocasiones, se subsumen.
Respecto de turnos generales, por ejemplo, para debatir dictámenes de comisión, y al margen de la posible intervención del ministro del ramo, estarían en torno a 1 hora, de la que 7 minutos serían para el turno a favor, y otros tantos para el turno en contra, y 7 para fijación de posiciones. Los debates de totalidad, por ejemplo, para convalidación de decretos-leyes o debatir enmiendas de totalidad, se situarían en torno a unos 70 minutos, salvo intervención del ministro correspondiente.
Esta última circunstancia nos lleva a otra de las notas características de un debate parlamentario como es la intervención de representantes del Gobierno, que lo harán, siempre que lo soliciten, sin perjuicio de las facultades de ordenación del debate de las presidencias, y que, en este punto, suelen ser habitualmente generosas.
Y, puesto que hablamos de las presidencias, caracteriza al debate parlamentario su dirección en sesión, que dará y retirará la palabra, sea por transcurso del tiempo, o por llamadas a la cuestión, al orden, o si no hay observación de la cortesía y el decoro debidos (arts. 32.1 RCD y 37.1 RS).
Igualmente, es regla del debate la disposición reglamentaria que impide que ocupen la Mesa aquellos de sus componentes que desean participar en el debate, y, de hacerlo, no podrán volver a su lugar en la Mesa hasta que el punto del orden del día en que han intervenido finalice (arts. 77 RCD y 91 RS).
5. LA ADOPCIÓN DE ACUERDOS
Por último, una breve referencia a que las cámaras no se limitan a debatir, a deliberar, sino que la secuencia lógica es debatir y posteriormente adoptar acuerdos en las diferentes competencias que tienen los parlamentos. Así, en efecto, sucede con carácter general, adopción de acuerdos que pueden tener, según la distinción clásica de la Teoría General del Derecho Público de Zanobini, carácter de declaraciones de voluntad de la Cámara, o de juicio, o de conocimiento, o de deseo, según las potestades y facultades que ejercite la Cámara. Dicho esto, parece lo consecuente con la naturaleza deliberante de las cámaras, que el acuerdo parlamentario siga a la deliberación o debate sobre la materia.
Hasta aquí, pues, una posición clásica en torno al procedimiento parlamentario: iniciativa, documento, inclusión en el orden del día, discursos, debate, votación y adopción del acuerdo de que se trate.
Sin embargo, se han introducido algunas prácticas que, con la legítima aspiración de facilitar la actividad parlamentaria, han producido mutaciones en esta secuencia, porque con el fin de agrupar las votaciones y, muy especialmente, facilitar el sistema de voto telemático y su contabilización, el debate de una determinada iniciativa puede tener lugar con bastante anterioridad al momento de su votación y de la adopción del oportuno acuerdo. Por todas, valga lo sucedido con ocasión de la investidura del candidato a presidente del Gobierno celebrada en la sesión de 23 de julio de 2019 (diario de sesiones del Pleno del Congreso, n.º 3, XIII legislatura, pp. 54 y 55) cuando, se había habilitado previamente la votación telemática de los solicitantes autorizados por la Mesa, pero, aunque no sea habitual pero así ocurrió en este caso, un grupo parlamentario cambió su sentido de voto negativo a abstención, y, llegado el cómputo final, hubo un sentido de votación de abstención por la mayoría del grupo y otro negativo de la diputada del grupo autorizada para voto telemático.
Y, finalizo, no parece que el retorno al clásico sistema de debate y aprobación de cada punto del orden del día vaya a volver por sus fueros; al contrario, la tendencia es a la acumulación de votaciones con el consiguiente anuncio horario, tanto para las telemáticas como para las físicas que se producen en sesión, lo que tiene una fundamentación plausible, que es descargar al parlamentario de una presencia continuada en sesión cuando tiene otras tareas que desempeñar o está imposibilitado de asistir por razones de embarazo, nacimiento o enfermedad. Sin embargo, en mi opinión, es más complicado de entender cuando está formando parte de una reunión internacional o atendiendo otras responsabilidades, supuestos en que algunos parlamentos recurren a otras modalidades como el pairing[6]. La realidad es que, al margen de que aumentan las posibilidades de error en las votaciones, este lapsus puede resultar demoledor para los debates parlamentarios porque el mensaje que subyace es la desvinculación debate-votación, o lo que es lo mismo, la irrelevancia del debate.
Concluyo: la oratoria, el discurso de los parlamentaros y la deliberación parlamentaria se asientan necesariamente sobre la cortesía, porque esta es la fórmula que permite la expresión del pluralismo, que es esencial en una Cámara representativa y deliberante. La cortesía es, pues, sostengo, norma de Derecho parlamentario, y no meramente un uso social, cuya infracción, debidamente verificada desde el principio de proporcionalidad por las presidencias, atendiendo a la ponderación entre inviolabilidad de los parlamentarios y derechos en cuestión, puede dar lugar a la aplicación del Derecho parlamentario sancionador previsto en los reglamentos, y debidamente graduable en atención al alcance de la descortesía manifestada y su incidencia en el valor constitucional pluralismo. ✦
BIBLIOGRAFÍA
Aznar Gómez, Hugo, Nicaso Varea, Blanca y Carlos Ramírez, Luis (coords.) (2024). Información, comunicación y transparencia. Retos actuales de la institución representativa. Madrid: Tecnos.
Cazorla Prieto, Luis María (1985). La oratoria parlamentaria. Madrid: Espasa-Calpe.
Cicerón, Marco Tulio (s.f.). El orador (a Marco Bruto). Recurso electrónico, versión on line bilingüe con estudio introductorio de Miguel Mora, Carlos de.
https://labur.eus/mur8mlvu
Gómez Lugo, Yolanda (2020). Alcance de la actuación de las comisiones de investigación y tutela de los derechos fundamentales de los comparecientes. Revista general de derecho constitucional, 33.
Gómez Lugo, Yolanda (2025). Le protezzione dei diritti fondamentali dei terzi convocati dinanzi le Commissioni parlamentari d’inchiesta. Nuove Autonomie, núm. especial 1/2025.
https://www.nuoveautonomie.it/la-protezione-dei-diritti-fondamentali-dei-terzi-convocati-dinanzi-le-commissioni-parlamentari-dinchiesta-2/
Martí Sánchez, Sylvia (2018). Lex artis y debido proceso: presupuestos de la disciplina parlamentaria contemporánea. Revista de las Cortes Generales, 103, 483-498.
https://doi.org/10.33426/rcg/2018/103/114
Muñoz Arnau, Juan Andrés (2023). Azorín: artículos políticos y parlamentarios (1904-1923) [Tesis doctoral inédita]. Universidad de Navarra.
https://doi.org/10.15581/10171/68229
Pérez-Serrano Jáuregui, Nicolás (2018). La oratoria en el Parlamento. Revista de las Cortes Generales, 103, 591-634.
https://doi.org/10.33426/rcg/2018/103/118
Ripollés Serrano, María Rosa (2020). Las Cortes Generales. En Maria Isabel Álvarez Vélez (coord.). Lecciones de Derecho Constitucional (7ª ed.). Valencia: Tirant lo Blanch.
Sánchez Gómez, Fernando (2005). La cortesía lingüística en el debate parlamentario. Análisis de un corpus de diarios de sesiones. Interlingüística, 16, 997-1009.
Weber, Max (2018). La política como profesión (Joaquín Abellán, ed.). Biblioteca Nueva. (Obra original publicada en 1919).
[1] Cazorla Prieto (1985: 11 y ss). Se refiere Francisco Ayala a las instituciones oratorias o reglas oratorias de Quintiliano como técnicas y recursos del orador basados en cuatro cualidades: corrección, claridad, elegancia y decoro.
[2] Véase https://www.suneo.mx/literatura/subidas/Marco%20Tulio%20Cicer%C3%B3n%20%20El%20Orador%20%20A%20Marco%20Bruto%20(bilingue).pdf (texto latino de la edición tomado de https://www.thelatinlibrary.com/cicero/brut.shtml). La traducción española, de M. Menéndez Pelayo, con revisión de E. Sánchez Salor, está publicada en Alianza (1991).
[3] Lalouel, H. (1481). Les orateurs de la Grande-Bretagne, depuis le régne de Charles I jusqu’à nos jours. Citado por Cazorla Prieto (1985: 79).
[4] Véase sobre estos extremos el libro de muy reciente aparición Información, Comunicación y Transparencia en el Parlamento, retos actuales de la institución representativa (Aznar et al., 2024).
[5] Muñoz Arnau, J.A. (2023: 49). Tesis que recoge 1425 artículos periodísticos de Azorín, la mayoría sobre tema parlamentario, de los 2483 escritos por este entre 1904 y 1923. Trabajo que contiene un excelente glosario de apuntes biográficos, términos y obras citadas.
[6] Nota aclaratoria: En jerga parlamentaria, pairing (término tomado del inglés) hace referencia a un acuerdo informal entre dos parlamentarios de partidos opuestos por el cual ambos se comprometen a no votar en una determinada sesión o votación, de forma que se anulan mutuamente y no se altera el equilibrio de fuerzas en la cámara.